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Reportaje:Las conversaciones EE UU-URSS en Ginebra

El epílogo de una era

Washington pretende sustituir su tradicional doctrina nuclear por la 'guerra de las galaxias'

El rechazo matizado estadounidense del proceso de control de armamentos y de la MAD en que se apoya es explícito, al margen de que la controvertida Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), conocida popularmente como la guerra de las galaxias, al retomar caminos desechados a comienzos de los setenta, cuestiona de manera notoria la doctrina subyacente a la forma de diálogo que se desarrolló durante ese mismo período entre las dos potencias.

En un importante artículo sobre el tema que publicó The International Herald Tribune el pasado 28 de enero (firmado por Zbigniew Brzezinski, que fue consejero de seguridad del ex presidente James Carter; Robert Jastrow, profesor en Dartmouth, y Max Kampelman, jefe de la delegación norteamericana que empezará a negociar el próximo día 12 en Ginebra) se decía: "Hasta el momento, el registro de la observancia soviética de las acuerdos SALT-1 y SALT-2 es suficientemente turbador como para generar escepticismo sobre la posibilidad de aplicar acuerdos de tal complejidad y alcance".

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Más adelante, el mismo escrito afirmaba: 'La destrucción mutua asegurada no puede ser una opción aceptable a largo plazo, aunque, dada la dinámica de la tecnología armamentista, constituya una política necesaria, a falta de otra alternativa".

La destrucción mutua asegurada es la estrategia (o antiestrategia, según sus críticos) asumida por el secretario de Defensa de Estados Unidos bajo las Administraciones demócratas de los años setenta, Robert McNamara. En la formulación definitiva que adopta a partir de 1963, cuando la crisis sucesivas de Berlín (1961) y la de los misiles de Cuba (1962) dejaron abierto el camino para la distensión en condiciones de clara inferioridad soviética, la MAD refleja de manera precisa los principios elaborados durante la segunda mitad de los cincuenta por los llamados estrategas formales, civiles todos ellos, y en especial por Thomas Schelling, que colaboró con McNamara.

La MAD (que en inglés quiere decir loco o loca) implica dos hipótesis precisas: que una guerra nuclear no puede ser ganada, dada la destrucción que inevitablemente genera, y que el equilibrio del terror -la capacidad de aniquilación recíproca de los arsenales enfrentados- no es estático ni automático, sino que debe ser conservado y controlado en niveles adecuados a través de la negociación.

Como estrategia militar, la MAD propone, en su sentido más estricto, el mantenimiento de una fuerza de respuesta (segundo disparo) orientada contra ciudades, y por tanto no excesivamente precisa ni mayor de la necesaria para disuadir al adversario potencial de cualquier plan de primer ataque (o disparo). Según las convenciones estratégicas dominantes, ese primer disparo sería orientado contra fuerzas, es decir contra objetivos militares, y ante todo contra la fuerza de respuesta enemiga. Como estrategia política, la MAD tiende a quitar importancia a su contenido militar, a la capacidad destructiva de las armas en que se apoya y, a la amenaza para las poblaciones civiles que representa, porque en definitiva nunca serán utilizadas, según la doctrina.

No hay alternativa

En realidad, la evolución fundamental que esta versión estricta de la destrucción mutua asegurada representa con respecto a la respuesta masiva formulada por John Foster Dulles, bajo Dwight Eisenhower, a comienzos de los años cincuenta, consiste en que la primera renuncia explícitamente al objetivo de victoria y plantea la negociación permanente como consecuencia inevitable.

Las críticas a la MAD no comenzaron con el mandato de Reagan. Datan de finales de los años cincuenta, cuando fue formulada la teoría, y se abrieron paso en la Administración desde que en 1969 Richard Nixon asumió la presidencia, para continuar las negociaciones de desarme iniciadas el año anterior por Lyndon B. Johnson, a iniciativa de McNamara. Conceptos como el de suficiencia, utilizado por el propio Nixon, o los de triada y equivalencia esencial, profusamente empleados por sus sucesivos secretarios de Defensa, Mervin Laird y James Schlesinger, ampararon un retorno a la idea de que es posible tomar la iniciativa nuclear y de que, en cualquier caso, un conflicto de ese tipo puede ser luchado y ganado con consecuencias limitadas.

Sin embargo, hasta ahora no se ha formulado ninguna estrategia alternativa a la destrucción mutua asegurada, lo que explica que la MAD haya seguido siendo la base expresa de las negociaciones sobre control de armamentos, y que incluso en el artículo antes citado, suscrito, entre otros, por el jefe de la delegación norteamericana que el martes viajará a Ginebra, se augure una supervivencia, siquiera residual e inevitable, a la vieja doctrina.

Lo que la doctrina Schlesinger sí amparó fue una fuerte tendencia al rearme de EE UU, inspirado por criterios de desarrollo de opciones múltiples similares a los que sostuvieron los ambiciosos planes armamentistas concebidos en los tres años de Kennedy en la presidencia. Como un proceso similar se desarrollaba simultáneamente en el Este, el resultado fue que mientras Nixon, Ford y Carter firmaron, sucesivamente, los acuerdos SALT-1, el de VIadivostock, y SALT-11, tanto Estados Unidos como la URSS acumularon durante los años setenta nuevas generaciones de misiles dotados de mucha mayor precisión y capacidad de transporte de cabezas múltiples e independientes (sistemas MIRV). Ello incrementó la viabilidad de un primer ataque y redundó inevitablemente en un descrédito de las negociaciones abordadas.

Al margen de la inquietud que generaron en medios conservadores norteamericanos las intervenciones de la URSS en Etiopía y en Angola y la invasión de Afganistán, en diciembre de 1979, en cuanto demostraciones palpables de un poderío militar soviético sin precedentes, la década de los setenta reveló en EE UU que los misiles intercontinentales (ICBM) Minuteman resultaban extraordinariamente vulnerables a las nuevas armas estratégicas construidas por los soviéticos. Ése es el contexto en el que el presidente Ronald Reagan planteó, el 3 de marzo de 1983, su proyecto de guerra de las galaxias.

La idea de un sistema de misiles antibalísticos (ABM) no es nueva. Comenzó a ser investigada en EE UU en 1956, antes de que los norteamericanos detectaran por primera vez la prueba de un misil intercontinental soviético, en 1957, justo el mismo año en que Moscú se adelantó en la carrera espacial con el lanzamiento del primer Sputnik.

También en 1957, el informe Gaither al Consejo de Seguridad Nacional estadounidense, bajo la Administración Eisenhower, advertía con preocupación: "Habrá una carrera continua entre la ofensa y la defensa. Ningún bando puede permitirse quedar atrás o no alcanzar los esfuerzos del otro. No habrá fin para los desarrollos y contradesarrollos técnicos". Los problemas básicos asociados a la defensa nuclear, enunciados en esta frase, inspiraron los esfuerzos de McNamara por convencer a la URSS de que era preciso abortar de raíz ese proceso. Al secretario de Estado no sólo le preocupaba que la acción-reacción entre ofensa y defensa impulsara la carrera armamentista, sino, y quizá sobre todo, que la orientación defensiva abriera nuevos márgenes de viabilidad para un primer ataque. El mismo informe Gaither vaticinaba: "Una ventaja técnica temporal (por ejemplo, un sistema balístico altamente fiable de defensa antimisiles) daría a cualquier nación la capacidad de casi aniquilar a la otra".

Esta filosofía condujo a la virtual eliminación en 1972, en el contexto del primer acuerdo SALT, de los sistemas ABM. Los soviéticos sólo la aceptaron después de que el Senado de EE UU diera luz verde al proyecto ABM conocido como Safeguard (Salvaguardia), en 1969. Durante el debate previo a aquella votación -la primera de la historia que realmente dividió a la Cámara sobre un tema de defensa-, los partidarios del Safeguard argumentaron con la crítica a la amenaza de horrible destrucción civil implícita en la MAD y con la afirmación de que el nuevo sistema defensivo trataba de proteger únicamente las fuerzas de respuesta, es decir, la capacidad de disuasión, de Estados Unidos.

Del mismo modo, el proyecto SDI del presidente Reagan únicamente garantiza la invulnerabilidad de los misiles intercontinentales norteamericanos. En el artículo ya citado de Kampelman, Jastrow y Brzezinski se afirma: "Una protección total debe seguir siendo nuestro objetivo último, pero existen todas las razones para explorar defensas transitorias, especialmente porque la que

defendemos aquí serviría para disuadir los peligros de un primer ataque".

Sin embargo, es un hecho aceptado que la precisión y potencia actual de los misiles intercontinentales de ambas potencias hace que estas armas sean igualmente eficaces contra fuerzas, es decir, contra objetivos militares y contra ciudades. Si algunas armas típicamente contraciudades quedan en los fantásticos arsenales de las dos potencias, serían los misiles lanzados desde submarinos (SLBM), tradicionalmente menos precisos, que, por su intrínseca movilidad y capacidad de camuflaje, no requieren protección balística. De este modo, la defensa espacial de las propias fuerzas de respuesta implica, inevitablemente, una defensa de las fuerzas propias que eventualmente servirían para lanzar el primer ataque.

Suponiendo que la SDI de Reagan sea capaz de proporcionar para los años noventa una protección del 90% a los misiles Minuteman y presumiblemente a los nuevos misiles MX norteamericanos, según pretenden sus mentores, el arsenal soviético de armas equivalentes tendería a incrementarse en la misma proporción para poder seguir cumpliendo la misma función -en principio, disuasoria- que le corresponde actualmente. Simultáneamente, Estados Unidos habría potenciado en una proporción paralela su arsenal capaz de servir para un primer ataque, dado que su capacidad de respuesta actual debe incluir un margen de armas susceptibles de ser destruidas por un primer disparo soviético.

Seguridad mutua

Ignorando estos riesgos, Kampelman y los dos coautores del artículo ya citado sostienen que la SDI abrirá una nueva vía para la negociación entre los bloques, la estrategia de seguridad mutua, como alternativa de la destrucción mutua asegurada, que supuestamente sería operativa cuando tanto Estados Unidos como la URSS tuvieran sistemas de defensa antimisiles equivalente. La vía de acceso a esa situación ideal la describen muy brevemente: "En cualquier caso, se puede estar bastante seguro de que los soviéticos se orientarán hacia la adquisición de una defensa estratégica reforzada, en el supuesto de que no acepten la oferta que les ha hecho el presidente Reagan para que compartan la nuestra".

El propio Henri Kissinger (ver EL PAÍS del pasado 3 de marzo), aun mostrándose partidario de que se apruebe el nuevo presupuesto de defensa norteamericano, parece prestar poca credibilidad a estos argumentos cuando, antes de denunciar las dificultades que las rivalidades existentes en el seno del Departamento de Defensa plantean para la "reevaluación de la estrategia global" estadounidense, sostiene: "Estados Unidos corre el peligro de justificar una defensa estratégica para finales de la década de los noventa resaltando los horrores de una guerra nuclear actual que les llevará a adoptar una estrategia basada en unas armas que no se atreve a usar, marcados por una política de control de armamento que pretende su eliminación sin desarrollar a un tiempo ninguna alternativa sólida para el futuro inmediato".

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