No lo merecemos
EL PLENO del Congreso, reunido para discutir el dictamen presentado por la comisión parlamentaria formada para investigar el llamado caso Flick, ha deparado algunas moderadas dosis de espectáculo pero ninguna sorpresa. Casi desde el arranque del asunto, existía la convicción de que la historia montada en torno a unas declaraciones informales del diputado socialdemócrata alemán Peter Struck, según las cuales Hans Jurgen Wichniewski habría entregado una maleta clandestina llena de dinero Flick a Felipe González, no tenía ni pies ni cabeza. El enérgico desmentido del presidente del Gobierno en el Pleno del 14 de noviembre hacía todavía más increíble un montaje desprovisto en sí mismo de cualquier verosimilitud. No se trata sólo del valor de la palabra dada por un hombre de limpio pasado; en cuestiones relacionadas con el manejo de fondos, ante las que la opinión pública se muestra especialmente sensible, ningún político se jugaría su futuro, al echar un órdago, sin tener la absoluta certeza de ganar la partida. A nadie puede sorprender, así pues, que 263 diputados ratificaran ayer con sus votos esa obvia exculpación.Ante la comisión de encuesta han desfilado Peter Struck, Hans Jurgen Wichniewski y un administrador del consorcio Flick (supuesto suministrador a la Fundación Ebert de un dinero negro destinado específicamente al PSOE). Sus testimonios han permitido a los miembros de la comisión establecer que no existió esa maleta fantasma cargada de dinero y que el consorcio Flick no entregó dinero al PSOE. Se desinfla, de este modo, un globo artificialmente hinchado, en cuya capacidad de vuelo propio no llegaron a creer ni siquiera quienes aplicaron sus pulmones a esa ardua tarea. No se trata, como :algunos tratan maliciosamente de plantear el asunto, de que la ausencia de hechos probados libere al presunto culpable de las imputaciones. Un principio jurídico básico, ique se hace extensivo a todos los ámbitos de la convivencia humana, es que la carga de la prueba corresponde a los acusadores, entre otras cosas porque a nadie se le puede exigir que vaya por el mundo demostrando positivamente que no ha realizado los actos que sus acusadores le imputan gratuitamente.
La falta de fundamento de estas acusaciones hubiera bastado para dar carpetazo al asunto en cualquier tribunal y para presentar disculpas al agraviado en una reunión social. Sucede, sin embargo, que la política tiene sus propias leyes, no siempre ajustadas a la ética. Para los profesionales de ese oficio resulta muy duro dar el brazo a torcer, sobre todo cuando la irresponsabilidad de las acusaciones puede volverse contra quienes las promovieron. La estrategia de los conservadores para el acoso y derribo de Felipe González parece calcada de la que los socialistas pusieron en marcha, cuando militaban en la oposición, contra Adolfo Suárez. El asunto Flick les proporcionaba una excelente oportunidad para :salpicar de barro la honradez personal del hoy presidente del Gobierno y para sembrar dudas a destajo en torno a su conducta.
Queda, finalmente, la polémica sobre las relaciones a cuatro bandas entre el consorcio Flick, la Fundación Ebert, las Fundaciones Pablo Iglesias y Largo Caballero y el PSOE, metida a contrapelo en un debate cuyo objetivo real eran las maletas fantasmas, los dineros negros y las sospechas de corrupción política. Cualquier sistema de contabilidad que no sea la cuenta de la vieja o el procedimiento de distribuir los ahorros familiares en diferentes calcetines excluye, como incongruente con la partida doble, la posibilidad de que la Fundación Ebert, receptora de donaciones del consorcio Flick, entregase ese mismo dinero a las fundaciones socialistas españolas.
En definitiva, este capítulo demuestra las tendencias crecientes del envilecimiento de la vida pública española. Actitudes que la oposición conservadora debe desterrar si desea acceder al poder por sistemas democráticos. Los profesionales de la injuria y la calumnia encuentran en estos temas la compensación de sus propias i . incompetencias. Y el Gobierno debiera meditar sobre los responsables de su política informativa, cuya caída en el desprecio de la opinión pública salpica al propio Gabinete. El caso Flick es un enredo de incompetentes.
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