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Un día que sería agradable olvidar

El 8 de mayo de 1660 se restauró la monarquía británica. El 8 de mayo de 1811 el duque de Wellington derrotó a los franceses en Fuentes de Oñoro. El 8 de mayo de 1921 se abolió la pena de muerte en Suecia. El 8 de mayo de todos los años es la fiesta de Wiro, Elechelm y Otger, quienquiera que fueran. A veces me olvido que el 8 de mayo de 1945 fue el Día de la Victoria en Europa.Me emborraché la noche anterior como adelanto de las celebraciones. Cuando me desperté, muy tarde y muy borracho, un galés llamado Ben Thomas me estaba echando el humo encima y me dijo: "Toda la jodida Europa está liberada menos tú, jodido". Era un brigada de regimiento y yo era un subteniente. Estábamos en el cuartel de Moorish Castle, en Gibraltar, donde llevábamos más de dos años dispuestos a impedir que los alemanes entraran desde España, con permiso del general Franco, y se apoderasen del Peñón. Los alemanes no entraron nunca y ya era demasiado tarde. El general Franco había jugado limpio y se había mantenido neutral, mostrándose en todo momento como un caballero cristiano. En cierto sentido habíamos estado perdiendo el tiempo.

Era demasiado tarde para los alemanes y demasiado tarde para desayunar en el comedor de sargentos. Ben Thomas y yo descendimos echando chispas con las botas por la empinada cuesta de Moorish Castle a Casemates, donde tomamos una taza de té y un pastel en un café que regentaba una matrona española de grandes bigotes. El café se llamaba Trianón y estaba bastante sucio. Los rudos soldados, ya borrachos, nos abucheaban porque ya habían perdido el temor a nuestro grado. Les prometimos un envío inmediato al misterioso Oriente para que combatieran con los nipones. La guerra, como decía Ben Thomas, no había acabado aún.

No, no había acabado. La alegría nos parecía un poco prematura a quienes, teníamos una visión de las cosas que excedía el marco de Europa. No sabíamos qué horrores estaba peparando la física nuclear aplicada y suponíamos que los japoneses lucharían hasta la muerte del último kamikaze. Una vez concluida la guerra en Europa estábamos disponibles para la lucha en la jungla y para morir de beriberi en Changi o en alguna otra parte. Temíamos a los hombrecitos amarillos; los alemanes, aunque nazis, eran al menos blancos. Nos marchamos del Trianón a emborracharnos en el comedor de suboficiales de la guarnición.

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Allí había una extraordinaria representación de diversos especialistas, todos ya borrachos: un maestro artillero, el tambor mayor del primer regimiento de Dorset, un sargento de zapadores con barba (el único rango del ejército que no tenía que afeitarse), el triste comediante del grupo de conciertos de la guarnición, el director de la Rock Magazine, un sargento de ingenieros irlandés que luchaba contra los leprechauns, los duendes míticos de su tierra. Todos ellos estaban embebiendo una preocupación palpable, sobre todo los regulares: habían ascendido de rango con la guerra; ahora, con la paz, tendrían que descender a su anterior rango, Había un plan de licenciamientos basado en una combinación de edad y fecha de incorporación al ejército: las tropas irían regresando poco a poco a la vida civil para no inundar el mercado de trabajo. Yo había calculado que participaría de ese goteo en mayo de 1946 (mis cálculos resultaron exactos). Otro año más en el que sólo combatiría japoneses. Tomemos otra copa.

Tenía 28 años. Había ingresado en el ejército a los 22. Cuando me licenciara tendría 29 o quizá más. ¿No nos estaba ya advirtiendo Winston Churchill de la necesidad de mantener un gran ejército europeo para hacer frente a la amenaza soviética? Winston Churchill no era nada popular entre los llamados a filas; a los regulares, como era natural, les gustaba la idea de un gran ejército, no importaba dónde estuviera el enemigo. Lo que yo intentaba olvidar con la bebida era el conocimiento de que había perdido casi una. década de mi vida. No había aprendido nada, excepto a leer órdenes del día y a hacer lo menos posible. ¿Qué iba a hacer en la vida real, donde la gente trabajaba para ganarse la vida e incluso donde existía la posibilidad de ser despedido? Tomemos otra copa.

Hay veces en las que se bebe para estar más sobrio. Esto fue lo que nos sucedió a Ben Thomas y a mí el Día de la Victoria en Europa en los jardines de la Alameda, donde se habían instalado unas tiendas con cerveza y había peleas porque se estaban empezando a acabar los barriles. Ben Thomas empezó a tener visiones. Veía a todos los muertos en Europa desfilar al ritmo del Cwm Rhondda hacia una hoguera. El predicador reprimido que llevaba dentro empezó a exteriorizarse y aseguraba a todos los borrachos que irían al infierno; ¿acaso no olían el hedor de la conflagración permanente que se

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estaba cociendo bajo sus botas? Decidí marcharme de la liberada Europa a visitar la España fascista.

No tuve ningún problema para entrar en España. Una de mis tareas había consistido en vestirme de civil para espiar la entrega de dinero británico a agentes enemigos. Me vestí de civil, pero me di cuenta que no tenía pesetas. Había un oficial por el que sentía una especial antipatía. Sabía que tenía en su habitación gran cantidad de relojes de contrabando. Forcé el cajón de su mesa (de una madera barata bastante astillada) y le robé cuatro relojes. Tenía muchos más; no los echaría en falta. Cambié los relojes por un puñado de pesetas a un camarero de Main Street, conocido por el apodo de El Burro. Luego me encaminé a la frontera, entregué el obligado regalo de dos paquetes de racionamiento (Orwelll rememoraría esos cigarrillos en 1984) de cigarrillos Victoria a los guardias españoles, mal afeitados, y entré en La Línea. Aquí no se celebraba el Día de la Victoria en Europa.

Me quité de encima a las putas, viudas de guerra principalmente, o esposas de los presos políticos, y recorrí solo y triste bar tras bar. Luego empecé a beber con menos tristeza. Invité a un trago a un miembro de la Guardia Civil. Me rechazó la invitación.

Me ofendí y le dije en un andaluz impecable: "Desprecia mi hospitalidad porque pertenezco a las fuerzas que, sin hacer nada en mi caso, han derrotado a las fuerzas del fascismo italiano y alemán, dejando solo a un apestoso caudillo al que seguramente sólo vosotros en toda Europa adoráis. Ya le llega la hora, fíjate lo que digo". El policía tocó su silbato y aparecieron dos más. Me llevaron a una celda española. Allí estuve tres días.

Las celdas españolas eran bastante sucias en aquella época, llenas de vómitos y apestando a orines españoles, más aromáticos que la variedad británica. No parecía haber ningún servicio de comidas, pero compartía la celda con un andaluz de edad media que, cualquiera que fuera su delito, le caía bien a la policía, que le permitía a su hija traerle chorizo, queso, un pan más duro que un ladrillo y vino tinto. Todo esto lo compartía conmigo y me enseñaba canciones de flamenco como Mi esposa me ha abandonado. Viva la alegría. Al cabo de tres días Ben Thomas consiguió llegar hasta mí. Me señaló la ironía que suponía celebrar la muerte del fascismo en una cárcel fascista.

Logré salir arguyendo que el guardia civil había malinterpretado mi mal español. Dije también que había intentado escaparme de la celebración del Día de la Victoria en Europa, que, indiscretamente, festejaba la caída de un caudillo hermano y que quería beber en España en recuerdo de una gran victoria angloespañola sobre el ejército penínsular de Napoleón, el 8 de mayo de 1811, en Fuentes de Oñoro.

Cuando regresé a Gibraltar tuve problemas: tres días de ausencia sin permiso en territorio extranjero. De esta forma supe que a pesar del Día de la Victoria en Europa la guerra no había concluido todavía. O, para decirlo de otra manera, que yo estaba todavía en el ejército.

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