Bodas de hojalata
A los 10 años de cualquier cosa se les llama, según costumbre, las bodas de hojalata, y de hojalata parece esta democracia española que contribuye a organizar toda clase de rememoraciones dos lustros después de la muerte de quien se dio a sí mismo el absurdo nombre de Generalísimo. Ahora los periódicos y las televisiones de todo el mundo se atestan de declaraciones solemnes de cuantos hemos vivido la transición; y el milagro español -consistente en que no hubo otra guerra civil después de muerto el que organizó la anterior- copará por unos días de nuevo la atención de los medios de comunicación de masas. Se trata del rito acostumbrado, más espectacular en ocasión como la presente, toda vez que falta apenas mes y medio para que España deje de hablar de Europa como de algo lejano y distante, ajeno a sus intereses o a su sensibilidad. Y en esta doble cita, que abarca los extremos de un dictador severo y una Europa anhelada, las apreciaciones de los más coinciden oportunamente en señalar que nuestra sociedad, destensado ya el arco de la transición, se ha hecho más realista.Este pacto con la realidad tiene un significado contradictorio. Por una parte, se ha generado una cierta estabilidad democrática, ha disminuido la crispación social, aun si se ve artificialmente fomentada por algunos payasos de la pluma, y todo esto está más tranquilo, pobre y aburrido que de costumbre. La izquierda parece anegada en sus ilusiones por el ejercicio del poder y los condicionamientos de su propia perplejidad ideológica. La derecha se esfuerza, irritada e inútilmente, en sensibilizar a la opinión frente a los abusos y errores del Gobierno, y quizá por eso éste parece más interesado en mantener el prestigio entre los electores de otros partidos que en el suyo propio. Pero la realidad es que hemos perdido la fascinación de la lucha por la libertad y de los primeros años de la construcción de la democracia.
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Ahora sólo faltaba buscarle una justificación ideológica a todo esto, y en ello andamos.
Esta cuestión del realismo me parece a mí que está desbordando precisamente cualquier otra apreciación sobre la situación española que quiera hacerse. Y es que en un pueblo acostumbrado a mirarse a sí mismo como apasionado, idealista y un poco montaraz, y en una generación a la que se le enseñó a sangre y fuego que a los países los mueven los poetas y no los agentes de bolsa, el realismo tenía que causar estragos. Bajo su bandera, el Gobierno socialista, que triunfara en las elecciones con el eslogan del cambio, se ha apresurado a presidir uno de los procesos de normalización más notables de nuestra, historia, caracterizado por el abandono de las ideologías políticas como norma de comportamiento ético en las responsabilidades del poder. Creo que Felipe González sólo puede ser acusado en parte por haber hecho esto: su actitud no es sino el reflejo puntual y exacto de un sentimiento colectivo de cansancio e impotencia frente a las dificultades de la transición y a las amenazas de involución, encarnadas en la noche de Tejero. Pero, sea como sea, este país no se encuentra para nada embarcado hoy en un proyecto de transformación social, sino de estabilización política, con todas sus consecuencias. Y para hacer eso -quizá lo único posible de ser hecho- era preciso entronizar la realidad en el centro de nuestras vidas. A partir de esa decisión, el mejor balance del Gobierno es la consolidación de los triunfos ajenos: la democracia no está hoy en cuestión. El precio ha sido, por supuesto, tan elevado como el valor de la mercancía exigía: la estructura del poder permanece intacta.
En esta perspectiva es preciso entender el diálogo que mantuve hace dos días con Felipe González y que se publica hoy en estas mismas páginas: en la de la explicación, brillante, que el mismo hace del abandono de la acumulación ideológica en los pronunciamientos políticos y el paso de la ética de las ideas a la de las responsabilidades, "en expresión weberiana". Para ser más exactos, Weber, que era un pesimista histórico, hablaba de la "ética de las convicciones". Independientemente del juicio que nos merezca esta actitud del partido en el poder, no cabe duda de que responde a un ambiente más generalizado en la sociedad española. Pero la pregunta es saber si el Gobierno socialista se apunta a esa ética de la responsabilidad como una sustitución estrictamente ideológica de la anterior. Es decir, si no será que la ética de las convicciones ha devenido imposible para ellos porque, sencillamente, las convicciones las han perdido.
No estoy haciendo un juicio moral de su comportamiento. Hay una crisis de valores a escala casi universal, y la generación que ocupa hoy el poder en España se nutrió casi exclusivamente de una cultura primaria del antifranquismo. Esa memoria histórica de la dictadura, a la que también el presidente del Gobierno se refiere en la entrevista, ha sido una especie de comodín ideológico con el que hemos vivido durante esta década. De ahí el vértigo que nos producen las contestaciones del estudiante de bachillerato que, preguntado por quién era Franco para una encuesta de la televisión, contestó con toda naturalidad: "Todavía no he dado esa lección en mi clase de historia". Enterrado el dictador y enterrado felizmente su recuerdo, lo que les queda de convicción a algunos militantes de la izquierda se tambalea ante el esplendor del poder o ante la amenaza de éste. La política del Gobierno socialista y el proceso de normalización política al que nos ha conducido sólo puede entenderse desde ese punto de vista. Por lo demás, qué haya de pacto voluntario con la realidad o qué de sumisión a las fuerzas que se resisten al cambio es algo bastante dificil de discernir. Pero no cabe duda de que la llegada de los socialistas al poder coincide, paradójicamente, con un aumento del conservadurismo social en España. Y que aspectos esenciales de la transformación del país han sido abandonados. El estupor o la admiración que puede producir la consolidación democrática española no debe hacer olvidar que ésta se ha hecho a costa de un aumento de la contribución al pensamiento militarista en el orden público, las relaciones internacionales y el desarrollo de la economía y la ciencia.
Cuando a Felipe González le preguntaron antes de las elecciones qué era el cambio, él contestó: "Que España funcione". Varias veces he tenido ocasión de sugerir, sin embargo, que la democracia no es una lavadora. España puede funcionar, y de hecho lo está haciendo, sin que eso signifique que se haya producido la transformación social anhelada por los 10 millones de votos que llevaron al PSOE a la Moncloa. Por eso, a estos realistas gobernantes de esta realista sociedad habría que refrescarles otras lecturas de Weber, menos útiles a su justificación, pero no menos iluminadoras de lo que nos sucede. Aquellas en las que enseña que en este mundo "no se consigue nunca lo posible si no se persigue lo imposible una y otra vez".
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