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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

No queda nada de Wilde

Un enorme círculo de una materia brillante y cambiante, una piscina central y en ella una mujer empapada, lasciva, excitando la obsesión senil de Herodes: esto es lo que hay que retener de esta versión de Salomé. Se diría que el decorado -de Ezio Frigerio- está inspirado directamente en lo que dijo Sarah Bernhardt al escuchar la obra: "La palabra debe caer como una perla sobre un disco de cristal".Se ha hablado mucho del idioma de esta obra, de esa palabra que debía caer así. Probablemente Wilde lo escribió en inglés, en un famoso cuaderno que luego desapareció; tradujo después el original al francés -pretendía ser académico de la Francesa-, y es posible que algunas personas desconocidas lo ayudasen. En todo caso, el manuscrito final era y es de una gran belleza. La dificultad del otro idioma depuró los excesos verbales de Wilde: le dieron austeridad, ajuste a la acción.

Salomé

De Oscar Wilde-Terenci Moix. Intérpretes: Nuria Espert, Carlos Lucena, Mayrata O'Wisiedo, Félix Rotaeta, Manuel de Benito, Tony Isbert. Escenografía: Ezio Frigerio. Dirección: Mario Gas. Estreno: Almudena. Madrid, 24 de julio.

No queda nada o apenas algún rasgo. Lo que era un breve poema dramático en un acto, con una mezcla de esprit algo burlón, se convierte en una larga sucesión de chismes de palacio, de situaciones domésticas exageradas y de bromas gruesas, en el castellano de Terenci Moix y una interminable reiteración, que alarga lo que fue una obra maestra y le quita su densidad y su sencillez dramática.

Las palabras no caen como perlas, sino como loza rota en una riña doméstica. Este texto reposa, más que sobre Salomé, sobre Herodes, y el actor Carlos Lucena tiene que decir largos y embrollados textos, convertido en lo que en el teatro español se ha llamado figurón. Entre el adaptador, el director y su propia y notable contribución, Carlos Lucena se convierte en un balbuciente personajote sacado del melodrama, pero sin camino de vuelta. La "voz que clama en el desierto", dicha por Tony Isbert con los dientes apretados, no tiene la grandeza teatral que es fundamental en la obra.

Nuria Espert se pasa de naturalismo infantiloide en sus monólogos, pero no pierde nunca la calidad de su presencia: la escena muda de lo que supone danza y es lujuria calculada multiplica esa magia. Todo lo demás está envuelto en una especie de homosexualidad muy lejana al original.

Oscar Wilde no disimuló la suya: le costó la cárcel, el exilio y probablemente la vida. Pero aquí hizo un drama de pasión entre hombres y mujeres directo y claro: la ambigüedad le va muy mal. Y en todo caso nunca fue una portera.

Estos problemas de actores parten de la concepción global de la obra y les hace menos responsables de sus errores; está mal pensada, mal escrita, mal arreglada. Y estas cosas inevitablemente se notan: las hibridaciones, las incrustaciones, las desviaciones, matan al original. Se puede tener la seguridad de que Terenci Moix podía haber escrito directamente una tragedia, sin pensar en Wilde ni ampararse en él, con bastante más densidad.

El director, Mario Gas, ha conseguido algunos momentos en los que se reconstruye la sofocante angustia de la noche pasional, algunos efectos teatrales violentos y lúcidos. No funcionan la transmigración de la obra entre el género chico y la ópera, los arranques cómicos; y no funciona en ningún momento -salvo en alguno de los monólogos de Nuria Espert- la prosodia, la dicción, la declamación.

Reparto mal hecho

El idioma se rebaja de una manera detestable, en parte por un reparto mal hecho, en parte por una falta de sensibilidad para lo que aquí parece fundamental. Que las perlas y las piedras caigan literalmente sobre el disco de agua de cristal no es más que visualizar una metáfora: las palabras reales, las que se pronuncian, fracasan.El público acogió con un silencio muy respetuoso la representación, aunque no recibió ninguno de los efectos verbales del texto; no se quejó de la habitual opacidad del altavoz y no demostró ningún entusiasmo en los aplausos finales.

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