De Hiroshima a la noche nuclear
Los hongos de Hiroshima y Nagasaki quedan lejanos en el espacio y en el tiempo, pero desde entonces la dinámica de la política de bloques ha puesto al mundo al borde del conflicto nuclear no menos de una docena de veces y ha almacenado bajo el asiento de cada habitante del mundo el equivalente a tres toneladas del explosivo TNT.Con la puesta a punto de las armas atómicas se inauguró la posibilidad de aniquilación completa de la humanidad. Muchos, entre los que se encontraba buena parte de los científicos del proyecto Manhattan, creyeron que el temor a la bomba pondría punto final a las guerras. Pero, por el contrario, a partir de Hiroshima las guerras periféricas convencionales no han hecho sino sucederse y, de mano de los espectaculares avances científicos y tecnológicos de la. posguerra, el armamento y las doctrinas político-militares sobre la guerra nuclear se han ido renovando y sofisticando una y otra vez.
La teoría que en distintas modalidades ha venido funcionando desde 1957 hasta bien entrados los años setenta ha sido la de la destrucción mutua asegurada. Gracias a los avances en técnica aeroespacial, la URSS comenzó a contar desde 1957 con misiles intercontinentales, capaces de penetrar en el territorio norteamericano. Terminaba así el monopolio estadounidense en la capacidad de dar un golpe de destrucción masiva. Desde aquel momento, la posesión de toda una variedad de armas estratégicas de largo alcance por ambos bloques en cantidad suficiente y comparable para destruirse mutua y completamente, constituyó el trasfondo de un equilibrio de terror (la paridad) sobre el que se han desenvuelto las agitadas relaciones internacionales hasta 1979. En ese año, la negativa del Senado norteamericano a ratificar los acuerdos SALT II, el anuncio de la doble decisión de la OTAN y la invasión soviética de Afganistán fueron la señal de que algo cambiaba. Se iniciaba lo que muchos han llamado la segunda guerra fría.
Históricamente, quizá el aspecto más novedoso del cambio de la distensión a la guerra fría haya sido el que ésta ha venido mucho más de la mano de las innovaciones tecnológicas que de cuestiones puramente políticas. Como señala Edward Thompson, se ha llegado a una situación en la que son los avances en la tecnología armamentista los que determinan las grandes líneas de la política internacional. A partir de mediados de los años setenta, y gracias sobre todo al explosivo desarrollo de la microelectrónica, la informática y la miniaturización, se dispone de una generación de armas nucleares que permite, por primera vez desde Hiroshima, especular con la posibilidad de ganar (o al menos prevalecer) en una guerra nuclear. Son las armas de contrafuerza, cuyos ejemplos más conocidos son los misiles de alcance medio Pershing 2 y de crucero. Más allá de la neutralización de los temidos SS-20, este tipo de armas permitiría, gracias a su rapidez y precisión, dar un primer golpe que, a base de seleccionar cuidadosamente los blancos, descabezaría buena parte de la capacidad agresiva del bloque soviético. A grandes rasgos, las teorías sobre la guerra nuclear limitada prevén que el eventual éxito de este ataque haría reflexionar a los dirigentes virtualmente supervivientes sobre la conveniencia de poner en marcha los misiles estratégicos intercontinentales que pudieran ser aún operativos. Pero también podría. ocurrir que la URSS lanzara un ataque preventivo ante la inminencia -falsa o cierta- de verse atacada.
Armamento convencional
La existencia de armas de contrafuerza, de monopolio exclusivo por ahora del bloque occiental -y se calcula que en menos de 10 años la URS S contará con estas armas-, nos acerca cada vez más a una guerra, porque permite concebir la posibilidad de ganarla. Y convierte el ya de por sí demencial juego de la disuasión en una competición contra reloj por tener la capacidad de dar ese primer golpe que evite, a su vez, el posible ataque preventivo del enemigo en un momento de crisis. Los proyectos de militarización del espacio no son sino otro paso en la carrera por dar el primer golpe. El arsenal nuclear ha experimentado un incremento decisivo con la introducción de las armas de contrafuerza, algunas de cuyas muestras (euromisiles) ya conocemos, pero cuyo desarrollo está aún en plena expansión. Sin embargo, aunque más espectaculares, no son las armas nucleares las que se llevan la parte del león de los presupuestos militares. Se calcula que sólo un 10% de los gastos mundiales en armamento se dedica al apartado atómico. El 90% restante se emplea en arsenal convencional.
Hay que resaltar aquí que el término convencional significa exclusivamente no nuclear, pero que este tipo de armas ha sufrido también en la última década un increíble perfeccionamiento que permite, por ejemplo, disponer de bombas de potencia explosiva comparable a la de pequeñas bombas nucleares. La combinación de este tipo de explosivos con los recursos técnicos casi ¡limitados de la microelectrónica, así como el incremento de los arsenales químico-bacteriológicos, nos proporcionan, al margen de lo nuclear, una capacidad autodestructora sin precedentes: 39 años después de Hiroshima nadie ha aprendido la más mínima lección.
Los intentos de hacer pasar el rearme como algo respetable tienen una versión popular: la amenaza soviética. Pero disponen además de un elaborado soporte teórico que va del laberinto de interacciones entre economía, técnica y política al resurgimiento del militarismo científico-académico y la nueva filosofía.
Pero no es casual que el febril relanzamiento de la carrera de armamentos haya coincidido con una profunda crisis económica en nuestra civilización industrial. Lanzarse al armamentismo (opción a la que no escapa nuestro país más allá de la entrada o no en la OTAN) está siendo uno de los tablones de salvación de unas economías occidentales sumidas en uno de sus mayores descalabros, y que de otra forma hubieran debido ser profundamente reformadas o radicalmente cuestionadas por nuevas e inaplazables contradicciones.
Hacia la fría noche nuclear
¿Cómo sería Hiroshima en 1984? El resultado de varios estudios sobre los, efectos biológicos de una guerra nuclear en el hemisferio norte, publicados el año pasado en la revista Science y actualizados este año en el Bulletin ofthe atomic scientists, puede servir de punto final para unas líneas de recuerdo y aviso sobre Hiroshima.
En estos artículos, y por primera vez, científicos norteamericanos y soviéticos muy conocidos se preocupan de este problema y llaman la atención sobre las consecuencias biológicas a largo plazo, cuyas previsiones resultan ser mucho más pesimistas que los modelos planteados hace 10 años. Aparte de la muerte a corto plazo de 750 millones de personas, una guerra nuclear limitada que pusiera en juego de 3.000 a 5.000 megatones (sólo una fracción del arsenal disponible) en un intercambio con armas de contrafuerza pondría a todo el hemisferio en una situación climática que algunos han llamado invierno nuclear, con temperaturas entre -25º y -40º C tanto en verano como en invierno. La luz solar que llegaría a la superficie de la Tierra estaría reducida durante varios meses a un pequeño porcentaje de su intensidad normal por efecto de las nubes de polvo que, levantadas por las explosiones, invadirían las capas altas de la atmósfera. Al finalizar este período, la radiación solar contendría tal proporción del componente ultravioleta que casi todas las formas de vida se verían profundamente afectadas. Y un largo etcétera.
Uno de los lugares comunes de la ofensiva conceptual más reciente contra el pacifismo se centra en la crítica de la idea de la paz como referencia absoluta. Podemos adelantar que el debate sobre la prioridad de la vida o de la libertad como valores supremos no será precisamente la conversación preferida de los habitantes que sobrevivieran en un planeta oscuro y frío cuya descripción recuerda al Hades de los mitos griegos.
Más información en la página 22
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