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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El dólar, como síntoma de perplejidad

CADA DÍA hay más circunstancias que muestran el grado de indeterminación de la economía y la falta de leyes a las que acogerse para explicar de antemano lo que bajo determinados supuestos puede llegar a suceder. El vaivén del dólar -divisa mundial por excelencia- es un ejemplo de la perplejidad en la que se debaten políticos y economistas al tratar de fundamentar sus previsiones.La decisión de Estados Unidos de intervenir en los mercados de cambios para conseguir una importante depreciación de su moneda representa un viraje importante en la política económica de la Administración norteamericana. Defensor de la libertad de comercio hasta elevarla poco menos que a categoría ideológica, Reagan no ha tenido más remedio que abdicar parcialmente de sus principios para buscar alivio al fuerte desequilibrio en la balanza de pagos. Efectivamente, Estados Unidos ha venido logrando una fuerte, aunque discontinúa, recuperación económica, con baja inflación, y una alta cosecha de capital extranjero, que acudió a sus bancos atraído por fuertes tasas de interés. La alta cotización del dólar estuvo apoyada en este trípode y en la inducción de confianza que Reagan, con planteamientos neoliberales, imprimía a las expectativas empresariales. Sería arduo explicar minuciosamente todo el entramado de efectos en círculo, en cuya composición no están ausentes los factores psicológicos e irracionales, que han venido configurando la situación. Su efecto, muchas veces celebrado por la Administración, pese a los evidentes peligros que entrañaba, fue la sobrevaloración del dólar. Con su divisa en cotizaciones muy altas, la economía norteamericana ha venido comprando mucho y barato en el mundo. La contrapartida es que ha exportado caro y gradualmente menos, en términos relativos. Desde los agricultores norteamericanos, que viven una grave crisis, hasta los sectores industriales no incluidos en la alta tecnología, han venido, o bien alzando las voces contra el alto valor del dólar, o bien solicitando ayudas -proteccionismo o subvención- para su supervivencia. En términos generales, podría decirse que la poderosa industria norteamericana, estimada en conjunto, ha perdido competitividad. Más aún: una psicosis de amenaza en el mercado interior y exterior, inducida sobre todo por la eficiencia y bajos precios de los artículos japoneses, ha venido generando una sensación de vulnerabilidad económica en diferentes estamentos de Estados Unidos. Ciertamente, de no haber sido por el amplio desarrollo del sector servicios, que ha generado la gran parte del empleo -en muchos casos, por otra parte, a tiempo parcial-, los índices de desocupación habrían manifestado claramente los efectos perversos del superdólar sobre la economía doméstica norteamericana.

Por otra parte, los signos de este mal y el anuncio de que la situación no podría mantenerse indefinidamente se fueron patentizando en los déficit de su balanza comercial y en el del presupuesto. Hasta el momento una riada de capitales exteriores ha venido llenando estos desequilibrios y financiando de hecho la última expansión de Estados Unidos. Para el presente año, los cálculos dan un déficit comercial de 150.000 millones de dólares (más de 24 billones de pesetas), mientras el déficit público podría rozar a finales de año una cantidad en dólares equivalente a 40 billones de pesetas. Ni siquiera la política de relativa austeridad diseñada puede evitar unas previsiones para el próximo año de 31 billones de pesetas en los números rojos del Estado. Para financiar este déficit, la política monetaria estadounidense se ha valido del instrumento de elevados tipos de interés como indispensable atractivo para el dinero de los inversionistas, pero esto ¡gualmente tiene sus co.ntrapartidas negativas y no puede sostenerse sin correciones.

Las cifras del crecimiento económico norteamericano suponían para muchos especialistas una quiebra de las teorías clásicas que explicaban el comportamiento de la economía. Por primera vez, sobre todo parecía demostrado que la buena salud de una moneda y los índices de crecimiento no se corresponden, irremediablemente, con saldos positivos de la balanza comercial. Efectivamente, en este tiempo los intercambios de bienes y servicios han cedido su protagonismo a los movimientos de capitales. Y con ello también a los movimientos especulativos de capitales.

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Esta convicción de estar apoyando progresivamente la economía en una base demasiado sensible y probablemente azarosa, más la primera alarma de de que las cifras de crecimiento son ya muy inferiores a las previsiones (un 2,8% en el tercer trimestre, frente al 4,9% esperado), parecen haber inclinado a la Administración norteamericana a encarar un saneamiento controlado. Partidario a ultranza del liberalismo económico, Reagan ha anunciado, estimulado por el Congreso (que es presionado continuamente por las demandas de protección de los diferentes sectores productivos), la puesta en marcha de un ambicioso plan de subvención de las exportaciones estadounidenses para hacerlas más competitivas. Y en ese mismo empeño se sitúa la decisión de intervenir en los mercados de cambio para lograr una depreciación del dólar, que, según los expertos, está sobrevalorado en más de un 25%.

Lo más significativo de este cambio de rumbo es que se haya producido en concertación con los Gobiernos de los otros cuatro países occidentales más industrializados. El compromiso de actuar juntos inaugura una nueva etapa de mayor corresponsabilidad -sin olvidar el peso de cada cual en el devenir de la economía- en las decisiones de política monetaria y comercial que sin duda conllevan repercusiones globales. Queda la duda, en este tiempo de constantes incertidumbres económicas y bases tan frágiles como representa el actual sistema monetario internacional, la verdadera eficacia de las medidas. Una caída demasiado brusca del dólar amenazaría con hacer renacer las tensiones inflacionistas y arrastrar a una situación de desequilibrios que haría rebrotar otros problemas.

Por el momento, y en el caso de que Estados Unidos acometa decididamente una etapa de recomposición y equilibrio, es probable que Japón y Europa tengan que asumir el reto de actuar como motores de la economía mundial, lo cual es una apuesta no exenta a su vez de tensiones e incógnitas. Si la República Federal de Alemania y Japón parecen estar en condiciones de asumir el liderazgo, los casos del Reino Unido y Francia, inmersos en procesos de reajuste para superar la crisis y reducir el paro, presentan graves dudas sobre su verdadera disposición a impulsar políticas expansivas. Una vez más, estas vicisitudes, hoy concertadas, de la coyuntura económica internacional se han de contemplar desde la economía española no ya como lo haría un sufrido espectador que no decide sobre la obra que le sirven en el escenario, sino también como quien tiene su propio papel en ella.

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