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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una sentencia ejemplar

EN EL debate de ayer en la Cámara de los Comunes, el ministro de Defensa Michael Heseltine ha repetido la tesis con la que el gobierno pretende justificar el hundimiento del Belgrano durante la guerra de las Malvinas; pero se ha atrincherado una vez más detrás del secreto militar para no facilitar los datos que exigía la oposición laborista sobre las condiciones de dicho hundimiento. Es, más, ha dedicado una parte de su discurso a atacar al funcionario de su ministerio, Clive Ponting, responsable de haber facilitado a un diputado laborista documentos secretos sobre ese tema. Esta actitud demuestra hasta que punto el gobierno de la señora Thatcher se ha sentido afectado por la sentencia que ha absuelto a dicho funcionario. Sin esta absolución, probablemente el debate no hubiese sido posible, o hubiese sido muy diferente. El poder hubiese impuesto su ley: la culpabilidad del funcionario que había revelado documentos secretos hubiese encubierto los otros aspectos de la cuestión.La importancia de la sentencia consiste en que un jurado británico ha abierto una brecha en la ley de secretos oficiales, al absolver a un funcionario de Defensa procesado por haber comunicado datos protegidos a un miembro del Parlamento. El fondo de la cuestión es secundario, pero vale la pena recordarlo: durante la expedición a las Malvinas, los británicos hundieron el crucero argentino Belgrano: en ese momento había activas intervenciones para forzar una negociación, y el Gobierno británico las hundió simultáneamente, de forma que la guerra prosiguió hasta la reconquista total del archipiélago, con la consiguiente pérdida de vidas humanas de los dos bandos y la imposibilidad de una solución que hubiera podido ser imparcial. Una parte de la opinión pública británica, personalizada en el diputado laborista Tam Dalyett, cree que el hundimiento fue premeditado e inútil, y que una negociación hubiese sido positiva.

El Gobierno de Thatcher hizo una confesión de su mala conciencia con su actitud de ocultación de datos y de engañar al Parlamento y a la opinión pública. La duda de si negociar o guerrear podría ser en aquel momento más o menos favorable para el Reino Unido puede permanecer; lo que ahora no se puede mantener es que los datos de la situación puedan haber sido enclaustrados apoyándose en una ley de secretos. La absolución del funcionario que facilitó esos documentos salta por encima de los matices de lealtad o deslealtad en el cumplimiento de su función para llegar al centro de la cuestión: la invalidación en un caso concreto de la ley de secretos oficiales.

Es especialmente significativo el hecho de que el procesamiento del funcionario se haya producido desde el poder y su absolución la haya dado un jurado de 12 personas. Si la justicia británica pasa por ser una de las más imparciales del mundo, una gran parte se lo debe a jueces de sentido común, pero otra muy importante a esa consagración literal del sentido común que es la institución del jurado. La capacidad de éste, que ha sabido abstraerse de las enormes presiones del triunfalismo, del poder establecido y abundantemente elegido por la mayoría de la nación y de lo que se ha presentado como una causa nacional para llegar al fondo del debate y establecer una doctrina en contra del abuso de los secretos oficiales, es ejemplar. Supone la capacidad de una sociedad viva para enfrentarse con lo que aparece como una forma no democrática del poder. La velocidad con que se trata de aislar a los presuntos responsables directos, como el ministro de Defensa o el fiscal general, salvando al primer ministro -"Estaba de vacaciones", ha dicho tontamente Thatcher-, revela paradójicamente otra virtud que debía cundir: el temor, la sensación de fracaso de un Gobierno tan poderoso ante una manifestación de la opinión pública constituida por solamente 12 ciudadanos con sentido común y de su propia responsa bilidad.

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