La vida desmesurada de Frida Kahlo
Frida Kahlo (1910-1954) fue hija de un excelente fotógrafo alemán de arquitectura y de una mexicana. De niña parece que recibió una severa educación germánica, y quienes la conocieron entonces llegan a decir que se vestía de muchacho; en una palabra, que era lo que en francés se dice con mucho tacto un garçon manqué. A los 16 años, viajando en tranvía en la ciudad de México, Frida sufrió un horroroso accidente que la iba a dejar disminuida toda su vida como semiparalítica: el resto de esa breve vida lo pasaría o en la cama o en un sillón de ruedas. Ella lo dice mejor que nadie: "Como era joven, esta desgracia no tomó entonces rasgos trágicos; sentía energías suficientes para hacer cualquier cosa en lugar de estudiar para médico. Y sin darme cuenta comencé a pintar".El hecho de pintar desde su adolescencia la acercó a Diego Rivera, y cuenta la leyenda que entre las otras estudiantes anuncié -gesto muy suyo- que se iba a casar con el ya famoso muralista. Y así fue, puesto que en 1928. se salía con la suya y más tarde viajaba con el pintor a Europa, vinculándose al grupo superrealista en París, espe,cialmente. con el artista vienés Wolfgang, Paalen y su mujer, francesa, Alice Rahon, ambos pintores de esa tendencia, que se refugiarían después en México.
No conozco los detalles que están en el libro de la norteamericana Hayden Herrera, que por ahora existe sólo en inglés. En vida tan desmesurada como la de Frida Kahlo, no puedo ni siquiera imaginar cómo una muchacha de 18 años, tullida, podía vivir cerca de un hombre ya célebre y arbitrario, también él a su manera. Puesto que ella misma escribía muy bien, le dejo otra vez la palabra: "No será esto un relato autobiográfico", dice en una ocasión. "Considero más sincero escribir solamente sobre el Diego que yo creo haber conocido un poco en estos 20 años en que he vivido cerca de él. No hablaré de Diego como de mi esposo, porque sería ridículo; Diego no ha sido jamás ni será esposo de nadie. Tampoco como de un amante, porque él abarca mucho más allá de las limitaciones sexuales, y si hablara de él como un hijo no haría sino escribir o pintar mi propia emoción, casi mi autorretrato, no el de Diego".
En 1947 tuve la oportunidad de estrechar la regordeta mano de Rivera mientras pintaba Sueño de una tarde, dominical en la Alameda Central, en el hotel del Prado. Forzando un poco la cosa hubiera podido llegar hasta Frida Kahlo, recluida en su soberbia casa de Coyoacán, hoy su museo. No lo hice, y 30 años más tarde me encontré un día recibiendo en Tejas los cajones proyenientes de Chicago que conteman la mayor parte de su obra.
Dos pintoras
Apenas desembaladas esas telas comprendí lo que no había leído en los libros: Frida KahIo eran dos pintoras en una. Y decidí -nunca sabré si hice bien- separar los cuadros en dos grupos diferentes: en tamaño y, sobre todo, en técnica e intención. Ida Rodríguez Prampolini califica a los cuadritos pequeños de exvotos, y a fe que hacen pensaren ellos por su ingenuidad y por su calidad de documento. Son fundamentalmente autobiográficos, y, para resumir, diremos que en comparación de los retratos, estas escenitas de predella están mal pintadas. Se refieren, más que nada, a las numerosas y terribles operaciones a las que debió someterse, una y otra vez, en Estados Unidos; a la pérdida del hijo que pudo tener con Diego Rivera. O sea, que son documentos patéticos en donde la sangre desempeña un papel preponderante. Reconozco, sin crueldad, que esas pequeñas telas presentadas solas y sin el contexto de su otra pintura en escala mayor difícilmente atraerían el ojo del espectador distraído.
Lo raro, por no decir lo extraordinario, es que en sus retratos de tamaño natural -incluso los suyos propios-, la acción pictórica se desarrolla de manera totalmente distinta. En ellos Frida domina su expresión, -que entonces no resulta ni aproximada ni temblorosa. Por el contrario, en su galería de personas todo queda fijado con una línea dura, un empaque que le hace pensar a Raquel Tibol -otra destacada crítica mexicana- en algunos retratos que se pintaban en Jalisco en el siglo XIX.
En esos rostros frontales cada línea queda detallada implacablemente. Cuándo se toma de modelo en el espejo, sus propios rasgos van registrados con dureza: sus cejas de golondrina, su soberbio vestido de tehuana, su pelo negro tirado hacia atrás y peinado en dos gruesas trenzas, que a veces entreteje con lanas de colores como hacían las indias.
No sólo se retrata a ella; ve también -sabe ver- a los demás, empezando por Rivera, y es capaz de inmovilizarlos en el tiempo. Hay algo de herencia paterna en estas fotografías subjetivas que pinta Frida, muchas veces con fondo de hojas carnosas, ellas también recorridas por venas, por arterias, por nervios. La sangre -su sangre o todas las sangres- ocupa un lugar central en su fabulación.
Brillo de la ausencia
Brillará por su ausencia en esta exposición el gran cuadro -de tamaño y calidad- que se llama sintomáticamente Las dos Fridas (1939), porque, según los expertos, es muy frágil y podría sufrir con el viaje. Es, y con razón, su obra más notoria: ella misma se representa dos veces, sentada y tomándose la mano especularmente. Ambas figuras tienen el corazón a la vista, como en las viejas planchas anatómicas. La Frida de la izquierda del espectador lleva un vestido blanco antiguo, casi como el que pudo ponerse su madre el día del casamiento. Ese vestido está manchado de sangre, que se vuelca sobre la falda cayendo de un largo tubo. Frida de la derecha -también de largo, pero con ropa de color-, como su hermana simétrica, mira también al espectador, tomándolo de testigo. ¿Testigo de qué?, se pregunta quien mira, tierno y desconcertado. Un gran cielo marmolado les sirve de fondo mientras ellas se afirman así, de tres cuartos, pero sin mirarse: hieráticas.
Frida Kahlo ha sido últimamente el gran descubrimiento de los norteamericanos y de los ingleses cuando sus cuadros han circulado por esos países con buenos catálogos y estudios apropiados. ¿Qué les ha atraído? Espero que no sea el mero feminismo de reivindicar a un gran artista que fue una mujer; ni tampoco el hecho de que fuera una comunista militante, hasta el punto de que sobre su cadáver se produjera una lucha de facciones entre quienes cambiaron la bandera mexicana sobre su féretro para que lo cubriera la bandera roja. ¿La novela espeluznante y maravillosa de su vida?
Quiero pensar que fuera de México el resto del mundo es ya capaz de leer el jeroglífico que les propone -del otro lado de la muerte- esta artista, siempre a mitad de camino entre la ingenuidad popular, el narcisismo aristocrático y la suprema libertad de pintar lo que quería. A nuestra época sin brújula, sospecho que esta violencia que recuerda a la Coatlícue azteca con falda de serpientes y calaveras, y también a los sanguinolentos cristos coloniales, no puede dejarla indiferente. Sería una gran pena que España no recibiera este mensaje cifrado que le llega hoy de México.
Damián Bayóncrítico de arte argentino residente en París, es autor de varias obras sobre el arte latinoamericano actual.
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