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La realidad y las palabras

Ya les va tocando a los poetas de la generación del cincuenta hacer de maestros y sufrir las consecuencias -tan gozosas a veces como este Premio Príncipe de Asturias para Ángel González- de ir siendo los mayores.Di algo tenía que haber servido atravesar más de 30 años de historia y de literatura españolas -para ellos, necesariamente tan próximas las dos cosas-, sufrir las consecuencias de la adaptación de la escritura propia a una realidad que no acababa de cambiar y que sólo ha salvado a quienes, respetando la literatura, se respetaron también a sí mismos. Sin esperanza, con convencimiento, como reza un título perfecto del propio Ángel González.

La obra del último premio Príncipe de Asturias -como la de los mejores nombres de su propia generación- ha crecido en profundidad al mismo tiempo que ha arrojado el lastre de lo más inmediato. Se ha hecho más compleja -aun siendo el autor de Tratado de urbanismo uno de los escritores de su edad con mayor afán por ser siempre bien entendido- a través de una decantación cada vez más rigurosa de su muy peculiar y a veces aceradísima ironía o de la gravedad elegiaca que siempre le caracterizó. Tales aspectos no son en González nada antagónicos, pues nacen de una expresión que tiene en la naturalidad, incluso en el artificio buscado y conseguido, una de sus fuentes.

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Claridad diáfana

En los propios títulos de los libros, o de los capítulos de los libros, o de los poemas, de Ángel González está encerrada con claridad a veces diáfana la intención del poeta que los inventó, como si no pudiese hacerle trampas al lector, darle lo que no le anuncia, como si el poeta o su lenguaje no pudieran ser nunca esos engañadores que tratan de imaginar las cosas como no son o como no parecen.

Ese Áspero mundo -ya de 1956- con sus muertes y sus capitales de provincia, pero también con pájaros y lluvia, o la esperanza convertida en convencimiento -"eso que esperamos aún, todavía, siempre"-, o aquel Grado elemental con sus lecciones de cosas o sus nostalgias, esos libros que confluyen en una Muestra de algunos procedimientos narrativos, ejemplo más bien feroz de cómo se le puede dar todavía alguna vuelta más a la tuerca de la realidad, y de la expresión, y de la historia.

Leer ahora a Ángel González, a quien tan junto anduvo del tiempo que le ha tocado vivir, es revisar una actitud ante lo que fue un presente precario, pero también es recibir una lección de cómo el tiempo no borra aquello que siempre quiso seguir siendo sin tener que parecerse demasiado a sí mismo.

Porque la obra de Ángel González es, en definitiva, un rastreo de obsesiones que, si surgen muy al hilo de la circunstancia civil, se formalizan -y eso es lo admirable en él-, con una exigencia cada vez mayor, a través de esa mirada rigurosa que suele crecer cuando uno se va haciendo algo más escéptico y comienza a tener claro que, por encima de todo, la escritura no es nada más y nada menos que -y González tituló así toda su poesía- palabra sobre palabra.

Actitud ejemplar

Actitud ejemplar, pues, frente a la realidad vista, pero no menos ejemplar deseo de que el poema hable por sí mismo.

Ángel González es, así, un arquetipo de la actitud de una generación que quiso explicarse la realidad y acabó por explicar su propio estilo.

Como si empezando por la geografía hubiera acabado por eso que Juan Ramón Jiménez -otra referencia de nuestro poeta- llamó la épica estética. Eso que ganaron ellos y eso que ahora ganamos todos.

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