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Una oportunidad histórica

Para el autor de este trabajo, ex secretario de Estado norteamericano, la posibilidad abierta de un diálogo sobre el control de armamento atómico entre Estados Unidos y la Unión Soviética es una oportunidad histórica que puede cambiar el tono de las deterioradas relaciones Este-Oeste. Pero Kissinger advierte sobre los peligros que pueden derivarse para EE UU de una actitud poco firme o ambigua ante los negociadores de Moscú.

El interés con que los soviéticos han reanudado las conversaciones sobre el control de armamentos supone un cambio total respecto. a la postura que han estado manteniendo con firmeza durante casi dos años. Han abandonado lo que presentaban como un prerrequisito inalterable: la retirada previa de los misiles norteamericanos de Europa. Tanto si esto representa un cambio de táctica o de estrategia como si el Politburó actual es capaz de emprender unas relaciones diplomáticas fluidas, es algo que se escapa al control de Occidente. Lo que sí puede hacerse en Occidente es evitar levantar esperanzas excesivas sobre unas negociaciones que aún no han comenzado siquiera. Un exceso de interés podría tentar a los soviéticos a dar largas a la cuestión, con el fin de extraer concesiones unilaterales. O bien podría alumbrar un acuerdo que, al evitar todos los temas fundamentales, sería únicamente un interludio en el conflicto Este-Oeste.Gran parte de lo que suceda depende de la capacidad de Washington para definir unos criterios con los que poder medir los avances. Y esto no va a ser, ni mucho menos, sencillo. Durante más de una década la distensión polarizó el debate interno en Estados Unidos. La Administración Reagan ha acallado por ahora esta polémica mediante un hábil ejercicio de equilibrio, que combinaba la retórica de los enemigos de la distensión con gran número de las medidas-propugnadas por sus defensores. Pero al reiniciarse las negociaciones en serio no va a ser ya posible evitar los temas mediante hábiles fórmulas verbales.

El principio de la sabiduría consiste en reconocer, por muy doloroso que sea, que la Administración norteamericana está ahora metida en un proceso básicamente irrevocable e indistinguible en sustancia de lo que se denominaba distensión. Al iniciar su cuarto año en el poder, el Gobierno decidió claramente que el pueblo norteamericano y sus aliados no apoyarían enfrentamientos más que como último recurso. Después de haberse comprometido tan elocuentemente, la credibilidad de Washington y el apoyo de sus aliados dependen de que consiga dejar bien claro que cualquier fracaso de las negociaciones con los soviéticos no será culpa suya.

Las relaciones norteamericanas con la URSS se han caracterizado por oscilaciones extremas entre intransigencia y conciliación, oscilación de la que no se libra tampoco el Gobierno actual. Históricamente, los norteamericanos han intentado resolver las tensiones bien mediante una única negociación concluyente, bien venciendo en la batalla a un enemigo recalcitrante. En cualquiera de los dos casos había un final bien definido. Los norteamericanos han tenido poca experiencia en el establecimiento de un modus vivendi, sobre todo en la cuestión de las armas, con una nación que sigue proclamando su hostilidad ideológica y poniendo en peligro los intereses norteamericanos globales.Desgraciadamente, durante el período traumático en que Vietnam y Watergate confluyeron para dividir a Estados Unidos quedó clara la paradoja de que la naturaleza apocalíptica de la guerra nuclear impone precisamente esta necesidad. Atacar la distensión resultó ser una forma conveniente, y relativamente segura, de evitar enfrentarse a la tragedia central de que eran las divisiones en el interior de Estados Unidos, mucho más que la astucia de su adversario, las que mermaban su credibilidad y debilitaban su postura internacional. Entre 1969 y 1972, el Congreso redujo las peticiones del Gobierno de fondos para gastos militares en 40.000 millones de dólares (en dólares de 1970), antes de que se alcanzara ningún acuerdo de control de armamento.

Rivalidades ministeriales No existe política alguna, y mucho menos la de la distensión, que pueda remplazar a unos Estados Unidos fuertes y con un objetivo claro. A pesar de todo, teniendo en cuenta que el conflicto con los soviéticos no tiene un punto final clara mente delimitado, resulta posible establecer acuerdos que reduzcan el peligro de una guerra nuclear y el riesgo de una crisis política. Ahora que la Administración Reagan ha puesto fin a la autoflagelación de Estados Unidos, la cuestión no permite ya más evasiones. Lamentablemente, los procedi mientos del Gobierno nortearneri cano en cualquier administración no se adecúan bien a la tarea de definir objetivos nacionales a largo plazo. El proceso de contrarios del que surge la política exterior norteamericana hace que cada departamento presente sus propias pro puestas, con frecuencia de miras bastante estrechas. Lo que suele considerarse una estrategia nacional es normalmente un compromiso negociado en la Casa Blanca e impuesto como último recurso, por el presidente. Pero en política exterior el éxito depende, casi invariablemente, menos del mérito de medidas aisladas que de la relación existente entre un conjunto de medidas y de unos objetivos de largo alcance bien entendidos. Desgraciadamente, ni el matiz ni la coherencia poseen circunscripción electoral alguna. A lo largo de los cuatro últimos años, la rivalidad histórica entre los departamentos de Defensa y de Estado ha degenerado en más de una ocasión en rencores personales. Al presidente le resulta especialmente difícil arbitrar tales disputas. Jamás puede ser tan experto como los expertos que expresan ante él su desacuerdo de manera elocuente. Al final, el procedimiento le lleva a un compromiso que puede combinar las desventajas de todas las medidas propuestas. Igualmente, tiende a convertir cuestiones reales en teológicas. Un buen ejemplo es el tema de quién va por delante en la carrera de armamentos. Para saberlo con certeza hay que tener en cuenta armas de una complejidad sin precedentes, de las que no se tiene ninguna experiencia operativa. Pero el Gobierno norteamericano debe ser capaz de arbitrar una forma de comparar el crecimiento probable de las armas nucleares, con y sin acuerdos de control de armamento.

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Aun se debería ser más preciso respecto al tema de la verificabilidad. No hay duda que los soviéticos se han limitado con frecuencia apenas a observar la letra de los acuerdos. En algunos casos parece claro que los han violado. Los enemigos de los acuerdos han aprovechado hasta la menor discrepancia técnica para atacar un proceso al que se oponen por razones diferentes. Las Administraciones norteamericanas sucesivas se han mostrado reticentes a hacer una acusación formal de violación, para evitar socavar el apoyo nacional a las negociaciones y porque no sabían qué hacer.

Consecuentemente, las cláusulas de verificación no han sido estudiadas debidamente, en especial los aspectos de tolerancia que deben formar parte de cualquier acuerdo. Preguntas como las siguientes exigen una respuesta: ¿Con qué medios cuenta Estados Unidos para verificar las cantidades de los diferentes tipos de armas estratégicas de que disponen los soviéticos? ¿Cuál es el margen de inseguridad? ¿Es tal margen estratégicamente significativo por sí solo o en combinación con otras armas? ¿Qué medidas existen para contrarrestar las violaciones por parte de los soviéticos y con qué grado de rapidez se pueden poner en práctica?.

Si Estados Unidos no puede resolver estas cuestiones técnicas se verá bloqueado por un aspecto más fundamental que se aproxima día a día: la actual tecnología ha convertido en inoperante la teoría tradicional de control de armamentos. Surgida a finales de la década de los cincuenta y principios de los sesenta, esta teoría partía de los misiles de base fija y las cabezas nucleares únicas, relativamente imprecisas. Puesto que hacía falta más de un misil atacante para destruir otro, resultaba verosímil pensar que si se conseguía negociar la igualdad esencial de fuerzas estratégicas se lograba eliminar todo incentivo para un ataque sorpresa.

La tecnología moderna ha superado esta ecuación simple. Actualmente un cohete puede llevar 10 o más cabezas nucleares de alta precisión. La igualdad en el número de cohetes tiene cada vez menos importancia a efectos de estabilidad estratégica. Una reducción del número puede incluso resultar sin importancia o peligrosa si no mejora la desproporción existente entre cabezas nucleares y vectores portadores. El nombramiento del experto y sofisticado Paul H. Nitze como asesor especial del secretario de Estado Shultz es un paso importante, sobre todo en el terreno de las negociaciones. Pero nadie puede resolver las cuestiones conceptuales, actuar de negociador principal y lograr un consenso entre los dos partidos al mismo tiempo. No se me ocurre ninguna otra ocasión más adecuada para formar una comisión bipartidista que defina las opciones básicas al presidente y a sus asesores d»e más alto nivel, haciendo de esta manera que el jefe del ejecutivo no tenga que arbitrar en decisiones técnicas complicadas.

Independientemente del sistema organizativo, hay que procurar no trasladar el debate interno en la Administración sobre la importancia del control de armamento a un análisis de cuáles son las limitaciones específicas que disminuirían el peligro de una guerra nuclear. De lo contrario, Estados Unidos actuaría únicamente teniendo en cuenta las tácticas de negociación, o se impondrá el absurdo de aceptar unas reducciones de fuerzas estratégicas que se niega a utilizar como piezas de negociación en nombre de la reducción del déficit presupuestario. Los intentos por resolver el problema de la relación entre fuerzas ofensivas y defensivas han sido aún menos sistemáticos. La cuestión de la denominada guerra de las estrellas amenaza con convertirse en una de esas pruebas de voluntad simbólica con que Estados Unidos agota su objetivo nacional. Sus oponentes han criticado, felices, las extravagantes afirmaciones del presidente que implicaban la posibilidad de una defensa civil perfecta. De hecho, no se puede rechazar sin más, con proclamas emocionales, la posibilidad de proteger las fuerzas destinadas a contraatacar y de de disminuir el peligro de ataque de un tercer país nuclear. Basar la disuasión irrevocablemente en la amenaza mutua de exterminio de civiles sería una decisión fatídica. Cuando la destrucción en masa se convierta en una ecuación matemática, los cantos de sirena de los defensores del pacifismo y del desarme unilateral empezarán a sonar cada vez más atractivos en las democracias.

El Gobierno norteamericano puede enfocar el problema de la defensa de tres formas alternativas: a) imponiendo una moratoria en las

Continúa en la página 7

Una oportunidad histórica

Viene de la página 6 pruebas de todo tipo de armas defensivas al comienzo de las negociaciones con los soviéticos; b) empleando las armas defensivas como un punto de apoyo para obtener una reducción de fuerzas que minimice el peligro de una guerra nuclear; c) estudiando un acuerdo que contemple un equilibrio entre fuerzas ofensivas y defensivas, lo que reduciría de forma importante la amenaza de conflicto atómico.

Peligros de una moratoria

No hace falta elegir entre las dos últimas opciones ahora mismo. En realidad, no puede hacerse sin tinos estudios sistemáticos, cuidaclosos y desprovistos de emotiviclad. Pero una moratoria al cornienzo del proceso de negociaciones o un frenazo impuesto por el Congreso serían medidas equivocadas. Los soviéticos han dejado bien claro que su objetivo principal para reanudar el diálogo es detener los esfuerzos norteamericanos por desarrollar un sistema de defensa de misiles balísticos. Según los medios de comunicación, personas importantes del Gobierno norteamericano están a favor de una moratoria, con el argumento de que siempre se pueden reariudar las pruebas si fracasan las rtegociaciones. Sin embargo, nuestra experiencia de negociaciones anteriores debe recordarnos la falta de senti(lo de tales argumentos. Estados Unidos no ha puesto nunca fin a tina moratoria en el terreno de arinamentos, porque las negociaciories nunca fracasan de manera inequívoca y porque ningún presidente tiene el menor deseo de atraerse s;obre sí la tormenta política que tal medida provocaría. Una moratoria complicaría la capacidad de obtener asignaciones del Congreso eliminaría la opción de emplear armas defensivas, bien como medida de presión o como parte de tin acuerdo. Y con casi total seguridad disminuiría el ritmo de las liegociaciones, ya que Estados Unidos habría ofrecido en bandeja a los soviéticos, en un gesto unilateral, su objetivo final. Antes de que Estados Unidos se adentre en las negociaciones debe iniciarse un proceso de consultas estrechas con sus aliados. Sin embargo, la experiencia anterior su griere que se mostrarán tan intranquilos en caso de un pacto bilate ral entre EE UU y la URSS como lo estaban antes sobre la posibili dad de ser arrastrados por noso lros a un enfrentamiento no de seado. Puede que la rigidez soviética derrote los mejores esfuerzos de Estados Unidos y sus aliados. Pero no se presenta todos los días una oportunidad de cambiar, de inanera fundamental, las relaciones Este-Oeste. Hasta ahora, Occidente se ha contentado en demasiadas ocasiones con el alivio básicamente psicológico que conlleva una reducción de las tensiones. El reto actual es traducir los deseos de paz en términos concretos, que mejoren no únicamente el tono, sino también la sustancia de las reaciones internacionales.

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