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Tierra de refugiados

La localidad de Aranyaprathet, situada a unos 250 kilómetros al este de Bangkok, en la zona fronteriza entre Tailandia y Camboya, las cosas comenzaron a cambiar a inales de abril de 1975, con el primer flujo de refugiados camboyanos, procedentes de la caída en Phnom Penh del régimen de Lon Nol, sostenido por Estados Unidos. Un éxodo de más de dos millones de personas hacia el interior del país, llevó a tierras fronterizas con Tailandia a la resistencia no comunista contra los temibles jemeres rojos, y a los primeros miles de refugiados camboyanos hacia improvisados campos al norte de la localidad de Aranyaprathet.Organizaciones como el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) , el Alto Comisariado de Naciones Unidas para Refugiados (UNHCR), el Fondo Internacional de las Naciones Unidas para la Ayuda a la Infancia (UNICEF) y otras muchas instalaron sus primeros centros de asistencia, en los alrededores de Aranyaprathet, mientras las autoridades tailandesas organizaban el control de los campos, protegidos con alambradas metálicas y dotando a cada refugiado de una carta especial que le autoriza a recibir alimentos, asistencia médica y que también ejerce la función de carta de identidad.

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Camboya es la presa

Con la caída del régimen de los jemeres rojos de Pol Pot, en enero de 1979, tras la intervención del ejército vietnamita en Camboya, el número de refugiados se elevó, en julio de 1979, a 140.900 personas, según los responsables del UNHCR. Un movimiento de solidaridad internacional hizo que varios países -España entre ellos- aceptaran recibir a unos miles de refugiados para aliviar la carga a Tailandia.

Sin horizontes

La jornada en un campo, encerrado y sin posibilidad de salir, es monótona y sin gran esperanza. En el país de origen continua la guerra. El mundo ha olvidado la suerte de los que viven encerrados. Cada mañana hay distribución de escasos alimentos. Las enfermerías operan con recursos precarios. Hay improvisadas escuelas y muchos niños lloran, mientras los mayores miran sin ver ningún horizonte.

Para muchos la única novedad a los largo de estos últimos seis años, han sido el ruido de los canoñes desde mediados del pasado mes de noviembre, momento en que comenzó la nueva ofensiva vietnamita. También la llegada de unos 35.000 nuevos refugiados que escapan del fuego, con sus niños en brazos, unas gallinas en los cestos, cacharros de cocina y la esperanza de poder regresar un día a su país.

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Entretanto, en Aranyaprathet, convertida en capital de refugiados, decenas de personas de organismos internacionales hacen más llevadera, en lo posible, la vida de los refugiados o charlan con los periodistas que, en función de la escalada de la guerrra, informan también por unos días o semanas de la suerte de estos 250.000 ciudadanos sin patria.

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