_
_
_
_
_
Tribuna:CUARENTA AÑOS DE YALTA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

En Crimea no se perdió Europa

En febrero de 1945 en Yalta, península soviética de Crimea, se reunieron los tres hombres más poderosos de su tiempo. Un aristócrata inglés, Winston Spencer Churchill, que a los 70 años era el mayor de los presentes; un patricio norteamericano Franklin Delano Roosevelt, el más joven del trío con 63; y un georgiano de humildísima extracción social, Josef Stalín, que a los 65 años alcanzaba el cénit de su carrera.Churchill no podía imaginar que en Yalta estuviera viviendo los últimos meses de su vida política útil. A punto de ver la derrota de Alemania, el premier británico perdería las primeras elecciones de la posguerra unos meses más tarde y no volvería al poder hasta 1951, para desempeñarlo con modesta distinción y frecuentes ausencias mentales hasta 1955, fecha de su retirada de la escena política.

Más información
Las nuevas fronteras.
El palacio de Livadia
Polonia, país portátil
Esperanzas frustradas
Ocho días que cambiaron Europa

El presidente norteamericano Roosevelt era hombre muerto a su llegada a la península soviética. El secretario del Foreign Office Anthony Eden, presente en las conversaciones, le describió como una figura espectral en la que la figura apenas recubría al cadáver inminente. Lo cierto es que el mal de Roosevelt era mortal pero intermitente y que en las nueve sesiones plenarias de Yalta el hombre de Nueva Inglaterra experimentó sólo una recaída que obligó a su médico a prescribirle un régimen especial. A su vuelta a Estados Unidos, sin embargo, era visible que le habitaba la muerte y hasta su fallecimiento el 12 de abril siguiente apenas pudo abandonar la silla de ruedas, vehículo de su poliomielitis histórica.

Stalin hacía el completo. Nunca se había sentido mejor, aunque muriera tan sólo ocho años más tarde, y por primera vez en el curso de la guerra recibía a sus compañeros de armas sabiéndose en la posición de quien concede y de quien niega. Los aliados ignoraban que estaban a punto de prevalecer tanto en Europa como en el Pacífico. Por eso pedían la continuación de la ofensiva soviética más allá del Oder, para quebrantar el poder de Hitler que aún alineaba 300 divisiones en los dos frentes continentales, y la intervención contra el Japón en Manchuria. En enero anterior el gabinete de guerra británíco estimaba que la guerra no concluiría hasta fin de año y, por inverosímil que parezca, el saga2 Churchill acudió a Yalta temiendo que la URSS firmara una paz por separado con Alemania.

Roosevelt fue un gran político para Estados Unidos, un hombre de una visión internacionalista para su tiempo y su país, en la que se mezclaban el realismo y la utopía, pero que carecía del conocimiento sobre el terreno que le permitiera dominar en Yalta. Porque había hecho un tour de joven en bicicleta por Alemania se consideraba un experto en asuntos centroeuropeos, y Polonia era para él un nombre asociado a los miles de votos de la minoría polaco-norteamericana. Churchill tenía el conocimiento, la astucia y la intuición, pero no estaba estructurado para comprender que los días del Imperio se acababan. Por eso, Roosevelt se complacía en contemplarse como el mediador entre los dos extremos: el bolchevismo al que había que seducir con los dólares y el ejemplo americano, y el imperialismo al que había que arrastrar a la emancipación de situaciones insostenibles.

Roosevelt se creía eje de un triángulo; Churchill pugnaba con clarividencia conservadora por la formación de un frente a dos contra el soviético, aunque no podía desprenderse de sus prejuicios imperiales; y Stalin sabía que sus dos interlocutores serían sus enemigos de mañana, aunque uno de ellos lo ignorara y el otro lo temiera. En sus conversaciones privadas los dos anglosajones se referían a Stalin como tío Joe; el americano pensando que allí era él quien repartía las cartas, y el británico recelando que no las hubiera marcado antes. El zar soviético, al tanto de¡ mote, dijo una vez a Milovan Djilas que "Churchill era capaz de robarle a uno un kopek del bolsillo"; que si bien Roosevelt sólo se molestaría por cantidades importantes, a Churchill no había que quitarle nunca el ojo de encima.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Mucho se ha escrito sobre la ingenuidad de Roosevelt en Yalta, sobre cómo fue engañado por Stalin ante la impotencia de Churchill, para dar caución al actual reparto de Europa, cuando lo cierto es que los acuerdos de la península soviética no hacían mas que recubrir de retórica una realidad militar. Los tanques rusos de Zukov estaban en el Oder y los norteamericanos de Patton invernaban en el Rin. No fue un presunto cadáver quien renunció a media Europa, un despiadado georgiano quien manipuló a nadie, ni un imperialista camino de la jubilación testigo de la componenda. Yalta no determinó la paz. Fue la guerra la que determinó Yalta.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_