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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Negro y oro

Cuando se me ocurrió, hace ya muchos años, escribir un drama a propósito de las fiestas de toros, su título estuvo a punto de ser el que encabeza estas líneas. Como se sabe, los trajes de ,los toreros se describen así: rojo y oro, celeste y oro, tabaco y oro... (o plata, naturalmente); también en ocasiones aparece en los ruedos el negro y oro de mi título...(Había un torero que se llamaba Pedro Mata. ¿Solía vestir él negro y oro? Así creo recordando, y también, con esto y otras cosas, me recuerdo como joven abonado involuntario -pero feliz-, con mi padre, en la fila 19 del tendido 10, filas 19 y 20, durante algunos años; ¿queréis saber del toreo de aquella época? Algo podría contar yo; y también de mis placenteros sufrimientos en aquellas tardes de domingo en la plaza de Las Ventas de Madrid.)

Con lo de negro y oro -que luego fue La cornada- quería yo llamar la atención sobre las sombras más o menos siniestras de la fiesta, que por otra parte desconocía. "Lo demás era muerte y sólo muerte / a las cinco de la tarde".

Estos versos de Lorca brillaban oscuramente -negro y oro- en el frontispicio de un drama que sólo secundariamente era antitaurino. Pero que lo era.... / pero que lo es, / aunque no con la intención directa y panfletaria de aquella otra obra teatral abuela de la mía: Los semidioses, de Federico Oliver, en la cual un héroe olvidado y marginado, con el cráneo roto, agonizaba en su casa mientras una muchedumbre vitoreaba no recuerdo si a Gallito o a Belmonte (o quizá fuera a otro maestro que salía en hombros de la plaza en aquella tarde de fúnebre domingo). ¿Terciar ahora -que ya no sería terciar, pues han sido varias las intervenciones en la actual polémica entre taurófilos y taurófobos- en un debate sobre esa fiesta sangrienta? No es ése mi propósito; pero tampoco me parece buena la actitud de quien, muy listo él, considere este tema como un mero ornamento más de la fiesta: un cortejo inevitable y también pintoresco en el cuadro de esta danza macabra. El sistema cuenta, sin duda, con estas gentes tan listas para reproducirse sin mayores problemas. El papel del aguafiestas llegará a formar así parte de la fiesta, y todos tan felices. La fiesta contaría, pues, entre sus diversiones, la de chancearse de la hipersensibilidad de los antitaurinos y de sus desmelenamientos. No ando yo, ni mucho menos, por este camino de la chanza; y hasta pienso que, en el cuadro de una revolución cultural hoy por hoy sólo imaginable, habría que plantear un programa de desaparición gradual de este espectáculo; por ejemplo, la elevación cultural de. la población produciría seguramente efectos muy positivos en el marco de tan deseable programa socio-cultural antitaurino, cuyas dificultades prácticas, aun en la mejor y más progresiva de Has situaciones políticas, no se me ocultan a la vista, no sólo de la afición (que se sigue reproduciendo, de manera que siempre hay jóvenes aficionados a la fiesta), sino también y sobre todo de cuanta es la gente que vive del toro, o sea, del ritual que consiste en matar -¿que bellamente?- a una noble bestia por medio de, por lo menos, cuatro heridas graves y seis menos graves, o si se quiere leves, lo que en el alambicado lenguaje de la crítica taurina suele decirse así: "El burel tomó tres varas; los subalternos se lucieron con los palos; el maestro acabó con el astado de media, que bastó". Así ocurre en los más bellos de los casos; porque cuántas veces la carnicería llega, como Ángel Fernández-Santos ha dicho muy bien, a la náusea. Es fácil imaginar, por ejemplo, el horror que se oculta detrás de frases inocentemente técnicas como ésta: "El matador no acertó con el acero; escuchó tres avisos".

Pero también estoy de acuerdo con Fernández-Santos, cuyo artículo La sangre de las bestias me parece admirable, en señalar los grandes horrores de la violencia invisible que tantos sensibles ciudadanos antitaurinos parecen aceptar -¿porque la ignoran?- a las mil maravillas. A este respecto, recuerdo ahora que durante la guerra de Vietnam un grupo pacifista quemó públicamente, en cierta plaza alemana, un perro. Gritos de horror y de cólera se despertaron entonces contra los autores de tamaño acto por parte de gentes que cada mañana leían en los periódicos, tranquilamente, que las poblaciones vietnamitas estaban siendo bombardeadas con napalm.

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