"Somos la sombra de los seres luminosos"
"Nosotros somos la sombra, el envés, de los seres luminosos", dice un personaje de Jean Genet (Los negros). Es decir, él mismo ha sido esa sombra blanca, y fofa, y huidiza, y pisoteada, ese revés de la vicia brillante y en contra. El triunfador que no ha dejado nunca de ser la sombra del triunfador, o su vaciado.La estética del marginado existió antes que él, pero los poetas malditos, los Rimbaud de todas las Francias, elegían, si se puede decir, su marginación. A él le fue impuesta, y supo hacer de la obscenidad una lírica, y no a la inversa, como sus predecesores. El niño de orfelinato va inevitablemente al adolescente del reformatorio, y a la mayoría de edad en la cárcel. Encontrar en todo ello la belleza, la flor (Nuestra Señora de las Flores) y el amor es el privilegio de un alma superior, revelada a sí misma y a los demás por la palabra. La palabra como estética, y el teatro como forma de vida. Cuando un ser está definitivamente alienado, y corre con el mundo, pero a su costado, a su margen, le queda una solución: representar una comedia. "Cuando no nos queda nada, nos queda el teatro: jugaremos a reflejarnos en él", dialogan dos delincuentes en una de sus obras, y, eligen el teatro para darse a sí mismos, una vida. La idea es una inversión de la que frecuentemente se expresa, de la frase que dice que "la vida comedia es"; los otros, los que viven en el siglo, los que tienen el resorte del mando, del dominio de las personas y las cosas, los que pertenecen a lo normal o lo natural, no son los comediantes, como ellos mismos se suelen denominar en sus ratos de cinismo y de amargura; el comediante es el que no vive y no tiene donde mirar que no sea a sí mismo.
Comediante y mártir, decía Sartre de Genet, en el largo y luminoso ensayo que abría las primeras obras completas del marginado triunfo; Genet mismo dudaba de la conjunción copulativa y creía que esta acepción de comediante provenga siempre de un martirio previo y de una marginación creada por los otros.
En todas estas generaciones que hicieron la gran posguerra literaria de Francia, y que se van descortezando muerte a muerte -anteayer, Simone de Beauvoir, que no fue marginada, sino que inventó una marginación; ayer, Genet-, sólo dos personas quedaron a un costado del mundo: Beckett y él. Los otros, los que reinventaban la dialéctica, y la sumersión del mundo en la nada, y el tremendismo de la frivolidad, y el hombre rebelde-Sartre, Prévert, lonesco, Camus...-, terminaban flotando sobre la cresta de la ola. Esto no es negar su autenticidad funclamenrítal, sino describir su tránsito del apocalipsis a la integración, pasando por formar parte del tout Paris, o del todo-universo. Beckett siguió destilando en su propia humanidad, en su invisibilidad, su extraña fe en la ceniza del hombre como capaces de volver a rehacerle. Y así, Jean Genet, que desaparecía largas temporadas, que nunca quiso ser pasto de lo público.
Quizá lo que más ha trascendido desde su margen hacia la esfera central, hacia donde la vida no es comedia, es la homosexualidad y su estética.
Estética de la homosexualidad
Hoy hay en el mundo una estética de la homosexualidad masculina -la fernenina no tiene por ahora gran proyección- que suele aparecer en forma de signos de belleza y suciedad -la clásica idea de la flor del fango-, con un barroquismo de expresión y una suntuosidad de imagen que no se encontraba antes de Genet, donde esta forma artística estaba reprimida o vergonzante, y no es difícil atribuirse ese reconocimiento de sí mismos a los lectores o contempladores de la obra de este poeta. Puede encontrarse en ello quizá un punto de integración no deseada por su creador, pero derivada por quienes han sabido encontrarse representados en ella. Una aportación cultural que probablemente esté desbordada en la misma integración, pero que encontrará un punto preciso en las artes y tendrá fecundidad positiva.
Babelia
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