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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Nuestra salud

EL PROYECTO de la ley general de Sanidad (LGS), que superó la enmienda a la totalidad en un reciente Pleno del Congreso, se fue alejando progresivamente de los presupuestos electorales del PSOE en materia de salud a medida que se sucedían los borradores de su texto. Rechazado desde el primer momento por Alianza Popular y por las organizaciones médicas de sesgo corporativista, las concesiones hechas por el ministro de Sanidad a los intereses conservadores apenas han mitigado la virulencia de esas críticas iniciales. Y si las modificaciones introducidas en su articulado para complacer a la derecha han merecido sólo su desprecio, esa rectificación a la baja ha irritado a las centrales sindicales y grupos profesionales que habían acogido favorablemente el primitivo proyecto. El resultado es que Comisiones Obreras (CCOO), la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública (FADSP), el Sindicato Galego de Sanidad y la Unión General de Trabajadores (UGT) han retirado su respaldo a un proyecto de ley que ha ingresado en el Parlamento sin mas apoyo que el prestado por el Gobierno y la dirección del PSOE.Una de las estrategias de la oposición durante esta legislatura ha sido invocar la legitimidad constitucional, los intereses creados o de la necesidad del consenso para denunciar los proyectos de ley que se propusieran dar cumplimiento a los compromisos electorales del PSOE. Ignorando quizá que el Gobierno de Felipe González había recibido en las urnas el respaldo de 10 millones de votos para aplicar un plan de reformas, la oposición conservadora ha intentado convencer a la opinión pública de que los socialistas deberían legislar, no según sus criterios, sino de acuerdo con las instrucciones de la derecha. El Gobierno, sensibilizado ante la presión de los grupos de interés organizados de los que Alianza Popular se convirtió en portavoz parlamentario, ha recortado en ocasiones sus ambiciones iniciales, y ha tratado de negociar una retirada honorable. Pero, tal y como ha sucedido ahora con la ley de Sanidad, las concesiones hechas por el Gobierno han resultado insuficientes para sus adversarios y le han sustraído, al tiempo, el apoyo de sus bases electorales.

Aunque se sostenga que la regulación de la sanidad deba ser objeto de una "ley de Estado", pactada entre los distintos intereses en juego, resulta muy dudoso que un auténtico cambio en ese terreno pueda abrirse paso con los aplausos de todos y cada uno de los grupos afectados. Por lo demás, no es cierto que la creación de un servicio nacional de salud resulte lesiva para todos los profesionales del sector. Al menos un tercio de los médicos españoles estaba a favor de una reforma según las líneas esbozadas en el programa electoral del PSOE. Y otros muchos médicos, dispuestos a seguir una carrera profesional en el sector público, hubieran aceptado ese modelo si el Gobierno hubiera explicado suficientemente el alcance y el propósito de sus planes. Resulta dudosa la afirmación del ministro Lluch de que el proyecto ha sido suavizado para no lesionar a los médicos; sólo una minoría, con fuertes intereses en el sector privado, se hubieran visto perjudicados por un proyecto público ambicioso.

Pero sucede también que las prioridades del Gobierno en materia de inversiones económicas no van por el sector de la salud, ya que, de otra manera, sería difícil explicar el modelo de financiación adoptado. La decisión de descargar sobre la Seguridad Social el grueso del soporte económico de la reforma sanitaria parece abocarla al fracaso. La LGS pierde además su sentido solidario al distinguir entre los niveles de renta de los ciudadanos con derecho al acceso al sistema. De esta forma, el anunciado cambio se convierte en una ficción, que respeta las líneas fundamentales recibidas del pasado: un sistema mutualista, costeado por fondos del salario diferido y, en bastante menor medida, con el aporte benéfico de las instituciones públicas. Y, sin embargo, una ley de Sanidad beneficiosa para la mayoría de los ciudadanos hubiera compensado política y socialmente el esfuerzo económico necesario para llevarla adelante.

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Junto a la aportación económica de la Seguridad Social -el montante más sustancial- y la contribución del Estado, la ley abre también la posibilidad -totalmente nueva respecto al proyecto inicial- de "tasas por la prestación de determinados servicios". Queda así despejado el camino para el cobro de cualesquiera tipos de prestaciones en el desarrollo posterior de la ley. La financiación de los servicios sanitarios por medio de tasas implica que algunos enfermos se verán obligados a mayores aportaciones económicas o a prescindir -si carecen de los recursos suficientes- de determinadas prestaciones. El resultado será la discriminación económica en el acceso a las atenciones sanitarias. De aprobarse el proyecto de ley en estos términos, el principio de la universalidad de la atención médica se vería seriamente lesionado.

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