Misas para una guerra
La situación extrema de Nicaragua ha alumbrado un sacerdocio radical y militante
Domingo, cuatro de la tarde, en una aldea de las montañas del sur de Nicaragua, no lejos de la frontera con Costa Rica. La iglesia, construida rústicamente con tablones grandes de madera pinta dos en azul pálido, alberga medio centenar de fieles. Casi todos han llegado desde ranchitos ocultos en la espesura de los montes. Hay niños, mujeres, ancianos y unos pocos hombres. El ambiente no puede ser menos formal: una mujer saca al aire su pecho y da de mamar a un bebé; un perro dormita entre los bancos donde se aprietan los fieles; a la puerta cacarean las gallinas, un pequeño cerdo corretea de un lado a otro y un caballo ensillado espanta las moscas con golpes de la cola. Tres niñas, vestidas de inmaculado color blanco y el velo adornado con flores de papel, esperan en la primera fila, junto al sencillo altar, el momento en que habrán de tomar la primera comunión.El cura ha llegado minutos antes, atravesando con su jeep una treintena de kilómetros de un camino intransitable para vehículos normales, un camino donde los ríos han roto algunos puentes e inundan la carretera de tierra en algunos puntos, hasta alturas de casi un metro, entre colinas cubiertas de maleza y árboles gigantescos asomándose a playas vírgenes que sólo frecuentan las grandes tortugas en el otoño para dejar sus huevos enterrados en la arena.
El cura se llama Julián y es español, pero lleva muchos años en Nicaragua. Como Gaspar García Laviana, el sacerdote asturiano que pasó la mitad de su vida en estas tierras del sur nicaragüense, y que murió con las armas en la mano luchando contra Somoza. El retrato de Laviana, verdadero mártir para la "Iglesia popular" que crece y se extiende por toda Latinoamérica, adorna el altar de la pequeña capilla de la sierra junto al de monseñor Romero, el obispo asesinado en El Salvador por los escuadrones de la muerte.
Los asistentes abren su misal. Es un texto en el que se contiene himnos de la llamada Misa campesina. En su portada se lee: "Viva Nicaragua libre". Y en su contraportada: "Patria libre o rnorir", el lema fundamental del sandinismo. La ceremonia comienza con cantos que contienen ya claros mensajes: "Vos sos el Dios de los pobres, el Dios humano y sencillo, el Dios que suda en la calle, el Dios de rostro curtido. Por eso es que te hablo yo, así como habla mi pueblo, porque. sos el Dios obrero, el Cristo trabajador".
Se alternan oraciones y cánticos, himnos identificados con el compromiso de Cristo con los desposeídos. Luego, el sacerdote lee unos párrafos del Evangelio de san Mateo y comienza a interpretarlo en diálogo abierto e informal con los campesinos. El diálogo se salpica con recomendaciones del cura contra la bebida, contra la desidia en el trabajo, contra el individualismo, a favor del cooperativismo. Pero en la interpretación evangélica se intercala otro tipo de recomendaciones:
"Si viene el enemigo, ¿qué hay que hacer? ¿Qué sucede si sale un coyote en el camino? Hay que buscar cómo matarlo. Y para eso hace falta tener un buen machete en la mano. Y si tenemos una carabina, mejor todavía".
Las frases, no exentas de parabolismo, cobran cierto sentido si se tiene en cuenta que en Nicaragua no hay coyotes y que los caminos vecinales suelen ser asaltados sorpresivamente por la guerrilla antisandinista, la guerrilla contra. Y las recomendaciones no cesan ahí:
"Hay que estar con los ojos bien abiertos. Por ejemplo, cuando hay guerra. Nadie quiere la guerra, ¿no es cierto? Pero si la hay, debe organizarse la defensa. Al menos habrá que agarrar un palo, o un machete, o una carabina... para ver cómo matamos al coyote. Y hay que integrarse también en los Comités de Defensa Sandinistas (CDS) para poder defendernos todos juntos del enemigo".
Las dos iglesias
Ceremonias como ésta, que cobran una especial tensión en una Nicaragua en guerra, se celebran a lo largo y a lo ancho de toda Centroamérica, y se extienden a otros puntos de América Latina, como Perú, Brasil, Ecuador, Colombia... Su contrapunto se encuentra en las misas dominicales que, en las capitales de estos países, suelen celebrar obispos más adeptos a las tesis vaticanas, más ortodoxos con respecto a las instrucciones de Roma.
Porque en Centroamérica, y en una buena parte del continente latinoamericano, conviven dos iglesias claramente diferenciadas: la que se integra en las comunidades de los desposeídos e, incluso, en solidaridad con los movimientos revolucionarios, y que encuentra la médula teórica de su acción en la llamada teología de la liberación, y la que condena estas "desviaciones temporales" y sigue la ortodoxia marcada por el Vaticano. La expulsión de Fernando Cardenal, ministro de Educación nicaragüense, de la Compañía de Jesús, hecho acaecido recientemente, ha sido una de las muchas batallas de esta guerra larga y sorda que mantienen Roma y una parte de la Iglesia latinoamericana. Las llamadas al orden a los teólogos de la liberación por parte del Vaticano constituyen otro jalón de esta pugna.
La estrategia vaticana
Una parte de la jerarquía eclesial del continente -no toda, desde luego- mantiene un claro enfrentamiento con la Iglesia popular surgida en aquellas latitudes. Quizá sea monseñor Obando, arzobispo de Managua, quien exhibe posturas más intransigentes y quien, en consecuencia, entra en conflicto más directo con las autoridades políticas revolucionarias, entre las que se encuentran algunos sacerdotes, como los dos hermanos Cardenal y el canciller D'Escoto. Según Ana María Ezcurra, en su libro Agresión ideológica contra la revolución sandinista, editado en México, la estrategia vaticana de combate se apoya en un discurso de cuatro puntos:
-Condenar y descalificar ex plícitamente a la Iglesia popular.
-Identificar implícitamente al sandinismo como adversario y como enemigo y la libertad religiosa y de la enseñanza religiosa.
-Delimitar antagonismos concretos: educación católica frente a ateísmo, Evangelio frente a opciones partidistas, etcétera.
-Restablecer la autoridad eclesiástica según el teorema de verdad igual a organización y organízación igual a jerarquía.
En esta guerra interna, en la que las iglesias protestantes juegan su baza entrando y progresando con fuerza en toda Centroamérica, a partir de enormes cantidades de dólares que llegan desde las sectas afincadas en Estados Unidos, se contienen sin duda amenazas de cisma que el Vaticano y los teólogos de la liberación se apresuran a negar. Pero se trata, desde luego, del movimiento de división más importante en el seno de la Iglesia católica desde la Reforma.
Son muchos los aspectos, las circunstancias y las reflexiones que separan a Roma de una buena parte de la Iglesia latinoamericana. Pero hay tres grandes temas sobre los que el debate aparece más enconado y que son, esencialmente, los que dieron origen al llamamiento a comparecer en el Vaticano a Leonardo Boff y Gustavo Gutiérrez, dos de los más destacados teólogos de la liberación. Estos tres temas serían: el marxismo, la violencia y la estructura jerárquica de la Iglesia.
En El Salvador, dos sacerdotes españoles, Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría, han convertido la universidad Católica (Uca) en uno de los principales centros de elaboración de la teología de la liberación y han fundado recientemente la Revista Latinoamericana de Teología, en la que colaboran los más destacados miembros latinoamericanos de este movimiento de renovación.
"La teología de la liberación", dice Ignacio Ellacuría, 54 años, nacido en Portugalete, "ha ido distanciándose de los criterios marxistas al paso de los años. A prin-
Misas para una guerra
cipios de los años setenta había un fuerte auge del marxismo, y los teólogos de aquí respondían a ese desafío. El marxismo, además, ofrecía un método de análisis y los préstamos eran fáciles. Ahora, desde el comienzo de los años ochenta, esa presencia marxista ha disminuido mucho. Ni Sobrino, ni Boff, ni Gutiérrez tienen nada de marxistas. De todas formas, yo creo que Roma, cuando Ratzinger habla, por ejemplo, de la existencia de un "conflicto social agudo", reconoce que hay unas clases enfrentadas, y a una de esas clases la llama Ratzinger "oligarquía", "capitalismo salvaje", "neocolonialismo intolerable"... Hay una lucha de clases aunque en Roma se llame "conflicto social agudo". Aho ra bien, que la solución de esa lu cha sea una lucha armada o una revolución de una clase contra otra clase, esa es otra cuestión".Violencia inevitable
El problema del uso de la violencia, condenado por Roma, hace ironizar a Jon Sobrino, nacido en Barcelona hace 46 años: "Argumentando históricamente, todos sabemos cómo ha sido eso de la violencia y la Iglesia. Sin ir más lejos, la guerra de España y Pío XII, que la declaró cruzada. Y el caso del cardenal Spellman, que animaba a los soldados norteamericanos cuando partían hacia Corea".
"Esto no es hacer demagogia barata, porque el tema no es tan simple. De hecho, los obispos de Nicaragua, sin ir más lejos, escribieron dos pastorales en 1979 diciendo que la insurrección popular estaba justificada. Lo que sucede es que a veces nos encontramos con problemas límites. Yo suelo decir que en ocasiones, históricamente, la violencia es inevitable. Si tienes a todos los países de África colonizados como estaban, pues algún día tenían que saltar. Y aquí, estos países de Centroamérica, donde la gente se muere realmente de hambre, o a machetazos, o con torturas increíbles, pues no tienen otro remedio que saltar. Lo que hay que intentar, en todo caso, es humanizar la violencia inevitable, hacer menos violenta la violencia inevitable". Y tanto Ellacuría como Sobrino se remiten en este punto a la encíclica Populorum Progressio, de Pablo VI, en la que se justifica la insurrección popular en casos extremos.
Misas como ésta pueden no representar lo que preconizan los teólogos de la liberación. "Eso es como si dijésemos que a la teología europea la define tan sólo Lefevre", dice Sobrino. Pero el recuerdo del padre Laín, de Camilo Torres o de Gaspar García Laviana se hace inevitable.
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