La imaginación es la revolución
Pensar en Italo Calvino es hacerlo a la vez en nuestro contemporáneo y en nuestro antepasado, mirarse en la realidad de un decorado que ha cambiado sin que lleguen a cambiar quienes por él se pasean. Lo real se hace reflejo de mil rostros y lo fantástico resulta ser la apariencia de lo que detrás está más claro que el agua.Con Calvino, la verdad de lo que se veía se nos hizo un día más visible aún, y Amerigo Ormea, el ingeniero Cordá o Pietro Caisotti, después de enseñarnos esa Italia del neorrealismo que conocíamos por el cine, dieron paso a Medardo, al barón Cosimo di Rondó, a Agilulfo y a Gurdulú, que nos avisaban de que las cosas no se quedan sólo en lo que parecen.
Por eso Calvino decía que la literatura revolucionaria había sido siempre literatura fantástica. Sus personajes del otro lado de la realidad, los rampantes y los inexistentes, nos hacían razonar sobre la guerra fría, la voluntad del hombre como impulso de su plenitud o la necesidad de preservar la conciencia. Su autor demostraba que mirar hacia atrás podía ser la forma de revisar una literatura anclada en un realismo que empezaba a morderse la cola. Y es que el mayor valor de la escritura de Calvino es su posibilidad de jugar con el tiempo y el espacio desde la intención siempre presente de ejercer una feroz -y delicada- crítica de nuestro presente.
No es menos testimonial -y perdon por la palabra- El barón rampante que La jornada de un interventor electoral; no es menos crítica la lección de El caballero inexistente que la de La nube de smog. Las contradicciones del hombre de hoy, la disolución de la conciencia, la funcionalidad de unos actos que carecen de otra explicación que no sea la de su propia sucesión inocua están en todos los Calvino, en el neorrealista y en el fantástico, aunque estén de modo distinto. Y si el paso de la realidad palmaria, del certificado de existencia incuestionable a la libertad de lo fantástico, a la lección moral por la vía del símbolo y hasta del juego intelectual debió de ser duro -años cincuenta-, hoy no parece sino la consecuencia natural de la inteligencia puesta al servicio de una necesidad expresiva que veía cómo esa realidad y ella misma se quedaban cortas.
Calvino nunca estaba satisfecho de sus libros. Para él, escribir -lo dijo a Libération hace unos meses- era seguir escribiendo, acercarse a un ejercicio imposible, pues se trataba de construir siempre lo aún no hecho. "Sueño en el libro que no escribiré jamás", dijo en una confesión que no es sino una definitiva demostración de que todos los libros son el mismo libro.
Como Calvino, quienes quedan en nuestra memoria son aquellos que nos contaron siempre la misma historia, que nos hicieron ver lo que somos aunque nos disfrazaran de cuando en cuando con una máscara tan nuestra que no lo parecía.
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