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Tribuna
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Atado y bien atado

Durante mucho tiempo, esta expresión del general pudo producir hilaridad. Nada pareció quedar tan desatado y bien desatado. Pocas veces se ha visto a un colectivo político, los procuradores en Cortes, el aparato del Movimiento, retirarse tan rápidamente del escenario, hacerse el harakiri en un ritual que tuvo en Adolfo Suárez a un magnífico maestro de ceremonias. Empezamos a sospechar, sin embargo, que ese colectivo no era sino la bambalina, el cartón piedra de una realidad más profunda y consistente.Con el paso de los años, la afirmación del general ya no produce tanta hilaridad, y cabe pensar que, efectivamente, esto estaba atado y bien atado. No pasan en vano 40 años de la vida de un país; no desaparecen sin dejar huella, por mucho que nuevos historiadores objetivos o políticos conciliadores (¿reconciliadores?) lo pretendan. La buscada pérdida de la memoria colectiva se niega continuamente en las marcas que esos 40 años han dejado. Son surcos profundos y, mucho me temo, cada vez más hondos.

Sabido es que el de Franco fue un régimen de poder personal. Poder y personal son dos términos que le convienen: el poder legitimó a la persona, la persona legitimó al poder, y en ese círculo se cierra el argumento de su dictadura. Lo demás fueron bambalinas; necesarias, pero bambalinas. El régimeri marcó a todos con ese círculo, es decir, nos lo hizo padecer y, simultáneamente, lo extendió. Se extendió por persona(s) interpuesta(s). El poder personal era también, en su escala, el del mezquino funcionario que hacía como favor lo que era su obligación; el del guardia investido de pistola y porra; el del comandante que utilizó a los soldados como si fueran chachas; el del gobernador civil, máxima autoridad local, brazo de caciques... El poder personal se ejerció de forma omnímoda sobre los inferiores; sólo era responsable ante el inmediato superior, y así, subiendo en la escala jerárquica, ante Dios y la historia.

El pueblo se defendió como pudo: el sarcasmo, amargo, que hacía del portero engalanado una autoridad, la corruptela extendida y general..., siempre fue bueno aplacar con ofrendas las iras de los poderosos, las presentes y las futuras. Cuarenta años de un régimen político que, además de reprimir sin piedad, intervino en los más pequeños asuntos de los más alejados rincones, llegó hasta allí donde la vida privada reclama sus derechos, ejerció el de pernada sobre las conciencias..., tienen un efecto social y moral más profundo que el estrictamente político.

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Atada y bien atada quedó la corrupción, y la prepotencia, el señoritismo -caras de una moneda que suele ser la misma-. Y cuando se habló de cambiar, cuando las palabras moral y moralizar aparecieron en el lenguaje político cotidiano, estuvimos autorizados para pensar que iban a abordarse esas lacras, cauterizar aquellas marcas. No parece haber sucedido así, y ello es tanto peor cuanto que las palabras no se emplean en vano: hablar de moralizar y no hacerlo es incrementar la inmoralidad un grado más, el de esa hipocresía multipficada por tantos grados como el ejemplo se extienda y suba.

Las marcas eran manifiestas en dos ámbitos, el de los actos y el de los criterios. Algunos actos, pocos, fueron perseguidos; ningún criterio fue corregido. Aún más, aquellos criterios salieron fortalecidos en estos últimos años.

Se ha fomentado el principio de autoridad -de nuevo aquel sarcasmo de la autoridad del portero-, ahora están más acorazados los guardias de la circulación y los otros reprimen con la violencia que se sabe (¿lo es?) legítima; véanse los testimonios gráficos recientes. Lamento que se recuerde al primer Gobierno socialista por haber descubierto a la Guardia Civil y no, como al de la República, por haber cambiado el magisterio. Es un Gobierno que está aprendiendo a vivir -y parece que dispone de bastantes años para formarse-; que descubre, feliz él, la profesionalidad de las Fuerzas Armadás y de la policía -¿también la de los funcionarios?-, la conveniencia de estar en la OTAN, el carácter fatal del paro, la utilidad de la pena de muerte, la necesidad de la ley antiterrorista, la inevitabilidad de la política de bloques, las hondas -¿e indestructibles?- raíces del corporativismo, los buenos resultados de un autoritarismo que los bienhablados llaman prepotencia, las posibilidades de la ideología tecnológica para sustituir a los principios morales y políticos... Aprender a vivir, están aprendiendo.

Están aprendiendo lo que los otros, más viejos, anteriores, ya sabían, con letra similar, con igual regla, y el lenguaje, manifestación objetiva a pesar suyo, que no engaña, les empieza a tender malas pasadas: una dura competencia se establece entre conocidas frases del pasado y otras no menos conocidas de nuestros días; si antes gozábamos con la pertinaz sequía, la responsabilidad ante Dios y la historia, el espíritu de servicio, el ocaso de las ideologías, los intelectuales de firma, el Estado de obras, la trampa saducea.... ahora empezamos a estar perplejos con las cinco revoluciones, gato blanco / gato negro, mucho y bien, política de Estado, la libertad de los otros a costa de la mía... Frases esperpénticas que ponen en pie lo contrario de lo que afirman, y así revelan la verdad de quienes las pronuncian.

Aún hay, en ese aprendizaje, algunos titubeos, pequeñas vacilaciones, cierto mal sabor de boca que el tiempo irá disolviendo -es cosa de acostumbrarse-; por eso es necesario cuidar a los maestros: nunca una oposición fue tan cuidada como aquí, nunca fue tan cuidadosa con el poder, porque unos y otros empiezan a tomar conciencia de aquello que aguantamos durante 40 años: el poder se legitima a sí mismo.

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