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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Acerca de la literatura

El autor hace una reflexión sobre la mala conciencia de quien se sabe mal escritor. Y arremete contra el concepto del posmodernismo y los que se sienten ridículamente seguros por haber conseguido entrar en el "parnasillo literario circense" español y no saben nada de la muerte.

Cabe aplicar a la literatura la crítica sartreana del psicoanálisis: no se trata de represión o de corte epistemológico, sino de mala fe. El mal escritor sabe, de alguna manera, que lo es, y tiene por ello una indudable mala conciencia. Perseguido por su sombra, ve como una amenaza para él un tipo de autores que, como Poe, sabían demasiado bien lo que era escribir. Dicen que Poe, en una sola noche, hizo 40 críticas de las obras de todos sus contemporáneos: a ellos se los llevó el viento, y no queda más que un nombre, el de Poe. A los de aquí se los llevará, sin duda, también el viento, como al sombrero de Escarlata O'Hara, pero mientras tanto, ellos permanecen como algo incómodo. Se sienten ridículamente seguros por haber conseguido entrar, a base de adulaciones, en el "parnasillo literario circense" español, y no saben nada de la muerte.Sin embargo, parece como si los que hoy me atacan pertenecieran al dominio más hard-boiled de la literatura española: Eduardo Haro Ibars y Alberto Cardín. No sé si son, como se dice, posmodernos. Lo que sé de los posmodernos me dice bien poco en favor de esta palabra. Esto es, su calidad. Lo que sé de los modernos me dice exactamente lo mismo. La única modernidad que nunca pasará de moda es la del suicidio -no por nada Jacques Rigaut decía que le consolaba "lo infinitamente moderno que él era" (*)- o la locura. Mi caligrafía tiembla al escribir esto: es, sin duda, posmoderna. Mi conciencia parece un dragón. Creo que, en definitiva, lo que cuenta es saber hacer bien lo que se pretende hacer, sean cualesquiera su estructura o sus pretextos ideológicos. Y eso no se aprende en escuela alguna. Eliot era católico. Pound, fascista. La enorme tragedia del sueño sobre las espaldas del campesino. Que los gusanos devoren al novillo muerto.

Frente a mí, un niño autista ríe al oír los ruidos de la cocina. Su sordidez secreta. Un hombre ya maduro, instalado en una silla de ruedas, golpea sin cesar su cabeza con la mano. Otro lleva la cruz de hierro sobre el pijama. Todos se ríen de nosotros. En las paredes hay nombres de dioses muertos: Varem, Icso, Yahvé, seguidos de una cruz a manera de breve y modesto epitafio. Mañana morirá otro loco. Las paredes absorberán el hedor de la tinta.

Después de Lacan, ¿qué? ¿La tasa social sobre el fracaso? ¿El triunfo de Eduardo Haro Ibars, contento como un niño con zapatos nuevos por haber entrado en el "parnasillo literario circense"? O el de Alberto Cardín, que, si no he leído mal su vasta obra dedicada a la erradicación de la tierra de Fernando Savater, tiene como singular paraíso artificial el comer muchas pastas?

Sin duda, como decía Edwin Lemert en La maggioranza deviante, el paranoico tiene realmente perseguidores. En la televisión, un niño gordezuelo, parecido al que imagino en mi guión sobre La extraña historia del doctor Jekyll y Mr. Hyde", canta El de la mochila azul,

"El de la mochila azuuul / me dejó gran inquietud".

Sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos, cedo al acoso del recuerdo. Luego me levanto, aderezo los órganos del muñeco, me dirijo finalmente al estanque de los patos, los contemplo chillar y pelearse entre sí. En cambio, ellos no me miran. Vuelta al pabellón: otro loco mastica su bata. Se les dice, injustamente, enfermos. No, la locura no es una enfermedad. Son víctimas del mayor de los aplastamientos sociales. No son locos, sino enloquecidos. La locura es una reacción normal ante determinadas situaciones de jaque mate social o microsocial. Cualquier individuo reaccionaría de la misma manera ante parecidos estímulos. Y esto no es Lacan, sino Giovanni Jervis. Pienso en irme con él a Italia e intentar trabajar en este campo tan cercano a la poesía. Es una idea. Tengo conceptos muy claros acerca de la locura. Entiendo a todos los enfermos de por aquí, incluso a los más graves.

Todo hombre es en sí un continente, no una isla. El deseo del hombre es deseo del otro. Por ello cuando alguien cae caemos todos con él. Por ello ninguna tragedia es concebible en solitario, llovida del cielo. Es más, la soledad es imposible: está poblada de fantasmas.

Y viceversa, de mi tragedia, tu oscuridad emana. No eres un hombre, estás marcado por la oscuridad. Por no haberte arriesgado a perder el sentido, he aquí que careces de él. Lo dijo Derrida: "Todo poema corre el riesgo de carecer de sentido, y no sería nada sin ese riesgo". La literatura no es nada si no es peligrosa. Lo mismo que se arriesga el psicoanalista a depositar como un óbolo su razón en lo inconsciente, la literatura, que es la misma búsqueda, no debe protegerse.

Si hay fallos en mi obra -particularmente lo reconozco a propósito de El que no ve-, tengo, sin embargo, la satisfacción de haber siempre considerado la literatura como un en-sí indiferente a su inscripcion social -"el vicio radical estriba en la transmisión del discurso"-; es decir, en definitiva, como algo serio. Si los demás no se comen el tarro, es problema suyo. Que no entren en el bosque de la noche. Desde el principio supe que no había salida. Que no usen mi torpe biografía para juzgarme. La literatura no es un modo de vida. "La no-vida es un estado de disolución / del yo en vida, causa de la escritura y a la vez su resultado", decía ya en Teoría. Por lo demás, me agrada el que tanto vitalmente como por escrito haya cumplido la profecía. Si yo no fuera yo, tampoco Dios habría sido.

* Jacques Rigaut, Écrits. Gallimard Editions. Leopoldo María Panero, escritor, es autor del libro de cuentos En el lugar del padre.

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