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Viaje a Managua

Juan Luis Cebrián

El jueves pasado tuve oportunidad de asistir en Nicaragua a la toma de posesión de Daniel Ortega como presidente de la nación. Había estado yo entrevistando a Fidel Castro la tarde anterior, y éste me ofreció acompañarle en su viaje a Managua. De manera que horas más tarde me encontré sentado en el avión de Fidel, junto a Gabriel García Márquez, el fraternal Gabo, y un fotógrafo italiano que prepara un libro sobre Cuba. A mi regreso este fin de semana a Madrid me ha llamado la atención el exceso de ideología volcado por algunos medios de opinión pública en torno al caso Nicaragua. Y la ausencia de reflexiones sobre determinados aspectos significativos de la toma de poderes. He visto ataques de la derecha al Gobierno por enviar una delegación con rango ministerial, y he visto unas declaraciones de Javier Solana explicando que las relaciones de la Moncloa con los sandinistas son normales y rechazando las críticas que desde otros sectores se han hecho por lo que se consideraba un bajo nivel de la representación española, toda vez que Felipe González es presidente del Comité de Solidaridad con Nicaragua de la Internacional Socialista.Pasa a la página 9 Viene de primera página

Lo que no he visto es comentario alguno sobre la oportunidad, difícil, aunque real, de que la situación política de la región y las perspectivas de paz mejoren tras el acto del jueves. Y sí, en cambio, un gran despliegue otorgado a unas declaraciones de Edén Pastora en el sentido de que la presencia de Fidel Castro en Managua demuestra sin equívocos que Nicaragua "es una segunda Cuba, esta vez en el continente". Al margen de lo burdo del análisis, e independientemente de los calificativos que para cada cual merezca el régimen cubano, me ha llamado la atención este sistema de determinación prematura sobre el proceso sandinista, que parece preso de sus propios y taumatúrgicos poderes para autoprofetizar: pues efectivamente tanto más nos empeñemos los países democráticos en que Nicaragua sea una segunda Cuba, tantas más probabilidades tiene de serlo. Cualquier intento de bloqueo contra el martirizado país generará inevitablemente apoyos exteriores de otro signo, y cualquier intento de invasión, una resistencia popular que bañaría en sangre a toda Centroamérica.

De todas maneras, no voy a hacer de cronista de hechos sabidos ni a describir peor lo que otros con mayor conocimiento del asunto han explicado repetidas veces. Mi reflexión pretende únicamente asomarse al carácter revolucionario de aquel proceso y a la sensación incómoda de que es ese mismo carácter revolucionario -independientemente de sus connotaciones ideológicas y sus alianzas políticas- lo que dificulta la comprensión del mismo por algunos sectores de nuestra sociedad, sometidos a análisis más fruto del prejuicio y de los intereses de nuestra política interna que de una preocupación genuina por conocer la realidad. A mí me parece que lo peculiar de la revolución sandinista, precisamente, es que ya no es como la cubana, y lo curioso del caso es que la presencia de Fidel en Managua, sus palabras en público y en privado, el ritual de la toma de posesión y el discurso de Daniel Ortega en el acto dan motivo para creerlo así. Pero sigue siendo una revolución. No es sólo el hecho de que, aunque imperfectas y limitadas (con excepciones injustificadas de partidos y serias trabas a la libertad de expresión), haya habido unas elecciones en Nicaragua sólo cinco años después del triunfo de la revolución, cuando no han existido en la propia Cuba 26 años más tarde de similar evento. La reiteración formal y pública de Ortega del compromiso de marchar por el campo del pluralismo político y de la economía mixta ofrece desde ya serias diferencias con el modelo cubano, diferencias que parecen preocupar a todos menos a la propia Cuba, que, paradójicamente, podría quedar en evidencia. Fidel Castro, en un discurso de más de dos horas pronunciado en la inauguración de una fábrica de azúcar el viernes, se refirió, en lo que algunos tomarán quizá como casi una extravagancia, al carácter legitimador de las elecciones en el caso del poder sandinista en Nicaragua y a la oportunidad del país de desarrollarse y crecer en medio del pluralismo y la economía mixta. Hasta donde pude entender, Fidel pretendió presentarse allí como moderador de eventuales radicalismos sandinistas, y en su oratoria abigarrada y brillante hizo nuevas llamadas de negociación a Estados Unidos, elogió el proceso de Contadora, insistió en la necesidad de soluciones no armadas para El Salvador, resaltó el papel mediador de México y enfatizó los aspectos latinoamericanos del problema frente a un auditorio que no levantó una sola vez el puño y en un panorama donde el único símbolo de la revolución era la bandera roja y negra de Sandino. Hay suficientes elementos para suponer que se pretende adoptar un perfil moderado en el actual momento de proceso de Nicaragua. Por lo demás, las tesis de que ésta se esté rearmando para ejercer una agresión contra los países limítrofes o de que se halle envuelta activamente en la guerrilla salvadoreña son difíciles de creer para cualquier visitante que compruebe las serias dificultades de todo género por las que atraviesa el país. La oferta de amnistía hecha por Ortega a los contrarrevolucionarios que entreguen las armas a los Gobiernos de Honduras y Costa Rica se inscriben en ese panorama de intentos de normalización. El fervor revolucionario de las jornadas de Managua no me pareció marcado tanto por su carácter ideológico como por el acento puesto en definirlo como una verdadera insurrección popular contra un dictador arbitrario y sangriento, que se distinguió por su servilismo frente a la política de Estados

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Unidos, mientras despeñó a su país en los abismos de la miseria y el hambre. Es el poder de Estados Unidos en el área lo que es fundamentalmente contestado. Y es lógicamente a eso, y no a ningún otro tipo de amenaza, a lo que ha respondido la política de Reagan en Centroamérica.

Las posibilidades de que este proceso revolucionario no se oriente progresivamente por el alineamiento con la Unión Soviética dependen en gran parte por eso de la capacidad que tenga Estados Unidos de asumir que la situación en el istmo centroamericano marca el principio del fin de un sistema de dominación que vulgarmente se conoce como la política de la cañonera. Los persistentes intentos de presentar el problema como un aspecto más del conflicto Este-Oeste o como un nuevo episodio de la actividad subversiva de Moscú son tan ridículos como los supuestos soviéticos de que la resistencia de los afganos a las tropas invasoras es el fruto de la acción desestabilizadora de la CIA. Nicaragua es sólo un ejemplo más de la resistencia múltiple a aceptar una visión bipolar de las relaciones internacionales con el establecimiento de zonas de hegemonía. Y es, desde luego, una respuesta desesperada a los problemas de desnutrición y a los conflictos sociales profundos que asolan América Latina. No es, pues, tanto el signo ideológico lo que preocupa al Pentágono, cuanto el significado político al que aludíamos: la delimitación de soberanías de cada Estado en función de su situación geográfica y geopolítica en el globo.

Un segundo aspecto no suficientemente valorado de la jornada del jueves en Managua es la presencia relevante -en sitio preferente sobre todas las delegaciones extranjeras- del presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Vega, que no se distingue por sus progresismos. Tras las formalidades jurídicas de rigor -a las que es preciso destacar que los sandinistas concedieron gran importancia-, Monseñor Vega leyó una invocación precedida de una breve introducción política en la que reconoció las distancias y enfrentamientos del episcopado con los sandinistas y su disposición, pese a todo, a seguir dialogando con el Gobierno. En un país como aquel, la presencia del obispo y sus palabras ante la Asamblea fueron interpretadas como un signo más de legitimación del poder, bastante atípico por cierto en cualquier democracia. Ver a aquel curilla sentado junto a Castro oficiar en un acto semejante me trajo a la memoria -con las distancias reconocidas en todos y cada uno de los aspectos de la cuestión- la homilía de monseñor Tarancón en la coronación del Rey, previa al inicio de la transición democrática. Finalmente, la presencia relevante del cuarto poder de la revolución, los comandantes de la misma, desdice a todas luces de una liturgia democrática clásica, pero hay precedentes no tan lejanos a nosotros, como es el caso de Portugal, que han permitido la convivencia de un poder militar institucional con el desarrollo de un proceso democrático. Y si se atiende a la situación nicaragüense, al papel jugado por la guerrilla y a la propia actividad bélica que en la actualidad enfrenta el país, habrá que convenir que este cuarto poder allí sentado es en realidad, hoy por hoy -como lo era en Portugal en abril de 1974-, el primero de todos ellos, con el que las demás fuerzas políticas y sociales tienen que contar imprescindiblemente.

Todas las revoluciones han pretendido adoptar un sello de originalidad, y de hecho todas son en principio originales, pues responden a condicionamientos, momentos y circunstancias diferentes. Nicaragua, hoy por hoy, no es desde luego una segunda Cuba, y curiosamente esto es lo que pareció pretender explicar Fidel Castro en su visita a Managua, sin duda porque él es uno de los más preocupados ante las perspectivas de invasión directa o de presión e inestabilidad creciente en el istmo centroamericano. Estados Unidos puede haber entendido el mensaje. En estos mismos días se está procediendo a un recambio de embajadores norteamericanos en el área, relevando a los más connotados representantes de la dureza, y el jefe de las fuerzas norteamericanas en Centroamérica ha sido sustituido. Mientras tanto, los cancilleres del Grupo de Contadora se han reunido activamente en Managua buscando una fórmula de compromiso que permita un acta de paz firmable por todos. De todas maneras, Washíngton parece decidido a seguir apoyando la guerra sucia contra los sandinistas, y los países de Europa occidental -algunos de ellos, como Francia o Suecia, enfrentados con elecciones más o menos próximas- dudan a la hora de tomar una posición definitiva respecto al régimen sandinista. O sea, que no todos los dados están echados en la revolución nicaragüense.

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