Torpezas de un gran cineasta

Es Elígeme una película muy interesante y muy irregular. Su autor, Alan Rudolph, es un cineasta de talento, porque su penetración está y se percibe de golpe en la materia de su película y, sobre todo, en el admirable guión, uno de los más sutiles y rigurosos de cuantos han venido últimamente del otro lado del Atlántico. Pero Rudolph es un cineasta en formación, que junto a hallazgos de notable poder incurre en torpezas no menos enérgicas, que también están y se perciben, por quien quiera verlas, en la materia de su filme.Hay en Elígeme tres grandes virtudes y dos gruesos defectos. Las primeras son, ante todo, el aludido guión, que es heredero de la incomparable obra guionística de Joseph L. Mankiewicz, tanto por su compleja estructura -en la que coexisten, entrelazados con maestría, varios focos de interés dramático, lírico y argumental- como por el delicado equilibrio que observa el guionista en la combinación de acciones con diálogos, de tal manera que no hay nunca ni un asomo de ruptura entre unas y otros. De este delicado equilibrio brotan con exquisito sentido de la graduación los admirables dibujos de los personajes, esa su rica y varia identidad, que llena de vida y de aroma de muerte su pequeña, triste y honda historia.

Otra virtud mayor de Elígeme es el enrarecido y al mismo tiempo cristalino clima moral -creado por la intensa fisicidad de las imágenes y una casi invisible vuelta de tuerca poética a estas- que envuelve como una niebla transparente a la narración. Rudolph proporciona a su película el sabor genuino de la profundidad. Rudolph es de esa clase noble de creadores de cine que sabe emplear la ficción como arma de conocimiento. Sus personajes viven, se modifican, duran, se trasladan anímicamente. Narra hechos y situaciones, pero a través de ellos alcanza a expresar mutaciones humanas, una palabra mayor.

La tercera gran virtud del filme es su admirable banda sonora, y en especial el hermoso uso que hace Rudolph de las canciones de Pendergrass, que llegan a convertirse en parte inseparable del poema: no lo ilustran, se funden orgánicamente en él.

El capítulo de los errores de Elígeme tiene no menos envergadura que el de aciertos. Hay en el filme dos aspectos a mi juicio frustrados. Uno es la interpretación, que oscila desde la perfección de Genevieve Bujold a la sobreactuación -resultona, marrullera y destinada a engañar con un baño de brillantez al público- de Keith Carradine, pasando por muchos altibajos que van desde pequeñas joyas gestuales de otros intérpretes -cruces de miradas de Lesley Ann Warren en la admirable secuencia inicial- a pobres simulaciones de actuación, como las de Patrick Buchau y la actriz mestiza que interpreta a su esposa. La chirriante irregularidad de las actuaciones indica que la dirección de actores es titubeante, carece de homogeneidad.

El otro defecto grave es de puesta en escena. Esta es siempre inferior al guión y a veces tan inferior que hay que deducir que la soltura del escritor Rudolph no está todavía incardinada en el cineasta Rudolph. Hay escenas de alto valor funcional -el encuentro y súbito amor entre Carradine y Bujold- que están literalmente mal rodadas, pues no sólo contienen torpezas de estilo, sino a veces pésimos encuadres. En la citada escena, que gravita enteramente sobre la respuesta interior de Bujold a la seducción de Carradine, a la actriz apenas se le ve la cara a causa de un encuadre en suave contrapicado que es de aficionado. Y una clave poética del relato se pierde porque el director no ha sabido dominar un espacio óptico.