Este crimen será un libro
España, un país con escasa bibliografía de literatura del crimen, empieza a 'ponerse al día'
Detrás de los árboles, al otro lado del jardín que separaba la carretera vecinal de la casa, el tecleteo de una máquina de escribir, unido a un allegro vivace de Scarlatti se filtraba por entre las junturas de las ventanas y ascendía por el hueco de la chimenea, mezclándose con el gorjeo concertado de los pájaros y el crujido de alguna que otra rama al ser pisoteada por animalillos clandestinos. De pronto, la música y el tecleteo se interrumpieron. Sonaron dos disparos, separados por un cuajo de tiempo de al menos medio minuto. Luego Scarlatti volvió a sonar y la nítida fotografiase fue espesando lentamente, hasta fundir en negro.Todo había empezado cinco días atrás, cuando la mujer fue comisionada por el periódico para investigar las posibles conexiones entre crímenes cometidos en la vida real y otros delitos, todos ellos de sangre, reflejados en una colección como La sombra de Caín (Espasa-Calpe), de reciente aparición con tres títulos como El crimen de Don Benito, El crimen de la calle de la Justa y Los crímenes del capitán Sánchez. "De paso", añadió su jefe, "dáles un tiento a escritores de ficción, a directores de cine que hayan hecho películas basadas en crímenes. Nunca se sabe".
Como siempre ocurre en estos casos, la mujer había empezado prácticamente de la nada. Una llamada telefónica a J.A. Porto, director de La sombra de Caín y autor de uno de los volúmenes, el que narra las atrocidades cometidas por un paisano suyo, de La Coruña: el capitán Sánchez, fusilado el 3 de noviembre de 1913 tras una larga carrera de asesinatos, descuartizamientos y ocultaciones intramuros. Porto tenía una voz amable, ligeramente anieblada. No le costó establecer una cita con él.
El coleccionista tranquilo
Porto la miró apaciblemente a través de las gafas, mientras ella empezaba a dar cuenta de una chuleta. "Sí, los descuartizaba", comentó, masticando con calma un tajo de morcilla. "En ocasiones, separaba la carne del hueso. Los huesos los emparedaba, así como las prendas comprometedoras, y la carne, troceada, la arrojaba por el retrete de la Escuela de Guerra, en donde vivía. Muchas veces, el sumidero se le atascaba".
"¿Y qué más?", preguntó ella. "Bueno, hay otros asesinatos realmente espléndidos. Yo tengo en casa 500 fichas, que son la base de esta colección. Son 500 casos selectos, exquisitos. Lo que a mí me interesa de esta aventura, que sólo analiza crímenes cometidos antes del 36, es el entorno social que nos muestra: porque yo soy de los que piensan que reflexionando sobre el pasado conseguimos explicarnos el presente".
El coleccionista añadió: "Pensamos sacar a razón de un título al mes. Hay asesinatos realmente encantadores, como el crimen de la ermita del Cristo. del Otero, un asesinato sacrílego cometido en Palencia contra un ermitaño. Los asesinos lo desnudaron, le metieron un cirio en el culo y le obligaron a alumbrarlos mientras robaban los cepillos".
La mujer vomitó la chuleta en un bolsillo interior del abrigo de pieles y prosiguió la investigación. Probó suerte con un catalán, por si lo del famoso seny la ayudaba a sentar el estómago. Andreu Martín, bonachón pero un poco perverso, divertido, exactamente igual que se transparenta en sus novelas policíacas, le dijo: "Tómatelo con calma. La verdad es que los crímenesreales tienen muchos alicientes. Sobre todo, que son más interesantes que los que nosotros imaginamos. Y luego está eso que suele decir la gente: Mosti, tú, es que pasó de verdad'. Mientras que nosotros siempre tenemos que escuchar: 'Sí, pero se lo ha inventado'.
El testigo mediato la estaba esperando en un pub de Azca, zona acreditada en la prensa madrileña como una de las más peligrosas de la ciudad. Pero el hombre había acudido solo, a pecho limpio, y eso hizo que ella experimentara enorme simpatía hacia él. Simpatía que no quiso exteriorizar:
"Se llama usted Francisco Regueiro y lleva nueve años sin hacer una sola película, aunque se autoproclama usted director de cine", le espetó, antes de sentarse y pedir media docena de Pepsamar. "Llámame Paco", respondió él con voz humilde antes de admitir: "Es que, ya sabes, primero la censura, luego los productores, que se mueven dentro de determinados esquemas. Ahora tengo dos proyectos en firme", acabó, con satisfacción. "Usted se ha interesado siempre por los asesinatos, Amador era la historia de un manlaco que sólo mataba mujeres...". "Sí, y que luego se confesaba. Pero eso me lo quitó la censura, Y Cartas de amor de un asesino estaba basada en un asesinato real ocurrido en Avila. Y ahora estoy preparando un capítulo para una serie sobre Crímenes españoles, con guión de Angel Fernández Santos y mío, para TVE".
La mujer, secamente, le pidió que le clarificara el por qué de su atracción por los crímenes: "Verás, yo he sido un forofo de El Caso, y los asesinatos que me atraen son los irracionales, los surreales, porque me permiten crear un aura, una metáfora que abarca muchas cosas. Me interesan todos los crímenes relacionados con la mujer. Sois tan fuertes, estais tan llenas de vida, de proyectos. Dais tanto miedo", sonrió. A ella se le erizó la piel, pero comprobó que el tipo le seguía cayendo simpático. Cuando se despedía, Regueiro retuvo un momento su mano entre las suyas y musitó: "Al fin y al cabo, el asesinato más importante es la vida. Nacer es como un trailer de ese crimen: violencia y sangre. A mí, el asesino me cae simpático porque intenta acelerar el tiempo, que es el peor de los criminales posibles".
"Paco es un morboso. En cambio, a mí, lo que me interesa de los crímenes es el entorno social que delatan", dijo Pedro Costa Musté, antiguo periodista especializado, sobre todo, en sucesos, que fue redactor de El Caso hace años y cubrió, entre otros hechos, el famoso proceso de Burgos. "Pero para mi primera película he escogido El caso Almería, después de leer el libro de Ramos Espejo. Porque es un homicidio cometido desde el, poder y porque, por primera vez, un ciudadano -en este caso Darío Fernández, el acusador privado- sienta en el banquillo a representantes del orden. Mi película se basa en el libro y en el juicio, que se desarrolló después de escrito éste, y muestra la lucha tenaz de un solo hombre contra el poder. Aún ahora, Darío Fernández sigue reuniendo pruebas para sentar en el banquillo a los otros ocho participantes en la confabulación -sólo condenaron a tres, los que confesaron haber disparado-, en una batalla parecida a la de los héroes americanos, como Spencer Tracy en Conspiración de silencio. Mi película muestra esto".
El asesino es una incógnita
La mujer fue a ver la película y salió angustiada y confusa, y pensó en llamar a su jefe para abandonar tanta tristeza. Entonces recordó las últimas palabras de Costa Musté: "El periodista de sucesos es el que trabaja más duro, porque nadie quiere aparecer en esas páginas. Le cuesta sudor encontrar información". Pero ése no era su caso. Los remodeladores de la realidad, los alifiadores de ficciones se le ofrecían, hasta ese momento, con los brazos abiertos. Lo peor era encontrarse sólo con crímenes impresos en papel o en celuloide.
Le entraron unos desesperados deseos de interrogar a los personajes de verdad, asesinos de carne y hueso. Sobre todo, a sus víctimas, que eran quienes tendrían algo que decir. Pero esto último era imposible.
Entonces pensó en Cándida Galán. Un hombre, su novio, la había propinado nueve cuchillazos en el cuello, en la primavera del 82. Cándida Galán, actriz, 25 años en aquel momento, había sobrevivido contra todo pronóstico: el salvaje ataque la había segado la yugular y la médula. La recogieron del suelo hecha un trapo. Cándida, además, había protagonizado un Vivir cada día que dirigió Javier Macua para Televisión, contando su experiencia, contanto, sobre todo, cómo había luchado para volver a la vida.
44 kilos de muchacha pálida, de ojos oscuros y febriles. Una leve cojera, todavía, un tacto no demasiado fino: "Tengo las palmas de las manos como quemadas, de tanta energía como he sacado por ahí para ir recuperando mis funciones vitales. Cuando estaba allí, tendida, inundada en mi propia sangre, me iba de mi cuerpo y me veía a mí misma perdiendo, uno a uno, el funcionamiento de mis órganos. Había abierto una puerta para salir que era lo que luego supe que se llama el tercer ojo, y cada vez deseaba menol volver a un cuerpo que no me servía. La terrible agonía no fue estar tendida allí, no fue permanecer durante cinco o diez minutos con el asesino en casa, hablándole para que se pusiera otra vez las pilas, porque se había vuelto loco".
"Lo peor", sigue, "fue estar en el hospital cosida y conectada a trece tubos. Como verte obligada a meterte en un vestido diez tallas menor que la tuya. Insoportable. Pero me impuse recuperarme, y lo hice lentamente, con método, dándome un tiempo, organizando todos lo materiales que tenía a mi alrededor, tratando de hacerme entender por los que me rodeaban. Fue muy duro tener que pelear contra su conformismo: cuando conseguía mover un brazo se alegraban, y daban a entender que no iba a lograr nada más. Y yo no descansaba hasta mover el otro".
"Ahora, la gente no me mira los ojos, sino al cuello. Buscan las señales del cuchillo. Porque a la gente, lo que le gusta, es la sangre. Por eso se leen las novelas de crímenes. Por el morbo".
Cándida Galán, antes, también las leía de vez en cuando. "Pero nunca conseguía averiguar quién era el asesino". Como en la vida.
Crímenes 'bonitos'
A esas alturas, la mujer pensó que sólo le faltaban un policía y un asesino para completar su trabajo. Le hubiera gustado llamar a Juan María Calle, el jefe del Grupo Diez de Homicidios, creado hace un año, que se encarga de delitos cuyo fin primordial es el asesinato. Pero sabe que Calle es un hombre discreto, a quien no gusta aparecer en los papeles. A veces, Juan Madrid -reportero de sucesos y autor de novelas políacas- le saca en los suyos, pero eso es porque Madrid y Calle son casi colegas, han pasado juntos bastantes horas en los exiguos locales de la Puerta del Sol.
Con todo, de madrugada, la mujer se encaminó hacia la Dirección General de Seguridad. Dudando entre penetrar en el edificio o dejarlo correr, decidió tomarse una copa para darse ánimo. Y en el bar cercano, absorta en el licor amarillento, sus oídos se encontraron repentinamente presos en una conversación vecina.
-Yo calculo que hay un 70% de crímenes pasionales en los que se cometen en España -decía una voz de hombre-. Hay estadísticas que lo dicen.
-No en la gran ciudad. Pero aquí cada vez hay más muertos. Desde el 78, se sale a un promedio de dos muertos y medio o tres al día, entre suicidios, sobredosis y asesinatos. En la gran ciudad no sólo matan los asesinos o la droga: también la desesperanza, la falta de futuro.
-¿Cómo reacciona uno ante esos crímenes?
-Hombre, no me voy a echar a llorar abrazado a la madre. Uno tiene que ser duro, profesional, si quiere ser eficaz.
-¿Y es interesante?
-Hombre, hay crímenes bonitos.
Subrepticiamente, la mujer se levantó y abandonó el local. Los dos hombres eran Juan Manuel Calle y Juan Madríd, y la mujer, tomó notas en una servilleta de papel, camuflada tras el kiosco de periódicos.
Sólo le faltaba el asesino. Pero al día siguiente, mientras atardecía y el tecleteo de su máquina se mezclaba con la música de Scarlattí y estos sonidos se unían a los del jardín, dos dispa ron segaron el aire. Todo hace suponer que la mujer encontró al asesino. Tarde o temprano, alguien acabará por escribirlo.
La identificación del lector
El doctor José A. García Andrade tiene 56 años y es médico especializado en varias disciplinas a quien su vocación humanista llevó, en 1958, a ejercer la medicina forense, también conocida por el poético nombre deforensía. Profesor de psiquiatría forense en la Escuela de Criminología de la Universidad Complutense de Madrid, autor de diversos tratados y de un extenso trabajo, Raíces de la violencia, sobre aspectos específicamente criminológicos de la medicina legal, es también profesor especialista en la Clínica Médico-Forense de Psiquiatría de Madrid. En su opinión, "hay un cierto atractivo morboso que este tipo de lecturas, de novelas de crímenes, sean reales o no, ejercen sobre el lector. Un proceso de identificación, tanto con la víctima como con el delincuente. Porque, potencialmente, todos somos víctimas y todos podemos delinquir. Lo que pasa es que hay delincuencias que están muy claras, muy tipificadas, muy definidas. Pero todos quebrantamos de alguna forma las normas de conducta social, de conducta moral. A veces, es curioso ver como los individuos que han cometido este tipo de delitos los enmascaran y justifican, pero no sólo desde el punto de vista de cara a la galería, sino ante sí mismos".Para el doctor García Andrade, la suya es una profesión apasionante que permite no sólo conocer la psicología del culpable, sino también la de la víctima: "Esto es algo que se olvida con frecuencia, pero es indispensable para conocer que existe detrás del delito".
Babelia
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