Guía de perplejos
No era difícil orientarse en la política española: se estaba a favor o en contra del régimen, pero modulando cada cual el grado de adhesión o de rechazo a límites razonables. Al final eran pocos los adictos incondicionales, y desde luego, muchos menos los que lo combatían de frente. En los últimos 20 años de franquismo -otra es la historia de los 20 primeros, pero ésta, demasiado trágica, hemos decidido reprimirla en el olvido-, los españoles aprendimos a sobrellevar el régimen con sorprendente ductilidad, aceptando la supresión de los derechos políticos más elementales, así como la conculcación de los humanos, a cambio de ir mejorando el nivel de vida. El régimen terminó legitimándose por su! realizaciones: las condiciones impuestas desde fuera para tolerar su sobrevivencia dieron sus frutos. Creo que fue el señor Fraga el que aprovechó la celebración de los 25 años de paz para difundir el tono apropiado: nada de teoría del caudillaje, vocación de imperio o destino en lo universal; simplemente, estómagos agradecidos.España, integrada militar y económicamente en el llamado mundo occidental -el que no lo fueran las instituciones políticas lo consideraban los más linces un arcaísmo folklórico que se resolvería a la muerte del dictador-, se transformaba a ojos vistas de un país agrícola retrasado en uno urbano e industrial, con la aspiración a integrarse un día en la Comunidad Económica Europea, uno de los pivotes del mundo industrial desarrollado. Las décadas de los sesenta y los setenta se revelan claves en la historia contemporánea de España. Bajo la monotonía opresiva de un régimen político agotado que no deja resquicio para el cambio, al ser, según propia definición, el único adecuado a la idiosincrasia de los españoles, las estructuras básicas de la sociedad se transforman a un ritmo vertiginoso, sin apenas afectar a las superestructuras políticas e ideológicas. Nunca en la historia de España había pasado tanto en profundidad y tan poco en la superficie. En estos años hunden sus raíces algunos de los problemas graves que hoy nos acosan, pero también se perfila lo que ya parece un destino ineluctable: convertirnos en un país más -es decir, sin diferencias discriminatorias- de la Europa comunitaria.
Las dificultades de orientación empezaron con la reforma política, aurrieritando sin cesar en el transcurso de estos ocho años tan llenos de acontecimientos. Se comprende el desconcierto de un pueblo que en tan breve plazo ha vivido la conversión de una dictadura en un régimen democrático, el asalto armado al Congreso, el desmadre de las autonomías y el. resurgir de una nueva idea de Estado, la formación y disolución en el poder del partido gobernante, el triunfo arrollador de los socialistas y la puesta en práctica de una política económica según los patrones clásicos del liberalismo más ortodoxo. Demasiadas paradojas para que la perplejidad no sea el rasgo común de los españoles. Muchos resumen esta experiencia en un "todo es posible en España", dispuestos a encajar todavía los más peregrinos sucesos.
Todo es posible
Los que viven dejándose arrastrar por los acontecimientos parecen disfrutar de un porvenir incierto; lo único que no aguantan es que no pase nada. En cambio, para los que vivir es elegir lo que queremos ser, no hay otro modo de apaciguar la preocupación por el mundo que nos rodea que aventurando algunas ideas. Como mi vida y la de cada cual dependen en un altísimo grado de lo que pase en España, en Europa, en el mundo, resulta insoportable la incertidumbre sobre nuestro destino colectivo. Prever el futuro -he aquí la primera tarea y la más arriesgada e ingrata del intelectual- supone, por lo pronto, poner de manifiesto una cierta racionalidad en lo que acontece. El todo es posible se descubre, a poco que nos paremos a reflexionar, tan necio como irresponsable. Ahí van, comprimidas al máximo, unas cuantas hipótesis sobre lo ocurido que tal vez echen alguna luz sobre lo que puede suceder.
El año 1976 nos reserva dos sorpresas, difíciles de acoplar para aquella minoría de españoles politizados, claramente definida en contra o a favor del régimen. Los primeros tienen que asimilar el hecho de que el franquismo no se desmorona con la muerte del dictador; funcionaron los mecanismos legales previstos para la sucesión, y la oposición democrática, demasiado débil para derribar en vida al dictador, se evidencia impotente para enterrar a un régimen de factura personal, incluso después de haber perdido a su líder carismático. El régimen no sólo sobrevive al dictador, como éste había anunciado en cada ocasión, sino que, para sorpresa del pequeño puñado de sus adictos incondicionales, se constituye en el motor principal del cambio. La historia es conocida: con la pasividad complaciente de la mayor parte de los españoles, el régimen sobrevive en sus componentes esenciales -capitalismo, integración en el mundo occidental, forma monárquica del Estado-, aceptando, a la búsqueda de una nueva legitimidad democrática, la autodisolución de aquellos otros obviamente desfasados.
Se evaporan así dos ilusiones que habían abrigado algunos españoles en los extremos del espectro político: los que pensaron que la continuidad del régimen significaba la fidelidad estricta a los principios del Movimiento, sin caer en la cuenta de que justamente esta fijación en lo accidental y desfasado ponía en peligro los componentes esenciales, y los que soñaron con que al fin del franquismo se inauguraría una etapa revolucionaria en la que cabría una política de ruptura con las formas capitalistas de producción y, consecuentemente, con los centros hegemónicos del capitalismo mundial, y que esperaban que la España posfranquista fuese una cabalmente antifranquista, es decir, socialista, neutral y republicana.
Estas dos posiciones, inasimilables dentro del nuevo régimen, delimitan su contorno. A la derecha subsiste un franquismo residual, más arraigado en el aparato del Estado que en la sociedad, incapaz por sí mismo de reconvertir la situación., pero que podría dar todavía algún juego si se agudizase la crisis social y económica. A la izquierda, un antifranquismo radical que recalca la evidente continuidad de las estructuras sociales, aparato del Estado y modo de articulación internacional; al haber identificado el cambio con el desprendimiento y progresiva ruptura con los componentes esenciales del viejo y del nuevo régimen, es natural que se sienta desencantado, cuando no frustrado o indignado. Orientarse en el momento actual supone, por lo pronto, emplazar el nuevo régimen en su espacio propio, diferenciando nítidamente lo que cabe en su interior de todo aquello que queda fuera de su perímetro. Se trata de algo tan trivial, pero a la vez tan necesario, como definir la especie por sus componentes esenciales para, por lo menos, no pedir peras al olmo.
Mientras gobernó UCD, un partido nacido desde el poder para llevar a cabo la transición dentro de los límites impuestos, la izquierda democrática pudo mantener la ilusión de que aquéllos lo eran tan sólo del partido gobernante. El PSOE alimentó este malentendido adoptando en vísperas del final del franquismo posiciones que rompían no sólo los márgenes estrechos del régimen establecido, sino los más amplios del que se pretendía establecer. En el 27º Congreso, en aquel ya lejanísimo año de 1976, el PSOE discutía, al parecer con la mayor seriedad, una política económica de transición al socialismo, una internacional, desvinculada de los bloques, a la vez que ratificaba su vocación republicana. En aquellos meses, el PSOE encarnaba el antifranquismo más ortodoxo. Miguel Boyer abandona un partido que le parecía desquiciado, dando muestra de la misma coherencia que luego mostró Luis Gómez Llorente retirándose a casa cuando se volvieron las tornas. En un país deslumbrado por los espectáculos camaleónicos a los que hemos asistido estos últimos años, conviene recordar dos conductas ejemplares que, al representar políticas de sentido opuesto, no cabe malinterpretar por el afán de llevar el agua a un molino determinado. Sólo una enseñanza; al final suele ganar aquel a quien su inclinación le lleva a posiciones de derecha.
Corregir la imagen
Los socialistas se han esforzado en corregir la imagen que dieron en 1976. Con la aprobación de la Constitución quedaba resuelto el tema de la forma del Estado; el 28º Congreso eliminó
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cualquier perspectiva de transformación del orden socioeconómico establecido -no otra era la cuestión de fondo que encubría la bizantina marxismo sí o no-; el único punto que continúa abierto, para cerrarse muy pronto con la fijación de la fecha en que España entra en la Comunidad Económica Europea, era el de la OTAN. El español sabía perfectamente lo que elegía el 28 de octubre. La mayor parte de los tan cacareados 10 millones vota en primer lugar y sobre todo estabilidad; el 23 de febrero y la disolución del partido gobernante no dejaban otra alternativa. Los socialistas llegan al Gobierno con el encargo de contribuir a la estabilización del nuevo régimen, tal como está constituido, con sus componentes esenciales: capitalismo, integración occidental y forma monárquica del Estado.
Desde el punto de vista de la estabilización del régimen, la política gubernamental no ha podido defraudar a nadie. Llama la atención, sin embargo, que el cumplimiento de su encargo electoral haya levantado tanta confusión y desconcierto. El Grupo Popular, por completo desmoralizado, ha tardado más de un año en comprender que el nuevo régimen ha encontrado en el PSOE su cabal expresión política. Adiós vanas esperanzas de que la llegada de los socialistas al Gobierno, al reavivar los rescoldos de 1976, desencadenase un rápido proceso de desestabilización que en un corto plazo llamase al Gobierno a los que han gobernado siempre. Los socialistas refuerzan la monarquía como no lo hubiera podido hacer ningún otro partido, practican una política económica que llevada adelante por la derecha hubiera producido altísimas tensiones sociales, y para colmo, nos integrarán en la OTAN a su debido tiempo, es decir, después de haber conseguido la entrada en la Europa comunitaria. Que no quede malentendido alguno. Los socialistas están empeñados en consolidar el régimen existente, el que surgió de la transformación interna del franquismo, sin coquetear lo más mínimo con la posibilidad suicida de intentar desde el Gobierno la ruptura que no consiguieron en 1976 desde la oposición.
Sin la noche del 23 de febrero pocos a la izquierda encajarían hoy esta política, pero tampoco hubiera obtenido el PSOE una mayoría aplastante el 28 de octubre. Los españoles votaron por la estabilización de lo existente -"¡Madre de Dios, que me quede como estoy!"-, añadiendo luego cada cual la esperanza de que Felipe resolvería el problema que más nos agobia en particular. En cuanto sentimos más o menos estabilizado el régimen -no ha habido crisis de Gobierno ni rumores desestabilizadores, no se ha oído ruido de sables- y, libres de preocupaciones, miramos a nuestro alrededor, cada cual pendiente del problema que le acucia, el desánimo es bien visible: la realidad cotidiana se parece no sólo a la de ayer, sino a menudo incluso a la de anteayer.
La crisis económica se encara azotando a loi de abajo; lo de la solidaridad y reparto de cargas no se acomoda a un sistema económicó que tiene sus propias leyes y que no admite correcciones sin reaccionar furiosamente. Resignados, muchos llegan a la conclusión de que quizá no se puede aspirar a la vez a la estabilidad del régimen y a una rápida transformación de lo cotidiano; que si aguantamos estos años y al término de la recesión logramos montarnos en el carro de los países pilotos, los esfuerzos realizados echarán copiosos frutos, permitiendo en años de mayor abundancia, pero con el tesoro incólume de las instituciones democráticas, desplegar al fin la imaginación política.
Habría llegado la hora de que los socialistas se reconocieran como tales.
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