El helado ardor de Antonio Quirós
Por trayectoria y obra artísticas, Antonio Quirós (Santander, 1914-Londres, 1984) es un caso de muy difícil clasificación, una de esas figuras universalmente respetadas, pero que no caben en los esquemas. Formado en ese Santander cosmopolita de antes de la guerra civil, discípulo de un pintor local totalmente académico -Camollano-, emparentado con María Blanchard y dotado de una precoz personalidad, no es fácil, desde luego, determinar qué y cómo maduró Quirós su peculiar universo plástico, en el que se mezclan un virtuosismo técnico prodigioso y un mundo imaginativo alucinante. Interpretando algunas de sus raíces pictóricas, cabe aludir a ciertas huellas de la propia María Blanchard y de Vázquez Díaz, lo que nos facilita la pista de su apetito juvenil de modernidad; pero ni la dureza cristalina de estos pintores figurativos poscubistas, ni la correspondiente coloración mineral con que rellenaban los contornos tallados, ni tampoco, en fin, por otra parte, la apropiación de cierta atmósfera superrealista permiten el encasillamiento de Quirós.
Alma metafísica
Enrolado en el Ejército republicano durante la guerra civil, conocedor de la derrota, los campos de concentración, la resistencia y el exilio, Quirós es un solitario introvertido que mantiene aristocráticamente la compostura mientras su aguda sensibilidad absorbe, como un secante, la realidad empapada de desdicha. En la posguerra reside en París, en cuyas academias de La Grande Chaumière y Julien había estudiado pintura, pero no se puede decir que allí formara escuela como otros artistas españoles, a pesar de que estuvo en la capital francesa durante 12 años seguidos, desde 1939 hasta 1951.Una vez configurado su personalísimo estilo, que se puede seguir bien a partir de los años cuarenta, no hay grandes cambios en la pintura de Quirós, que, sin embargo, se mantiene activo. No es un creador dúctil, de rápidas variaciones superficiales, sino un alma metafísica, concentrada y profundamente silenciosa. Los personajes de sus cuadros tienen la dolorosa rigidez de cuerpos convulsos retorciéndose en el espacio indefinido de la soledad. Haber situado a estas criaturas, casi consumidas, en medio de una atmósfera de vaporosa indeterminación, con lo que parecen flotar en una desolación patética, proporciona una inmediata sensación de absurdo.
Con la tragedia en ciernes, cuidadosamente solapada, Quirés interpone entre la percepción inmediata de lo grotesco y su representación una sutil capa de frío distanciamiento; diseca las efusiones y mete el corazón en un estuche transparente. Hay, pues, en él algo de esa corriente estética española de ardores helados que se reconoce en El Escorial, en Velázquez, en Juan Gris... Distrae sus humores visionarios, que pueblan su imaginación con fantasmas quevedescos, con la aplicación de una perfección técnica maniaca, apurada al máximo y enterrada con los elegantes brillos del barniz. Y esa mezcla de gritos ahogados y refinamientos manieristas es la que refuerza hasta lo insoportable la sensación de inquietante desazón que proporcionan sus cuadros.
De buen porte, como de oficial británico del viejo imperio, Quirós tenía una presencia gallarda y no necesitaba meter ruido para hacerse notar. Su personalidad, como su pintura, emanaba un aura reverencial que imponía respeto. Realizó últimamente exposiciones personales importantes en Madrid y Santander. También, siendo ministro de Hacienda García Añoveros, se le encargó y llevó a cabo un impresionante retrato del Rey. Miraba con despego a la fama y ha muerto con la misma discreta dignidad con la que siempre había vivido.
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