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Tribuna:Diálogo en Ginebra, relevo en Moscú
Tribuna
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El hombre que propuso a Gorbachov

La Unión Soviética ha conocido una progresión creciente de líderes: Lenin, Stalin, Jruschov, Breznev, Andropov, Chernenko y ahora Gorbachov; los tres primeros, en un lapso de 65 años, y los tres últimos, en tan sólo 28 meses; y una sucesión decreciente de ministros de Asuntos Exteriores: Chicherin, Litvinov, Molotov, Vichinsky, Chelepin y Gromiko; 40 años para los cinco primeros, y 28 para el último.Andrei Gromiko llegó al Gobierno en 1957, cuando Jruschov comenzaba la desestalinización. El nuevo ministro había hecho toda su carrera en el extranjero y tanto su juventud como su ausencia le excluían de complicidad en los excesos del régimen. Con Jruschov, Gromiko fue un altísimo funcionario al que pagaban para maniobrar más que para decidir; con Breznev, a partir de 1964, el ministro vivió una larga primavera de acomodación a un líder que dejaba hacer pero no pensar, y un breve verano hasta la muerte del jefe en 1982, en que comenzó a formular política y no sólo a aplicarla. Con Andropov y Chernenko, Andrei Gromiko se ha convertido en una fuente de poder. No tanto como para haber contado en la sucesión, pero sí para que el sucesor haya tenido que contar con él.

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Un reto renovador

No es posible atribuir semejante perdurabilidad a pura capacidad de maniobra, o a la flexibilidad del plástico. Gromiko ha perdurado porque expresa algo constante: una política reflexiva, pesada, a la defensiva, pero básicamente deseosa del entendimiento con EE UU. Doblemente significativo es, por ello, que fuera Gromiko quien propusiera a Gorbachov para la sucesión.

A esa permanencia puede haber contribuido poderosamente la gran contrafigura de Gromiko en la política exterior de EE UU: el doctor Kissinger. Aunque de estilo muy diferente, los dos vicarios de Exteriores tienen algo profundo en común: ambos creen en la necesidad de una política de fuerza inteligente para la negociación. Una guerra en Etiopía o Angola sirve a Gromiko para comerciar, no para elevar frívolamente la presión de la caldera mundial, de la misma forma que un golpe de Estado en Chile o una victoria israelí en la bolsa de Deversoir no tientan a Kissinger a la sola humillación del adversario.

No es, pese a ello, Gromiko quien garantiza una permanencia más allá del relevo de los líderes, sino que esa permanencia de intereses es la que aloja la longevidad del ministro.

La continuidad de la política exterior soviética contrasta con la visión más incierta de Washington desde los tiempos del containment que fraguó Kennan. Por eso Gromiko no es un capricho de la voluntad, sino la encarnación de una creencia.

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