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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El margen de Jaruzelski

EL IRREDUCTIBLE carácter de Polonia, a la vez como hombre enfermo y como curiosidad inclasificable dentro del bloque soviético, se mantiene más allá de las innumerables vicisitudes políticas por las que atraviesa el país. Tanto es así que ni siquiera a la hora de proceder a una normalización forzada, como ocurrió con ocasión del autogolpe de Estado del 13 de diciembre de 1981, cesaron las singularidades. Esa reducción a la disciplina de una ciudadanía que se comportaba cada vez menos como corresponde a la dócil congregación de habitantes de un Estado socialista, no la llevó a cabo el partido comunista en el poder, sino el Ejército polaco, una organización militar de la que, si no cabe albergar dudas razonables sobre su lealtad geográfica y logística a la estrategia de Moscú, tampoco hay que confundir con una más de las correas de transmisión del Kremlin allende sus fronteras.Ese Ejército polaco que dirige el jefe del Gobierno y secretario del partido, general Wojciech Jaruzelski, es una institución que intenta comportarse -al igual que la Iglesia católica- como un organismo nacional, y que, por tanto, pretende encarnar una idea de Polonia que va más allá de una coyuntura política determinada. Si en los primeros momentos de la represión desencadenada por los hombres de Jaruzelski en el mes de diciembre de hace tres años pudo creerse que el intratable embrollo polaco iba a ser sometido a una dictadura pura y simple, como no había existido en el país del Vístula ni siquiera en los primeros años de la posguerra con el estalinista Bierut, la realidad de que existe un cierto margen de maniobra, incluso en la Polonia que sucede a la explosión libertaria que fue la aparición del sindicato Solidaridad, y la evidente intención de Jaruzelski de utilizar ese margen de maniobra, permiten aventurar que la evolución laberíntica y angosta de la sociedad polaca hacia un modelo de Estado distinto pero no distante del soviético, no ha concluido todavía.

A esa luz es a la que hay que ver la promulgación de la amnistía el pasado sábado, que en el curso de las próximas semanas deberá poner en la calle a algo más de 600 presos políticos del régimen, con muchas menos garantías de que no vayan a seguir actuando contra él mismo de las que tiene, por ejemplo, el Estado español en su ofensiva para la reinserción social de los etarras.

Es frecuente dar por supuesto que las grandes decisiones de Estado -como indudablemente lo fue el citado autogolpe militar- que se toman en los países de la Europa vinculada a Moscú jamás se adoptan sin el conocimiento, por lo menos, y el consentimiento, más que probable, de la URSS. La perspectiva de tres años permite suponer ahora que el autogolpe de Jaruzelski, apoyado por el Kremlin, pero no necesariamente decidido en el Kremlin, fue el mínimo que se le exigía a Varsovia para no tener que someterse a sevicias mayores. El máximo habría cobrado la ominosa forma de las divisiones blindadas soviéticas. De la misma forma, es razonable suponer que la promulgación de la amnistía ha sido conocida y consentida por Moscú, pero difícilmente apoyada y mucho menos decidida por el partido comunista del gran hermano.

Nos hallamos, por tanto, de, nuevo ante un intento de normalización a la polaca, de fraguar una vía de reconciliación nacional, indudablemente en unos márgenes estrechos de actuación y con unas posibilidades inmediatas de liberalización muy limitadas, que no permiten hablar de una reconducción dentro del sistema del fenómeno del sindicato Solidaridad, por mas que esa sena, probablemente, la gran ambición del general Jaruzelski. En esa tarea el Estado polaco, todavía caricatura inverosímil que mueve a la ciudadanía al esperpento del chiste y del sarcasmo, cuenta con un aliado de marca que, además, es una garantía de nacionalidad hasta para los más escépticos: el apoyo apenas velado de la jerarquía católica y, eventualmente, si el toma y daca resulta finalmente satisfactorio para ambas partes, del propio Vaticano de Juan Pablo II.

El Estado polaco cuenta con que una parte de Solidaridad se avenga finalmente a trabajar dentro del régimen aceptando el posibilismo de la realidad, al igual que ha hecho ya la Iglesia visible, que dirige el arzobispo Glemp. Eso deja fuera de juego a toda la plana mayor de la abortada revolución que provocó la caída de Edvard Gierek en 1980, y a la plana menor de la institución religiosa, la religión de los humildes púlpitos parroquiales donde se halla la dureza cristalina de la oposición al régimen.

Con esas bases -si no entusiastas, sí al menos resignadas, según espera Jaruzelski, a la continuación de esta historia interminable que es la de la singularidad polaca-, cl régimen comunista ambiciona poder decir nuevamente al Kremlin aquellas palabras que cuentan que un general del zar pronunció al rendir cuentas en San Petersburgo, después de sobácar la enésima rebelión de la provincia polaca: "El orden reina en Varsovia". Pero Jaruzelski, pese a todo, no es un general de San Petersburgo.

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