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Chile, la cultura sin nombre

Los intelectuales chilenos del interior y del destierro tratan de crear frente al silencio impuesto por la dictadura

Septiembre es el mes más cruel en Chile. Fue también el mes de la esperanza. El 4 de septiembre de 1970 llegó al poder, libremente elegido, Salvador Allende, cuya presencia en el Gobierno democrático fue brutalmente truncada el 11 de septiembre de 1973 por un golpe militar instigado por el general Augusto Pinochet. El silencio se impuso en seguida. Ese mismo mes de septiembre lo sufrieron personajes como Víctor Jara, asesinado en un estadio, y Pablo Neruda, muerto de cáncer y de pena 12 días después del derrocamiento de su amigo Salvador Allende. Desde entonces, los intelectuales y los artistas chilenos han buscado la manera de devolverle el nombre a la cultura, dentro y fuera de su país. En estas páginas se describe esa larga lucha por recuperar la voz.

Gracias a la vida, cantaba Violeta Parra, poetisa y creadora popular, hace casi 30 años, cuando, una farde calurosa de febrero, tomó temblando un arma y acabó con la suya de un disparo brutal. Desde entonces, generaciones de chilenos y chilenas vivieron en la doble cultura del desencuentro; saludando en sus canciones y en sus poemas, en sus dramas y comedias, la vida que sacude continuamente ese país telúrico, mientras una ola de muerte y represión avanzaba y crecía como respuesta inevitable al terremoto de la vida.Todo un ciclo vital, que paradójicamente había abierto Violeta con su muerte, se cerré cuando Víctor Jara cantó por última vez Te recuerdo, Amanda, en un estadio cerrado de Santiago de Chile donde murió ametrallado, semanas después del golpe militar, en septiembre de 1973. Habían pasado casi 20 años de un bullente y expansivo reguero de creación cultural, dos décadas en las que brilló la poesía de un Pablo Neruda, junto a la antipoesía de Nicanor Parra; el cine de Miguel Littin y Raúl Ruiz, junto al teatro de creación colectiva; la vida de cafés, el florecimiento universitario y el debate intelectual, junto a las fotonovelas, la televisión naciente y el fútbol eterno.

La muerte y el destierro, con su dramática realidad, acabaron con todo eso en menos de un año. Entre los muertos de la primera hora, Pablo Neruda y Víctor Jara fueron los mayores. Entre los exiliados, Ina larga lista recoge a Isabel y Angel Parra (los hijos de Violeta), el compositor Patricio Maruís, los grupos Quilapayún e Inti Illimani, los escritores José Donoso, Isabel Allende y Antonio Skármeta, los grupos de teatro Aleph y la Compañía de los Cuatro y muchos actores, directores, pintores, escultores, poetas, dramaturgos, cineastas, periodistas, profesores universitarios e intelectuales.

Casete sin carátula

Pero la muerte y el éxodo no fueron totales. Como bien lo sabe España, los pueblos, con sus mitos y vergüenzas, siguen cantando y pintando. Comenzó, eso sí, una nueva cultura, más intimista y cautelosa: la de la casete sin carátula, la del libro sin portada, la del cantante sin nombre. Las culturas, como los países, no se acaban ni se mueren; se transforman y, alguna vez, resurgen en una clave distinta.

La dictadura, con su carga de temor e ignorancia, prohibió la política en todas sus dimensiones, buscando primero su olvido y luego su reemplazo por una cultura apolítica, atemporal y monocorde. Se implantó la censura -de prensa, de libros, de películas, de opiniones, de cantantes- y se estableció un riguroso y castrante toque de queda por siete años que acabó con la hasta entonces activa vida nocturna chilena. Fue lo que se llamó el apagón cultural.

El país comenzó a ser ese oasis de paz y orden que soñó Pinochet. Los turistas amantes de la calma y el silencio encontraron en Chile un paraíso, sólo roto por los esporádicos tiroteos nocturnos. La cultura, mientras, se nutría otra vez del sufrimiento popular y se transformaba en poemas dolientes, canciones de contenido, fugaces pintadas en las paredes, algunos periódicos clandestinos o underground y, sobre todo, teatro popular.

El teatro, una exnreqión cultural que nunca había disputado la primacía de los actos masivos a otras formas del arte más populares, comenzó a convertirse en un símbolo de la rebeldía, en un espacio abierto a la disidencia, en una ventana entreabierta por donde podía colarse el viento renovador. Realista o superrealista, expresionista o costumbrista, en clave de drama o de comedia social, íntimo o de masas, el teatro se fue haciendo cada vez más un reflejo crítico del entorno opresivo en que se desenvolvía.

Chile la cultura sin nombre

Gracias a que fue una de las pocas actividades artísticas que no sufrieron todo el rigor de la censura -tal vez por no ser considerada políticamente subversiva-, la expresión teatral pudo florecer aún bajo las narices de la dictadura. Con más de 35 estrenos cada año en Santiago, para una población de cuatro millones de habitantes, la actividad teatral rebasó los límites oficiales y se regocijó en tratar los temas más proscritos por el discurso militar: el drama del exilio (en Regreso sin causa, de Jaime Miranda), el universo de los marginados (varias obras de Juan Radrigán), la angustia de la muerte (Esplendor carnal de la ceniza, de Jorge Díaz), la ironía hilarante de las obras colectivas del grupo Ictus, el costumbrismo crítico y corrosivo del grupo Imagen.Mientras fuera de Chile proliferaba una cultura del exilio de múltiple expresión, heredera del nivel y amplitud alcanzado en las dos décadas anteriores a 1973, en el interior del país era el teatro el que marcaba el ritmo. Sin ninguna subvención estatal -al revés, se le cargaban los mismos impuestos que a los televisores o al whiski-, las decenas de compañías independientes comenzaron a llegar, y hacer escuela, a los barrios y a los liceos. El método de la creación colectiva hacía funcionar las necesidades de expresión más básicas de las comunidades, cuyo acceso a la cultura terminaba en la última serie de televisión importada de Estados Unidos.

'Renacimiento' cultural

Así, mientras durante una década en Chile era casi imposible encontrar un libro crítico, escuchar a un solo cantante que desafiara al sistema o ver una película disidente, bastaba acudir al teatro para asistir simultáneamente a una crítica descarnada del régimen militar, a un viaje emocional profundo y a un mitin antigubernamental. Clausurada la posibilidad de encuentros políticos abiertos, el teatro vino a reemplazar esa dimensión asamblearia.

Los últimos dos años, merced a la lucha popular que forzó una limitada apertura política 37 cultural en 1983, vieron surgir desde las tinieblas una generación de cantores, poetas, escritores, videastas (autores de películas o documentales en vídeo), pintores y artistas de todo género que, con paso inseguro y ansias libertarias, comenzaron a reescribir el arte y la cultura nacional.

Pero como la cultura no acaba -y ni siquiera empieza- con el arte, aún falta mucho para constatar un renacimiento cultural en el Chile de Pinochet. Los actores más famosos militan en la oposición, pero sus nombres son vetados en las grandes producciones de la televisión y los diarios ya casi no los entrevistan; la educación y la Universidad -en su mayoría con rectores militares- están seriamente vigiladas, y sus estructuras son refractarias al cambio; la televisión, con su tremendo poder simbólico, y la Prensa diaria, cargada de amarillismo y obsecuencia, asumen con verdadera pasión su papel de reproductores del modelo oficial; manifestaciones libertarias de la moda, la música, la sexualidad o de estilos de vida son también reprimidas, y sus adeptos, tratados como extraños peligrosos en un mundo de paredes limpias y sueños dorados.

Salvo algunas embajadas extranjeras y unos pocos centros culturales opositores, reprimidos y desfinanciados, no existen en Chile ámbitos donde se den cita los artistas y los innovadores. El clima general de inseguridad y el agobio opresivo tampoco favorecen la aparición de nuevos movimientos culturales.

El profundo corte social que implicó la irrupción de la dictadura en un país habituado por décadas a un ejercicio imperfecto pero regular de la democracia ha provocado traumas cuya profundidad y extensión aún no se han mensurado.

Porque lo que está en juego no es sólo un determinado nivel y cantidad de obras artísticas, sino la vitalidad creativa y libertaria de un pueblo entero. Y aquello sólo puede comenzar a medirse con la plena democracia.

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