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Tribuna:
Tribuna
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Entre tocayos / 1

Mario Vargas Llosa

Aunque con cierto atraso, quiero comentar, ahora que tengo un respiro, el artículo de mi amigo Mario Benedetti acusándome de frivolidad política y de recurrir ("amparado quizá en las dispensas de la fama") al golpe bajo y al juego ilícito en el debate ideológico, que apareció en EL PAÍS (9 de abril de 1984) y que ha sido luego reproducido en medio mundo (de Holanda a Brasil).Aunque no veo a Benedetti hace una punta de años y aunque nuestras ideas políticas se han distanciado, mi afecto por el buen compañero con quien compartí desvelos políticos y literarios en los sesenta y setenta no ha variado, y menos mi admiración por su buena poesía y sus excelentes narraciones. Soy incluso atento lector de sus artículos, a los que, a pesar de discrepar a menudo con ellos, tengo por un modelo de periodismo bien escrito. Me apena por eso que me haya creído capaz de insultarlo en aquella entrevista aparecida en Italia en la revista Panorama y que Valerio Riva tituló, aparatosamente, "Corruptos y contentos". Una de las cosas que tengo claras es que la única manera de que la controversia intelectual sea posible es excluyendo de ella los insultos, y desafío a que, aun buscando con lupa, alguien los encuentre en un texto firmado por mí. De las entrevistas estoy menos seguro. Benedetti sabe tanto como yo las sutiles o brutales alteraciones de que uno es víctima cuando las concede, sobre todo si ellas rozan el tema político, siempre incandescente tratándose de América Latina.

La entrevista de Panorama es fiel en esencia a lo que dije, no en el énfasis dado a ciertas frases. Algunos asuntos que toqué en ella, es cierto, exigían un desarrollo y una matización más cuidados para no parecer meros ucases. Como ellos son de sobrasaliente actualidad, vale la pena retomarlos en esta polémica -cordial- con mi tocayo.

El primero es: el intelectual, como factor del subdesarrollo político de nuestros países. Subrayo político porque éste es el nudo de la cuestión. Hay una extraordinaria paradoja en que la misma persona que, en la poesía o la novela, ha mostrado audacia y libertad, aptitud para romper con la tradición, las convenciones y renovar raigalmente las formas, los mitos y el lenguaje, sea capaz de un desconcertante conformismo en el dominio ideológico, en el que, con prudencia, timidez, docilidad, no vacila en hacer suyos y respaldar con su prestigio los dogmas más dudosos e incluso las meras consignas de la propaganda.

Examinemos el caso de los dos grandes creadores que Benedetti menciona -Neruda y Carpentier- preguntándome burlonamente si ellos son más culpables de nuestras miserias "que la United Fruit o la Anaconda Cooper Mining". Tengo a la poesía de Neruda por la más rica y liberadora que se ha escrito en castellano en este siglo, una poesía tan vasta como es la pintura de Picasso, un firmamento en el que hay misterio, maravilla, simplicidad y complejidad extremas, realismo y surrealismo, lírica y épica, intuición y razón y una sabiduría artesanal tan grande como capacidad de invención. ¿Cómo pudo ser la misma persona que revolucionó de este modo la poesía de la lengua el disciplinado milítante que escribió poemas en loor de Stalin y a quien todos los crímenes del estalinismo -lar purgas, los campos, los juicios fraguados, las matanzas, la esclerosis del marxismo- no produjeron la menor turbación ética, ninguno de los conflictos y dilemas en que sumieron a tantos artistas? Toda la dimensión política de la obra de Neruda se resiente del mismo esquematismo conformista de su militancia. No hubo en él duplicidad moral: su visión del mundo, como político y como escritor (cuando escribía de política) era maniquea y dogmática. Gracias a Neruda, incontables latinoamericanos descubrimos la poesía; gracias a él -su influencia fue gigantesca-, innumerables jóvenes llegaron a creer que la manera más digna de combatir las iniquidades del imperialismo y de la reacción era oponiéndoles la ortodoxia estalinista.

El caso de Alejo Carpentier no es el de Neruda. Sus elegantes ficciones encierran una concepción profundamente escéptica y pesimista de la historia, son bellas parábolas, de refinada erudición y artificiosa palabra, sobre la futilidad de las empresas humanas. Cuando, en los años finales, este esteta intentó escribir novelas optimistas, más en consonancia con su posición política, debió violentar algún centro vital de su fuerza creadora, herir su visión inconsciente, porque su obra se empobreció artísticamente. Pero, ¿qué lección de moral política dio a sus lectores latinoamericanos este gran escritor? La de un respetuoso funcionario de la revolución que, en su cargo diplomático de París, abdicó enteramente de la facultad, no digamos de criticar, sino de pensar políticamente. Pues todo cuanto dijo, hizo o escribió en este campo, desde 1959, no fue opinar -lo que significa arriesgarse, inventar, correr el albur del acierto o el error-, sino repetir beatamente los dictados del Gobierno al que servía.

Se me reprochará seguramente ser mezquino y obtuso: ¿acaso el aporte literario de un Neruda o un Carpentier no es suficiente para que nos olvidemos de su comportamiento político? ¿Vamos a volvernos unos inquisidores exigiendo de los escritores no sólo que sean rigurosos, honestos y audaces a la hora de inventar, sino también en lo político y en lo moral? Creo que en esto Mario Benedetti y yo estaremos de acuerdo.

En América Latina, un escritor no es sólo un escritor. Debido a la naturaleza terrible de nuestros problemas, a una tradición muy arraigada, al hecho de que contamos con tribunas y modos de hacernos escuchar, es también alguien de quien se espera una contribución activa en la solución de los problemas. Puede ser ingenuo y errado. Sería más cómodo para nosotros, sin duda, que en América Latina se viera en el escritor alguien cuya función exclusiva es entretener o hechizar con sus libros. Pero Benedetti y yo sabemos que no es así; que también se espera de nosotros -más, se nos exige- pronunciarnos continuamente sobre lo que ocurre y que ayudemos a tomar posición a los demás. Se trata de una tremenda responsabilidad. Desde luego que un escritor puede rehuirla y, pese a ello, escribir obras maestras. Pero quienes no la rehúyen tienen la obligación, en ese campo político donde lo que dicen y escriben reverbera en la manera de actuar y pensar de los demás, de ser tan honestos, rigurosos y cuidadosos como a la hora de soñar.

Ni Neruda ni Carpentier me parecen haber cumplido aquella función civica como cumplieron la artística. Mi reproche, a ellos y a quienes, como lo hicieron ellos, creen que la responsabilidad de un intelectual de izquierda consiste en ponerse al servicio incondicional de un partido o un régimen de esta etiqueta, no es que fueran comunistas. Es que lo fueran de una manera indigna de un escritor: sin reelaborar por cuenta propia, cotejándolos con los hechos, las ideas, anatemas, estereotipos o consignas que promocionan; que lo fueran sin imaginación y sin espíritu crítico, abdicando del primer deber del intelectual: ser libre. Muchos intelectuales latinoamericanos han renunciado a las ideas y a la originalidad riesgosa, y por eso entre nosotros el debate político suele ser tan pobre: invectiva y clisé. Que haya acaso entre los escritores latinoamericanos una mayoría en esta actitud parece confortar a Mario Benedetti y darle la sensación del triunfo. A mí me angustia, pues ello quiere decir que, a pesar de la riquísima floración artística que nuestro continente ha producido, aún no salimos del oscurantismo ideológico.

Hay, por fortuna, algunas excepciones, dentro de la pobreza intelectual que caracteriza a nuestra literatura política, como los autores que cité en la entrevista: Paz, Edwards, Sábato. No son los únicos, desde luego. En los últimos años, para mencionar sólo el caso de México, escritores como Gabriel Zaid y Enrique Krauze han producido espléndidos ensayos de actualidad política y económica. ¿Pero por qué estas excepciones son tan escasas? Creo que hay dos razones. La primera: los estragos y horrores de las dictaduras militares llevan al escritor ansioso de combatirlas a optar por lo que le parece más eficaz y expeditivo, a evitar toda aquella matización, ambigüedad o duda que pudiera confundirse con debilidad o "dar armas al enemigo". Y la segunda: el temor a ser satelizado si ejercita la crítica contra la propia izquierda, la que, así como ha sido inepta en América Latina para producir un pensamiento original, ha demostrado una maestría insuperable en el arte de la desfiguración y la calumnia de sus críticos (tengo un baúl de recortes para probarlo).

Benedetti cita a un buen número de poetas y escritores asesinados, encarcelados y torturados por las dictaduras latinoamericanas (es significativo de lo que trato de decir que olvide mencionar a un solo cubano, como sí no hubieran pasado escritores por las cárceles de la isla y no hubiera decenas de intelectuales de ese país en el exilio. De otro lado, por descuido, coloca a Roque Dalton entre los mártires del imperialismo: en verdad, lo fue del sectarismo, ya que lo asesinaron sus propios camaradas). ¿He puesto en duda alguna vez el carácter sanguinario y estúpido de estas dictaduras? Siento por ellas la misma repugnancia que Benedetti. Pero, en todo caso, aquellos asesinatos y abusos muestran la crueldad y ceguera de quienes los cometieron, y no necesariamente la clarividencia política de sus víctimas. Que algunas de ellas la tuvieran, desde luego. Otras carecían de ella. El heroísmo no resulta siempre de la lucidez, muchas veces es hijo del fanatismo. El problema no está en la brutalidad de nuestras dictaduras, sobre lo que Benedetti y yo coincidimos, así como en la necesidad de acabar con ellas cuanto antes. El problema es: ¿con qué las reemplazamos?, ¿con Gobiernos democráticos, como yo quisiera?, ¿o con otras dictaduras, como la cubana, que él defiende? Igual que en las novelas largas, que a los dos Marios nos gustan tanto, continuará mañana.

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