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Tribuna
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La realidad es otra cosa

Dostoievski leyó una noticia de Prensa sobre el asesinato cometido por un estudiante y a costa de este hecho real escribió Crimen y castigo. Con el tiempo, el escritor y su modelo llegaron a cartearse, pero finalmente el autor perdió interés por el delincuente real: sin duda era menos interesante que Raskolnikov. Entre el hecho real y su resultante literaria hay, en este caso, una distancia inalcanzable. En el extremo opuesto, Truman Capote se propuso hacer de A sangre fría una experiencia de literatura verdad. Un escritor hasta entonces eminentemente lírico y subjetivo domesticaba su capacidad de artificio para hacer que la literatura como representación fuera un calco exacto de lo real representado.En ambos casos, la realidad fue un pretexto aparentemente poco o muy respetado; pero una vez leídas Crimen y castigo o A sangre fría, si el lector decide que los hechos inspiradores no le han añadido nada a la valoración de la lectura, quiere decir que la literatura ha triunfado. Ésta debería ser la regla de oro a aplicar cuando se juzga la relación de dependencia entre la ficción literaria aplicada sobre la temática de sucesos. El suceso excita por lo que tiene de violación del tabú moral establecido, especialmente si afecta a la prohibición de matar. El suceso criminal, además, pone en marcha una escenografía de investigación de conductas personales y sociales que clarifica con luces de reflector la frontera que separa lo moral de su contrario. A partir de ahí se inicia

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Este crimen será un libro

una operación de manipulación literaria que ha de conseguir otra verosimilitud. Los hechos reales del caso de los Urquijo, por ejemplo, pueden no ser verosímiles en literatura. Maigret o Chamller son literariamente verosímiles, y no lo serían en la realidad. Maigret ya habría sido expulsado del cuerpo por cualquier ministro del Interior, llamárase Alonso Vega o Barrionuevo, y Chandler estaría en la cola del paro con el carné de detective privado retenido, sin otra posibilidad profesional que hacerse comentarista de béisbol de La Luna de Madrid.

Resulta, pues, inútil un ajuste de miras entre lo real delictivo y lo real literario. Entre los ángeles de la guarda en la nómina de la Dirección de la Seguridad del Estado y los ángeles de la guarda de Dostoievski, Chandler, Hemingway, Dürrenmatt, Osciascia o Hammet no hay otra coincidencia que la obligación de levantarle las faldas a la sociedad para justificar un sueldo o una tesis moral, y a veces las dos cosas. Si la llamada literatura policiaca, desde sus más altas cimas hasta sus más profundas simas, hubiera respetado al policía o al chorizo realmente existentes, no habría tenido razón de existir en competencia con la crónica de sucesos, e incluso las crónicas de sucesos son mejores si se te echa literatura al asunto, y echarle literatura a veces no es otra cosa que un determinado ritmo de exposición. Al fin y al cabo, literatura puede ser cualquier cosa escrita que nunca podría ser publicada por el Boletín Oficial del Estado o por la Guía telefónica de Pamplona (es un decir).

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