Deuda externa, democracia e integración en América Latina
Decía Bolívar: "Nuestra patria es América". Con él se inicia una tradición de unidad continental latinoamericana que se mantiene viva en nuestros días. Pero la propuesta alienta más en los discursos y en la retórica de las grandes palabras que en la realidad. Una mirada a ésta nos indica lo contrario: fragmentación, desconfianza, dependencia y extrema debilidad de los Estados Desunidos de América Latina. En el norte del continente crece, en cambio, el poder económico, la capacidad de dominio político y militar y el increíble desarrollo científico-tecnológico de EEE UU, imperio cuyas fronteras, nos guste o no, se extienden por el sur hasta la Tierra del Fuego y por el lado atlántico hasta la otrora altiva y colonialista Europa. Desde luego, no es lo mismo el sur periférico del centro hegemónico norteamericano que una Europa aturdida por su retraso científico y tecnológico y su creciente de pendencia financiera respecto de la potencia norteamericana. Por cierto, en el Sur estamos peor; aquí, la subordinación y los re cortes efectivos a la soberanía de cada país se llaman intervencionismo, extrema pobreza, hambre..., desesperación.Estas afirmaciones suelen irritar a algunas mentes iluminadas que se resienten de lo que llaman simplismo analítico. Para ellos no hay por qué culpar a los pioneros -a los que con su trabajo, disciplina e inteligencia crearon riqueza- de una situación de pobreza que en gran parte, si no exclusivamente, proviene de la torpeza de los políticos, de la pereza intelectual y de la flojera común. ¡Vaya, el imperialismo no existe! El problema, por tanto, es otro: liberémonos de la herencia hispánica, de la soberbia improductiva, del humanismo que amodorra y de las manías reflexivas que paralizan y los pueblos latinoamericanos habremos resuelto todos nuestros problemas. Pero, atención, los problemas a que se refieren los cultores de estas propuestas son los que provienen de la colectividad galáctica tercermundista. ¡Qué importa ser desempleado o vivir para producir y consumir cohetes nucleares cuando se es miembro del primer mundo!
Pero ni pecamos de simplismo analítico ni es cierto que todas nuestras desventuras las debamos a herencias atávicas que han malcondicionado a los latinoamericanos para el trabajo y el progreso. El proceso histórico de acumulación de capital es lo que es, no lo hemos inventado para disculpar notorios errores de quienes tuvieron a su cargo, como clase, la conducción política y económica de nuestros países. Cualquiera, pues, que estudie el tema con objetividad observará la regularidad asimétrica como constante básica de la relación entre los países del Norte y los del Sur. Vale decir entre los que en base a un temprano desarrollo capitalista se lanzaron a la conquista internacional de mercados y, los que, como es el caso latinoamericano, nacidos a la vida independiente como Estados débiles, fraccionados y con una pesada herencia colonial a cuestas, fueron interferidos en su desarrollo por la expansión capitalista, fenómeno al que no pudieron oponerse, careciendo además de fuerza, es decir, de poder, para darle a ese proceso otra orientación y perspectiva que el que tuvo.
En todo caso, no es mi intención involucrarme en la discusión sobre el desarrollo histórico del capitalismo, sino detenerme en algunos problemas que dicen relación con la crisis y la situación de extrema pobreza que hoy confrontan los países latinoamericanos. El primero de ellos es el que se refiere a la deuda externa y cómo ella compromete el futuro del continente.
Ingrediente para la paz mundial
Los más de 350.000 millones de dólares que en conjunto debemos en la región pesan demasiado sobre las débiles economías de nuestros países. El pago anual de las amortizaciones e intereses compromete en exceso lo que se recibe de divisas por concepto de exportaciones y no queda prácticamente nada para invertir , en atención a necesidades básicas y en desarrollo. El problema es en tal extremo angustiante que, al afectar a millones de personas, no es exagerada la afirmación del presidente Betancur, de Colombia, quien sostiene que la solución del endeudamiento latinoamericano "es un ingrediente esencial para la paz mundial". En efecto, la deuda externa convertida en un factor estructural, lo que cada año presta la banca internacional "para mejorar la balanza de pagos y que sigamos pagando", las pesadas políticas de ajuste a que obliga el FMI para refinanciar tramos parciales, los efectos multiplicadores de los aumentos de los tipos de interés norteamericano por razón de la expansión del crédito interno son apenas unos cuantos indicadores de una situación que ha llegado al límite de lo tolerable. Los muertos en Santo Domingo, la moratoria boliviana, el gesto argentino de no aceptar la carta de intención del FMI o la reciente reunión de Cartagena de Indias y su busca de una plataforma común para renegociar el endeudamiento señalan claramente que los márgenes de los gobernantes latinoamericanos para transar con las condiciones leoninas que impone la banca internacional y hacer oídos sordos al clamor popular no existen más. De tan grave situación se ha hecho cargo nada menos que Paul Samuelson al formular, como ciudadano del mundo, un llamado de sentido común al FMI, a los bancos privados y al propio Gobierno norteamericano pira que no empujen ni presionen en la forma en que lo han venido haciendo hasta ahora. ¿Que como presionan? Pues con la avaricia del usurero y la impiedad del mercenario.
El otro problema, directamente ligado a la crisis y a, la deuda externa, es el que se refiere a la estabilidad y profundización de la democracia en la región latinoamericana. La década del ochenta es de indudable recuperación democrática, y el aislamiento de las dictaduras aún subsistentes en Chile
Uruguay anuncia un avance po pular que más temprano que tarde devolverá a esos países regímenes respetuosos de los derechos y libertades democráticas. Defender la democracia, desterrar para siempre los autoritarismos, eliminar el odio, la opresión y el desconocimiento de los derechos humanos están en el primer lugar del orden del día latinoamericano. Ignorar esta exigencia histórica y popular o minimizarla en nombre de utopías absolutas o de purismos ideológicos bizantinos es la mayor insensatez que se le pudiera ocurrir a un político o a algún aprendiz de intelectual orgánico.
¿Qué tipo de democracia?
Pero la democracia no es un mito ni una panacea en sí; tampoco un mero formalismo de legitimización electoral. La democracia entendida como protagonismo del pueblo, que es la democracia por la cual luchamos y nos comprometemos las fuerzas progresistas latinoamericanas, requiere contenidos de justicia, de dignificación de la persona humana. Debe, por tanto, atender a los más pobres, reformar las estructuras improductivas, redistribuir con sentido de solidaridad, construir la nación y hacer del Estado real expresión de la soberanía popular. Esta democracia, apenas delineada en sus elementos directrices, requiere de recursos, de proyectos y de respeto internacional a los programas internos que dedican la mayor parte de los ingresos a construir el desarrollo. Porque no es ésa la disposición y el ánimo de la comunidad internacional rica y porque la crisis nos ahoga cada día más, arriesgamos el fracaso de la democracia.
¿Qué hacer en este contexto? Pues mirar primero hacia adentro y reflexionar autocríticamente, pero con propósito de enmienda. No basta, en efecto, que la relación Norte-Sur sea absolutamente injusta, y es muy posible que Dios no nos haga caso aun si todos los latinoamericanos rogamos juntos para que el señor Reagan no sea reelegido. Después de todo, para que las cosas cambien en el orden internacional tenemos que cambiar nosotros también, convertirnos en un interlocutor diferente, con capacidad para persuadir y con poder para optar por una entre varias alternativas.
Lograr una meta así requiere de trabajo y de extraordinarias dosis de realismo político. Un programa di fortalecimiento de las soberanías y profundización de la democracia exige ante todo acuerdos nacionales que consoliden los procesos internos de integración, paz, justicia, desarrollo y progreso de cada uno de los países latinoamericanos. El acuerdo nacional no significa renunciar a la personalidad ideológica de las fuerzas y sectores concurrentes, sino establecer objetivos y metas comunes que son la condición básica para que todas las reglas del Estado-nación y de la democracia funcionen. De ahí que la responsabilidad principal del acuerdo nacional recaiga en las organizaciones políticas progresistas, que son las que mayormente no están contaminadas del fracaso histórico del pasado, en las organizaciones de la producción y el trabajo, en los intelectuales, en las asociaciones de base y, cómo no, en la Iglesia y en las fuerzas armadas, instituciones a las que la prudencia y el buen obrar aconsejan incluir.
Propuestas alternativas
Estos acuerdos nacionales no son, sin embargo, más que el primer paso, porque el fundamental es el que tiene que darse para conseguir la integración continental. Señalaba recientemente Enrique Iglesias, secretario de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), que las frustraciones de dos décadas en materias integracionistas no deben servir para que abandonemos la idea, sino para que reparemos en cuán más débiles y vulnerables somos ahora todos por no haberla logrado. Tiene razón Iglesias; sólo una América unida para concordar políticas de desarrollo, racionalizar recursos y mercados, establecer líneas que aseguren el autoabastecimiento en alimentación, resolver conflictos fronterizos, las más de las veces artiticiales, rebajar el gasto anual por armamentos para que nunca sea superior a lo que demandan la educación, la salud o la agricultura, en fin, para consolidar la participiación popular y la democracia, será capaz de sentirse y de saberse dueña de su futuro y de las riquezas que alberga su inmenso territorio y testimonio para el mundo de aquello que alguna vez Pablo VI le proclamara: continente de la paz y de la esperanza.
Por todo esto, el realismo político que nos lleve a la integración demandará una cosa fundamental: una política y un programa de aquello que debe ser y debe contener nuestra relación con Estados Unidos. Hemos pasado la mayor parte de los últimos 50 años denunciando al imperialismo. Nadie nos va a convencer de que no existe, porque lo sufrimos en carne propia y nos humilla con su poder cada vez que quiere. Pero para que la verdad sea completa hay que decir también que ha habido escasez de propuestas alternativas y pobre disposición de trabajo para organizar y para gobernar.
Hoy, con la crisis, la deuda y el señor Reagan a cuestas, tenemos que decidirnos por una política alternativa -antiimperialista, sí- para defendernos de las agresiones económicas, políticas y militares, pero que signifique también contenidos concretos en las políticas comunes de interacción y complementación para el desarrollo, concertación para comerciar entre sí y luego como bloque con EE UU, capacidad y poder de negociación para las inversiones y los créditos, reformulación de los organismos y los foros en los que la América Latina integrada y los EE UU concurran y participen.
En buena cuenta, se trata, simplemente, de tener unas políticas nacionales y continentales que defiendan y afirmen ante todo los intereses propios. A partir de ello, y puesto que no se trata de prescindir de su cooperación, podremos entendernos amigablemente con EE UU. Para que ese día llegye, América Latina tiene que hacerse fuerte en la democracia y marchar resueltamente hacia la integración.
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