Más allá del provincianismo y la tradición
Una muestra antológica de arte austríaco contemporáneo se inaugura en Madrid dentro de la política oficial de intercambio cultura¡. Sin desmerecer la diplomacia, conviene advertir, no obstante, que no se trata de una de esas exposiciones de compromiso, en las que lo formal-político predomina sobre el contenido-artístico, sino de una selección rigurosa y oportuna, avalada por el sello personal de Rudi Fuchs, máximo' y merecido pontífice de la modernidad internacional en la actualidad. De hecho, se trata de una iniciativa que el célebre director del Museo de Eindhoven montó previamente en Castello de Rivoli, de Turín, centro que, como es sabido, está también bajo su directa responsabilidad.Los artistas austríacos que ha elegido Fuchs han nacido todos entre 1929 y 1940, es decir, pertenecen a una generación ya madura, que está entre los 45 y los 55 años, dato que hay que tener en cuenta para no echar injustificadamente de menos a otras figuras más recientes. Por lo demás, algunos de ellos _Arnulf Rainer y Hermann Nitsch- poseen una notoria celebridad internacional y hay que considerarles, en consonancia, como unos clásicos de la vanguardia europea de las últimas décadas. El resto -el pintor Christian Ludwig Attersee, el dibujante Günter Brus y el escultor Walter Pichler-, menos conocidos en España, gozan de un considerable prestigio y se les ve con bastante frecuencia en citas artísticas internacionales.
Pero vayamos con el interrogante principal en una exposición que se adjetiva en términos nacionalistas: ¿existe un arte austríaco como sensibilidad o estética? ¿O acaso estamos ante la obra de cinco maestros contemporáneos que casualmente han nacido en Austria? Hoy en día, la fluidez de información homogeniza de tal forma que, de entrada, cuesta trabajo identificar señas artísticas de identidad con una rotundidad indiscutible, sin olvidarnos, por otra parte, que la confirmación nacionalista en este campo se realiza atendiendo a modelos del pasado. Con todo, el propio título de la convocatoria, Rennweg, nombre de una conocida calle de Viena, parece revelar la creencia por parte del comisario de la exposición que ésta expresa unos rasgos comunes característicos. Al tratar de ellos, por cierto, Fuchs indica que no son, necesariamente, ni deducibles de un provincianismo regional -habría que hablar entonces de estiginas más que de rasgos-, ni de los prestigios de la tradición, aunque se trate de una tradición tan gloriosa como la de la mítica cultura vienesa finisecular. Muy por el contrario, Fuchs nos recuerda que "los colores brillantes y las formas sencillas y netas" a la moda no consiguieron penetrar en Austria. En una palabra, que existen allí las condiciones ideales para asumir una identidad sin despersonalización, ni frente al dictado de las normas cosmopolitas, ni frente al peso abrumador de los oropeles de la historia.
Creo que tiene Fuchs toda la razón, pero, sobre todo, porque estos artistas de la generación intermedía han sabido conciliar modas y pasado sin atisbo de servidumbre mecanicista. Quiero decir que uno sí que reconoce ciertas huellas del lincalismo alambicado de un Klimt o un Schiele, de las explosiones cromáticas de un Kokoschka, del teatral exhibicionismo ritual de una cultura católica, muy importante en las zonas germánicas meridionales, o, en fin, hasta de la fantasmagoría perversa de esas mentes nerviosas y decadentes, cuya observación hizo posible el nacimiento de la psicología contemporánea.Dentro de un nivel de intensidad y de una calidad comunes a todos, hay, sin embargo, algún caso excepcional que sobresale. Estoy pensando, naturalmente, en Arnulf Rainer, que no sólo es claramente el mejor de esta exposición o del arte austriaco actual, sino, como ya apunté antes, uno de los mejores creadores europeos. Fiel a su proyecto original, que ha girado obsesivamente en tomo a la técnica artística y moral de la desfiguración -el gesto ardiente sobre la imagen fría en un chispazo liberador-, la evolución de Rainer ha venido desplegándose con una riqueza inventíva, una ebriedad experimental sin fronteras y una capacidad de profundización verdaderamente fascinantes. En este sentido, merece distinguirse de la brillante ligereza, muy vienesa, del resto, virtuosos y elegantes incluso cuando tocan las más terribles zonas de dolor, o del retoricismo pomposo de Nitsch, cuyo teatro de la crueldad me ha recordado siempre, no sé por qué, al rococó bávaro, algo así como la terribilitá escénica de los pasos procesionales de Salzillo.
De todas formas, si resulta difícil sostener el tipo junto a Rainer, no implica ello una desvalorización ontológica. He de confesar mi interés, y en algún caso hasta mi más rendida admiración, por las obras de Walter Pichler, que nos presenta, además, una colección de dibujos francamente soberbia. El grafismo narrativo resulta espléndido, por su parte, en GUnter Brus, mientras que el soberano buen gusto del que hace gala Attersee, no exento en alguna obra de belleza radiante, nos impulsa a desear que cualquiera de sus cuadros pudiera adornar nuestro salón. En definitiva, que esta exposición convence de que el arte austríaco, con sus virtudes y defectos, sigue vivo.
Babelia
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