Hacer real lo fantástico
La leyenda de Tarzán, el rey de los monos. Greystoke.Director: Hugh Hudson. Intérpretes: Christopher Lambert, Andie Mac Dowell, Ralph Richardson, Ian Hobn, James Fox. Guión: P.M. Vazak y Michael Austin. Fotografía: John Alcott. Música: John Scott. Efectos especiales: Albert Whitlock. Maquilaje: Rick Baker. Reino Unido, 1984.
Estreno en cines Callao, Cid Campeador y Windsor A. Madrid.
Por primera vez el cine se ha empeñado en llevar a la pantalla un Tarzán que sea una traslación realista del texto de Edgar Rice Burroughs, es decir, el esfuerzo se ha concentrado en convertir una novela de aventuras de escaso interés literario en un enfant sauvage mítico, un poco como si el personaje de Tarzán no fuera un invento, sino un héroe real. Para conseguirlo, los británicos no han regateado esfuerzos, desde un largo rodaje en Camerún o en fantásticos castillos escoceses hasta la conjunción de un equipo técnico-artístico en el que coinciden el fotógrafo de Barry Lyndon, el creador de los simios de 2001, una odisea del espacio o En busca del fuego; el figurinista de Winstanley, el padre de los efectos es peciales de The birds, y el director de Carros de fuego. Estamos, pues, ante una producción de lujo, lo que equivale, vista la nacionalidad de la película, a decir que se pretende conjugar el gran espectáculo con el rigor histórico.
Esta obsesión, aplicada a Burroughs, puede parecer excesiva y quizá lo sea, pero es también el origen de los méritos de la cinta. El protagonista es creíble, su aprendizaje y adaptación selvática son plenamente convincentes, sin que esto signifique que la parte simiesca de Tarzán haya borrado su lado humano. A diferencia de sus antecesores, Christopher Lambert, no da la sensación de ser un actor o nadador disfrazado, y su condición de rey de los monos no es meramente, simbólica ni se trata de un título honorífico. Manda porque es el más hábil y no hay ninguna Chita que, imitando a los humanos, nos tranquilice recordándonos que, felizmente, somos distintos.
Recuperar el mito
Greystoke es una operación rescate en la que se pretende recuperar el mito para los adultos, devolverlo a una gente a la que nunca perteneció, que es exactamente lo mismo que le ocurre al Tarzán de Hudson, que nunca estuvo entre nobles británicos, pero se quiere que ejerza su título de lord. Sin duda la metáfora o el símbolo es más general, y el elogio del buen salvaje y la glosa de la pureza de las leyes no contaminadas por la civilización adquiere en Greystoke connotaciones ecologistas, hasta el punto que un orangután ocupa el lugar del padre y encarna esos orígenes que no hay que corromper.
Si Greystoke no satisface plenamente es porque la película ha sido víctima de un arrepentimiento de última hora. Al margen de la mayor o menor simpatía que sintamos por filmes abiertamente concebidos, más como una operación cultural o comercial, como fruto de un deseo personal, lo que aleja Greystoke de la plena consecución de su propósito son los cortes y posterior remontaje con que se ha querido dejar la cinta dentro de la norma. Los padres del protagonista mueren en Camerún con una insospechada prisa, dejando que sea la voz en off de un narrador quien justifique que no veamos lo sucedido durante una larga, costosa y dura estancia en tierras africanas. Un detalle fundamental en un personaje como Tarzán -en qué momento deja de ir desnudo y opta por inventar el taparrabos- es obviado de modo poco convincente, y la fuerza con que se manifiesta la sexualidad del héroe al conocer a Jane queda tan sólo insinuada.
En realidad, una vez acabado un primer montaje, los responsables debieron temer la desmesura de una larga duración y de unos planteamientos que hubieran excluido al público infantil. Como el pentimento de algunas pinturas, las ausencias de Greystoke se hacen notar demasiado, y ni Ralph Richardson, en su última y magnífica aparición cinematográfica, logra liberarnos de la extrañeza que causa ver un filme que va quedándose a mitad de camino voluntariamente, renunciando a ese sueño de hacer real o inscribir en la historia algo que nunca existió.
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