Sobre la modernización de España
El desenlace, inesperado en algunos aspectos, de la crisis del Gobierno corre el riesgo de centrar la atención pública en diversas explicaciones y anécdotas que postergan otro tipo de análisis sobre las condiciones más generales y estables de la vida política.Algunos juicios excesivamente dramáticos sobre las consecuencias de la crisis tienden, en efecto, a pasar por alto que uno de los rasgos más llamativos de la situación política española es la existencia, desde 1982, de un apoyo social estable al Gobierno socialista. Si las encuestas sobre intención de voto no mienten, estaríamos ante la paradoja de estos años: el PSOE volvería a las Cortes con una mayoría absoluta de diputados y senadores, a pesar de un clima de continua crítica periodística, de una cierta impopularidad por determinadas medidas de gobierno y -dicho con absoluta claridad- por el evidente incumplimiento de algunas promesas electorales que constituyeron aspectos centrales de la campaña electoral de octubre de 1982. La disyuntiva sólo puede ser ésta: o bien los electores son unos irresponsables, o bien son capaces de vislumbrar, tras las dificultades del Gobierno socialista, un proyecto en marcha con el que se identifican o al que están dispuestos por lo menos a conceder un margen de positiva confianza. Si aceptamos, como es obligado, esta segunda posibilidad, habría que pensar que la capacidad de comprensión de amplios sectores de la sociedad española les permite ver más allá de los borrones que marcan la escritura día a día del Gobierno, un proyecto nacional de progreso y solidaridad que sólo puede llevar a buen término el partido socialista.
¿UNA POLÍTICA INDECISA?
Lo inmediato es preguntar qué puede ver esa mayoría de electores tras una política social acusada de recortar las pensiones; tras una política económica a la que se tacha de derechista; tras una política exterior supuestamente claudicante ante presiones norteamericanas; tras una política de orden público que tendría el raro mérito de ser a la vez, según la posición ideológica que adopte el crítico, autoritaria y negligente. Qué ven, en fin, los españoles tras una dirección política a la que se presenta indecisa ante el gran reto de la reforma del Estado.
La razón de que un amplio número de españoles siga confiando en el partido socialista reside quizá, ante todo, en la percepción de que una parte de los retrasos o carencias en el cumplimiento de su programa se deba a la magnitud de sus dificultades intrínsecas, indudablemente minusvaloradas -y ahí estaría plenamente justificada la crítica- en los análisis iniciales que sirvieron de base al proyecto socialista. A esta primera razón habría que añadir la positiva confianza en que el PSOE y su Gobierno proponen el proyecto que recoge gran parte de las aspiraciones colectivas de nuestra sociedad y ofrece la maquinaria política capaz de llevar a la práctica, por su ideología y su organización -y pese a las notorias deficiencias provocadas por un vertiginoso crecimiento-, la aspiración histórica de los españoles: regenerar el Estado para modernizar la sociedad.
Esa vieja aspiración moral que puede convertirse hoy por vez primera en verdadero proyecto político, después de haber presenciado el fracaso reformador de los años treinta y las devastadoras consecuencias de la guerra civil, entraña tareas próximas y a la vez lejanas de las inquietudes morales y estéticas que movilizaron a los de 1898. No es posible a estas alturas acariciar ningún sueño de hegemonía, aunque es más urgente que nunca pensar en la modernización de España, llenando esta palabra de la plenitud de sus significados políticos y sociales. Modernizar es hoy profundizar y consolidar la democracia, reformar el Estado, romper nuestro secular corporativismo, recuperar la distancia perdida durante nuestra decadencia en los terrenos industrial, científico y tecnológico, y poner fin a nuestro aislamiento internacional.
La tarea es, si cabe, más excitante porque el hondo sustrato de la sociedad española actual es ya asombrosamente moderno. En sólo 10 años la boba pacatería, el provincianismo y el atraso cultural de la dictadura se han convertido en un mal recuerdo. Naturalmente, hay una gran tarea pendiente de profundización, pero bajo la epidermis de las polémicas sobre la posmodernidad y tras el simple rejuvenecimiento de la vida cultural hay un hecho sustancial: una sociedad libre en la que proliferan las más diversas e inclasificables iniciativas culturales; una sociedad que se permite todas las formas de creatividad, sin escándalo, sin mimetismo ni envidia.
Si la sociedad se ha movido, el Estado parece a algunos críticos inmovilizado en su pereza secular, pero sólo desde un apresuramiento excesivamente voluntarista se puede afirmar que el actual Gobierno no se ha atrevido a tocar al Estado. Lo que el Gobierno intenta hacer, con éxito desde luego discutible y ciertamente distinto según los sectores, es modernizar el aparato del Estado sin saltos en el vacío y sin provocar fracturas. Es preciso admitir que hay terrenos, como el de las fuerzas de seguridad, en los que queda mucho por avanzar; pero sería injusto negar que están en marcha procesos profundos de modernización de las fuerzas armadas, del poder judicial, de los servicios de educación y salud, por no hablar del mastodóntico sector público de nuestra economía, a la vez que progresa la cristalización del modelo de Estado de las autonomías, que tantas innovaciones entraña para la vieja Administración española. Criticar las insuficiencias en cualquiera de estos terrenos exige valorar la fuerza de los obstáculos que se oponen a la reforma, denunciarlos y proponer medidas más eficaces.
La cuestión fundamental no es ya la herencia de la dictadura en lo que respecta a las inercias burocráticas o autoritarias de los aparatos de Estado, pues éstas son resolubles gradualmente y en algún caso han conocido ya cambios sustanciales: convendría subrayar de cuando en cuando que el fantasma del golpismo no es hoy la principal preocupación de los españoles y que éste no ha desaparecido por arte de birlibirloque. La cuestión que más nos afecta ahora no viene del pasado, sino del presente: de las condiciones de viabilidad del proyecto global de modernización.
Y ello por dos razones. En primer lugar, la situación de la economía mundial, y sus repercusiones en España, se está utilizando para subrayar los aspectos negativos del proceso de modernización: el crecimiento del paro frente a la promesa de crear nuevos puestos de trabajo; la perspectiva de que las actuales cifras de población desocupada, aunque dejen de crecer, se mantengan durante un incierto futuro; la previsible dependencia de la economía internacional que supone cualquier intento de innovación tecnológica; la aceptación, por tanto, de que todo proyecto de modernizar económica y tecnológicamente a España implica a la vez la subordinación a realidades que exceden nuestra propia economía y la supeditación a la viabilidad de una economía internacional sin cuyo impulso nuestra economía no podrá despegar.
En segundo lugar, nuestro proyecto de modernización se juzga en ocasiones como mera claudicación a la lógica de la hegemonía norteamericana en un sentido específicamente militar y político, además de económico. Se supone que la decisión de permanecer en la Alianza Atlántica, pese a habernos opuesto en su momento a la de entrar en ella, implica un sometimiento al poderío norteamericano, cuyo precio sería la pérdida de iniciativa en política exterior, la subordinación y colonización en el terreno económico, la satelización, en suma.
LA NUEVA GUERRA FRÍA
Se uniría así la imagen de una reconversión industrial destructora de empleo y la de una creciente dependencia frente a las economías avanzadas con la del sometimiento político y militar ante el imperio americano, lanzado, para colmo, a un plan expansivo de nueva guerra fría y desarrollo de armamentos y a un proyecto hegemónico de enfrentamiento con el Tercer Mundo y sometimiento de los díscolos aliados europeos.
Siendo así las cosas, ¿por qué siguen manifestando tantos españoles su intención de votar al PSOE? La explicación más probable radicaría en la mayoritaria convicción de que esa denostada imagen tal vez no concuerda con la realidad y que, más allá de esos negros augurios, se puede entrever otro proyecto para España que la mayoría social considera factible y deseable, y cuyo impulsor, en la actual circunstancia histórica, no puede ser otro que un Gobierno socialista.
La persistencia de una fuerte intención de voto a favor del PSOE -pese a las evidentes objeciones surgidas en la primera parte de este artículo- significaría que para muchos españoles esa imagen crítica no responde exactamente a la realidad. Que la inevitable integración de nuestra economía mundial no entraña una mera subordinación ni una fatalista destrucción de puestos de trabajo, sino la vía forzosa para superar la crisis y crear nuevas condiciones estructurales que posibiliten una mejor distribución del trabajo. El proyecto socialista no sería para ellos el sometimiento claudicante a las consignas de nueva guerra fría del presidente Reagan ni la entrada en la lógica del rearme y el restablecimiento de la hegemonía norteamericana, sino la voluntad activa de potenciar la autonomía europea, reequilibrar la Alianza Atlántica e impulsar de nuevo la distensión. Bajo las tan denostadas apariencias de la gestión del Gobierno socialista es posible que una mayoría de españoles perciba la decidida voluntad de salir de la crisis y entrar reforzados en un nuevo tipo de relaciones internacionales.
Primera paradoja: según encuestas publicadas, los trabajadores inmediatamente afectados por la jubilación no se sienten amenazados en su mayoría por el proyecto que la Prensa y la oposición (PCE y AP) presentan como puro recorte de pensiones. Puede suceder que, por ser los afectados, conozcan mejor los términos reales en los que se plantea el problema y que sólo significan un endurecimiento en los requisitos para acceder a la pensión -que apenas afecta a los verdaderos trabajadores- y una reducción inicial rápidamente compensada por la indiciación respecto al coste de la vida.
Así, pues, en lo que respecta a la Seguridad Social, a los servicios que más inmediatamente afectan a los trabajadores sólo puede hablarse de racionalización, que a medio plazo únicamente afectará a falsos trabajadores o a esos parientes de trabajadores reales que se han venido beneficiando tradicionalmente de un sistema no subvencionado por su trabajo. Se trata ciertamente, de un problema adicional para las familias trabajadoras, pero es preciso conseguir que quienes se beneficien de la Seguridad Social sean quienes contribuyan, realmente también, a su mantenimiento. La alternativa sería la posible quiebra del sistema, y seguramente muy pocos trabajadores piensan que el Estado deba garantizar la sopa boba a cualquiera que se pretenda con derecho a pensión aún sin haber trabajado o cotizado el tiempo suficiente. Todos conocemos sobrados ejemplos.
Segunda paradoja: respecto a la reconversión y a la destrucción de empleo, la oposición reprocha al Gobierno que trate de hacer ordenada y sistemáticamente lo que en todo caso la lógica de la economía mundial le obligaría a hacer de forma caótica y salvaje. Dicho de otro modo: la oposición reprocha al Gobierno socialista que lleve a cabo de la mejor y menos costosa manera lo inevitable. Pues si otros países pueden ofrecer en el mercado mundial, y en condiciones más favorables, los mismos bienes que nosotros producimos, no cabe entonces más que negociar los términos de la reconversión de los sectores afectados. Carece de sentido hacer planes para producir todos los barcos del mundo cuando Corea puede fabricar cualquier barco a precios inferiores a los nuestros.
Partiendo de estas realidades tan claramente negativas, ¿qué espacio queda para una estrategia positiva? ¿Tiene sentido hablar de modernización y regeneración de España? Pues sí que lo tiene. Los evidentes sacrificios sociales de la reconversión industrial y del reajuste de la economía en general y de la Seguridad Social pretenden hacer viable la economía global de este país. No se trata de sustraer ingresos a los jubilados para invertir en armamento, ni de destruir puestos de trabajo a la mayor gloria de las industrias extranjeras, sino de crear la posibilidad de que surjan en España puestos de trabajo en aquellos sectores capaces de sobrevivir a la competencia internacional de tal manera que la totalidad de los trabajadores españoles pueda retirarse con un ingreso garantizado frente a la inflación. Se trata, en resumidas cuentas, de asegurar que la industria y los servicios sociales de nuestro país tengan garantías de futuro y no vayan a la quiebra.
Y se trata de asegurarlo en Europa. Éste es uno de los puntos fundamentales de nuestro proyecto. El Gobierno socialista ha optado por Europa, por el centro del sistema económico mundial, pero sin aceptar una inmediata dependencia de Estados Unidos, lo que resulta, a la vez difícil de aceptar y fácil de criticar. Es sencillo decir que la aceptación de la lógica del desarrollo económico equivale a aceptar la lógica capitalista. Es duro creer que sea posible una vía de desarrollo que permita eludir la hegemonía norteamericana.
Tal es, sin embargo, el sueño europeo. Una Europa unida, capaz de apostar por el desarrollo sin abandonar las reglas de juego del Estado de bienestar, de los servicios sociales, de la estrategia que conduce al creciente control social de las inversiones y del consumo. El proyecto de una Europa unida en un proceso dinámico de avance democrático y técnico es el contenido actual del socialismo en un sistema mundial en el que nadie cree ya posible sustituir al mercado -sino simplemente complementarlo con mecanismos de planificación- a la hora de asignar los recursos disponibles. Si una economía europea integrada no es capaz de rivalizar con el capitalismo salvaje que preconiza Reagan, nadie lo hará, al menos en 20 años.
¿Qué significa la Alianza Atlántica en este contexto? ¿El puro instrumento de Estados Unidos que a menudo se nos quiere presentar? No es nada evidente que así sea. La Alianza nació de la necesidad de defensa sentida por las democracias europeas frente al régimen soviético, que por la fuerza de las armas imponía su dictadura en los países del centro-este europeo. Dada la debilidad militar y económica de la Europa democrática en aquella coyuntura, la Alianza Atlántica tenía que reflejar inevitablemente la hegemonía norteamericana. Pero ahora las cosas son más complejas. Europa Occidental se ha recuperado y puede exigir una nueva relación con su aliado americano. Por otra parte, la economía mundial se desplaza hacia el Pacífico, lo que supone que la Alianza Atlántica, aún viva como defensa frente al indudable poderío militar soviético y del Pacto de Varsovia, está condenada a replantearse su papel.
UN MECANISMO DE UNIDAD EUROPEA
Los estrategas norteamericanos, con Kissinger a la cabeza, son muy conscientes de que la lógica de la historia -de su historia- va hacia el Oriente, hacia el Pacífico. La vieja OTAN perderá cada vez más su sentido político como instrumento de la hegemonía norteamericana. Más aún, cada vez podrá contar en menor medida con la financiación de Estados Unidos y con el interés prioritario de la metrópoli mundial.
Es hora de pensar en la Alianza Atlántica como mecanismo de unidad europea en el momento de negociar con Washington, para luego, como es obvio, negociar con Moscú las condiciones globales de la distensión y del desarme. Cuando Europa puede convertirse en un jugador nada subalterno es precisamente cuando España debe ver en Europa su alternativa para jugar a favor de la distensión y del entendimiento mundial. Precisamente ahora pueden darse las condiciones para que nuestra integración en la Europa económica sea a la vez un camino para la independencia entre los bloques, el apoyo al desarme y una estrategia de paz. Tales objetivos no pueden lograrse sólo por la presión de la sociedad o de los movimientos pacifistas, sino que exigen una actividad diplomática, una política internacional de Estado, que España puede y debe desarrollar en el marco de la Comunidad Europea, de la Alianza Atlántica, de otros organismos internacionales, así como en las relaciones bilaterales o regionales.
En suma, quizá esos votantes socialistas que, pese a la Prensa, pese a los incumplimientos e incidentes diarios, pese a todo, siguen apostando por el PSOE, simplemente han comprendido que el proyecto socialista consiste en crear una economía española con futuro, convertir a España en un país respetado entre sus iguales y hacerlo en un clima de distensión y pacificación mundial. Puede que esos tenaces partidarios del voto socialista no sean entonces quienes menos leen los periódicos, sino quienes más capaces son de ver, por puro sentido común, las metas últimas del proyecto de modernización más allá de los avatares cotidianos.
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