_
_
_
_
El fallecimiento del autor de 'Rayuela'

"¡Descanso, mi generaI'

Aprendí a amar a Julio Cortázar cuando lo del golpe de Pinochet en Chile. Le conocía desde hacía años; una relación cordial, divertida. En septiembre de 1973, Saúl Yurkievich y yo fuimos a verle para aunar esfuerzos en algún acto significativo que canalizara nuestra rabia indignada. Al cabo de unos meses, Gallimard publicó Chile: le dossier noir, una obra colectiva capitaneada por Julio, realizada en una mesa de redacción improvisada en mi casa, cuyo destino fue el de convertirse en lectura obligatoria en los cursos de historia contemporánea latinoamericana de la Sorbona. Julio fue el alma de la empresa, y desde entonces, cada vez que nos hablamos por teléfono, el saludo de rigor era esa burla antimilitarista del "¡Descanso, mi general!". Yo ya sabía que era él. Él sabía que era yo.Se dice muy rápidamente "el alma de la empresa". Pero nada menos habitual ni fácil. Julio nos animaba trabajando como uno más. Llevaba y traía gruesos cartapacios llenos de recortes y documentos. Discutía sobre problemas prácticos con la misma pasión con que discutía de política o de literatura. Aceptó mil veces comunicarse con alguien, transcribir un par de folios, corregir textos o pruebas. Ni yo ni nadie de los más de 60 colaboradores seríamos capaces de recordar una sola vez en que Julio rechazara la mínima tarea burocrática. Y ése era su ejemplo vivo.

Con el pasar del tiempo, nuestra relación se fue estrechando. Un día me presentó a Carol, su nueva esposa, y recuerdo la emoción que sentí al verle acaramelado como un muchacho, y ella con él. Novios.

Extraño invento

Luego, un tiempo más tarde, nos hicimos amigos. Yo dirigía Seix Barral, Julio había perdido a Carol y estaba de paso por Barcelona. Cenamos con Cristina Peri Rossi en el Agut d'Aviñó, y Julio me contó lo que estaba haciendo. Me habló de sus viajes a Nicaragua; de la desdicha argentina; de su próximo libro de cuentos, que saldría unos meses más tarde, editado por Alfaguara, con el título de Deshoras. Y me habló de un extraño invento, texto y fotos, escrito a cuatro manos con Carol, una especie de crónica de viaje con mucho sabor a Cortázar. También me habló de otros proyectos; no negó que tuviera una idea de novela; mencionó los artículos que escribía para la Prensa latinoamericana y que tan poco circulaban por España. Yo le hablé de mi vida editorial y de mis proyectos, y envalentonado por el prestigio de la editorial que dirigía, le pedí que nos diera esa crónica ilustrada de viaje y que nos dejara publicar, en edición de lujo, sus relatos completos. Dijo que se lo pensaría. La muerte reciente de Carol estaba todavía demasiado cerca como para que Julio fuera capaz de decisiones rápidas. Le llevó una semana...

La muerte de Carol nunca se alejó para él. Le resultaba imposible aceptar el hecho, y creo que murió esta mañana sin haberlo aceptado. Carol era mucho más joven que él, y su muerte tenía algo de ilógico. Ella no debía haber sido la primera en marcharse.

Cuando me alejé de Seix Barral fue cuando me hice amigo de Julio. Antes, le amaba. Ahora éramos amigos. Su reacción fue inmediata: los libros que me había prometido, me los había prometido a mí, no a la casa. Esos libros habían de ser para mí. Prácticamente, me estaba diciendo que yo debía ser su editor. Su estado anímico al acercarse el verano de 1983 no era bueno. Por pura y llana amistad, le invité a pasar las vacaciones de agosto, con mi mujer y conmigo, en el molino del Salado, próximo a Prádena, provincia de Segovia. No me imaginé que aceptara. Lo hizo, y le tuvimos en casa durante un par de semanas. Si hoy lloro a Julio es, en primer lugar, por esos 15 días de maravillosa convivencia. No me ha tocado conocer a nadie tan sencillo, tan animoso, tan noble, tan discreto. Y ello pese a sus malestares, cuya explicación conocemos hoy, pero que en ese momento él ignoraba o se guardó muy mucho de hacérnosla saber. Esos malestares de Julio no le dejaban a sol ni a sombra, le impedían dormir y, hasta cierto punto, le impedían vivir. Y, sin embargo, participó de todo: de las excursiones, las fiestas, las comilonas, la vida social; del silencio de ese paradisíaco rincón retirado del mundo; del poner la mesa, del quitarla. No le permitimos una sola cosa: lavar los platos, tarea que insistentemente reclamaba, aduciendo que había que fijar turnos, y a la que Nicole y yo nos opusimos formando un verdadero contubernio como para que la faena estuviera terminada cuando él se ofreciera para hacerla.Su fibra bondadosa, su manera de estar atento a las menores necesidades de la gente que le rodeaba era la manera con que expresaba su cariño. Cuando Julio preguntaba por alguien, no aceptaba nunca la respuesta habitual y evasiva del "está muy bien". Quería saber más, tomaba nota, recordaba, y nunca le faltaba una palabra afectuosa que, por favor, había que transmitir de su parte. A veces aprovechaba un momento a solas con alguien para hablar -muy breve, pero seriamente- de lo que obsesionaba en ese momento a su interlocutor. Una de las cosas que más le maravilló de su estancia veraniega en nuestro molino fue que la gente no tuviera empacho en tratarle como a uno más del grupo de amigos. Que no le estuvieran preguntando continuamente acerca de su obra, si prefería el cuento a la novela o en qué momentos le venía la inspiración. Una noche nos cantó un tango, de esos bien arrabaleros, en un lunfardo absolutamente insondable para nuestros amigos españoles. Otra noche en que todos bailábamos -era en un jardín segoviano-, bailó con nosotros.

Es un hecho común que no aparentaba la edad que tenía. Su mente era la de un joven en la plenitud de sus facultades. Su fisico engañaba. Quienes estábamos al lado, sin embargo, sabíamos que sus 69 años eran contantes y sonantes. Y, sin embargo -y pese a sus achaques-, nunca se ausentó de una reunión por cansancio, y así llegó varias veces a ver la madrugada con nosotros.

Nunca le vi ensañarse con nadie que no fuera Ronald Reagan. Hablamos de mucha gente, conocidos comunes que no siempre le apreciaban. Él jamás tuvo una expresión de desprecio hacia nadie. Lo más a que llegaba era a aventurar una posición polémica, de tipo intelectual o político. E invariablemente se decía dispuesto a tender una mano.

Volvió a París, estuvo corrigiendo las pruebas de Los autonautas de la cosmopista (como intituló la crónica de viaje), vino por última vez a Barcelona para aparecer en el programa de Mercedes Milá y ya no volví a verle.

Su relación con España era francamente insólita. Creo que solamente en Argentina la gente le quiere y le conoce físicamente tanto como para pararle en la calle y pedirle un autógrafo. En una de las excursiones que hicimos el verano pasado, visitamos la iglesia de Duratón, un pueblecito perdido próximo a Sepúlveda. Un enjambre de colegialas de entre 14 y 16 años, en bicicleta, coincidió con nosotros. Las chicas le reconocieron, le rodearon y compartieron la única hoja de papel que tenían, rompiéndola en pedacitos para que Julio les firmara a cada una de ellas. Su emoción era visible. Lo mismo le sucedió repetidas veces en la plaza Mayor de Segovia, en donde un niño de los muchos que se le acercaron le dio un libro suyo para que lo autografiara, diciéndole: "Para mi papá, usted es un dios". Y Julio, invariablemente subversivo, le dijo: "Decíle a tu papá que Dios no existe, que no hay dioses".

En una carta fechada el último 12 de diciembre en París, de regreso de su inesperado y sensacional viaje a Buenos Aires, me cuenta:

"A la salida de un cine de la calle de Corrientes, donde había visto la película de Soriano No habrá más pena ni olvido, me encontré con una manifestación que subía por Corrientes: dos o tres madres y abuelas, un par de diputados radicales y centenares y centenares de gente joven, algunos adolescentes y hasta niños, que gritaban por los desaparecidos y el retorno a la libertad. Como era inevitable, me vieron en la vereda: la manifestación se paró en seco y todos se precipitaron hacia mí, me envolvieron en una marea humana, me besaron y abrazaron y estuvieron a punto de arrancarme la campera, sin hablar de los centenares de autógrafos que tuve que distribuir".

Ser un escritor de éxito no es cosa infrecuente. Ser una persona querida por la gente es mucho más raro. Algún día alguien sabrá explicar el porqué de este fenómeno particularísimo, tan halagador para Julio. Quizá tenga que ver con eso que llaman coherencia.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_