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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El Prado, devorado por sus hijos / y 2

El Museo del Prado vive una ceremonia de la confusión, agravada por unas obras de reforma inacabables. El autor de este artículo, que pronunció recientemente una conferencia en Madrid sobre el tema, ofrece en esta segunda parte de su trabajo el razonamiento que le lleva a calificar así la situación en el Prado.

El decorado de fondo de esa gran ceremonia de la confusión, en la que agoniza el Museo del Prado, lo forman sus inacabables obras de reforma. Iniciadas hace ocho años con la promesa de ser termiadas en tres años y un presupuesto de 300 millones de pesetas, su coste ha sobrepasado los 2.000 millones, cuando no se ha inaugurado más de una cuarta parte de sus salas y nada ni nadie asegura verlas concluidas en este siglo, ni a qué costo.Nunca se ha puesto remedio al gravísimo defecto de nacimiento de tales obras, consistentes en que sólo se aprobó un proyecto y presupuesto de climatizacion, dejando fuera los problemas de iluminación, seguridad, decoración e instalación, que han de hacerse al mismo tiempo. Una sucesión de remiendos al proyecto y de reformas a lo reformado, envuelve la vida del museo. En las pocas salas inauguradas se colocaron días después unos papeles en las paredes para señalar dónde habrán de ir los conductos de seguridad e iluminación, lo que significa que ha de volverse a destruir lo ya hecho.

Las prisas de 1975 al aprobar un proyecto -con fines claramente políticos- por parte del entonces ministro de Educación, llevó incluso a no considerar el mejor proyecto presentado, por la sola razón de que la empresa concursante estaba presidida por Francisco Fernández Ordóñez, a quien no se veía con buenos ojos desde el Ministerio de Martínez Esteruelas, según testimonio de uno de los componentes de la mesa de adjudicación.

Si las salas de Goya ya han sido justamente criticadas en estas páginas por la autorizada voz de Antonio Saura, las salas dedicadas a oficinas de los funcionarios también lo han sido, y duramente, por Federico Sopeña -director del Museo cuando se inauguraron- y en las mismas páginas del boletín del Prado: "Allí arriba estamos como han querido los arquitectos: todo limpio, moderno, funcional..., por ahora, pues ya tenemos la consigna espontánea de no vulnerar el orden, pero sí de hacer aquello más humano, más personal en cada semijaula". (sic).

A ello hay que añadir quepara tales oficinas se ha sacrificado el espacio -el bien más escaso en el edificio- dedicado a 650 cuadros durante casi dos siglos, y que, además, se han destruido partes nobles del inmueble y la decoración sólo ha producido semijaulas, impersonales e inhumanas.

"Consulta de médicos"

El taller ha sido absurdamente colocado en el tercer piso, lo que ha obligado a derribar más trozos nobles del edificio al introducir montacargas en los que, por otra parte, no caben la mayoría de las grandes pinturas. Dicho taller no posee iluminación natural -con graves consecuencias para la elección de colores por los restauradores- ni la ventilación necesaria cuando se trabaja con materiales cuya inhalación puede ser peligrosa.

Todo lo anterior palidece en importancia al contemplar el estado de conservación de las pinturas. Hace poco se ha celebrado una reunión de expertos internacionales acerca de las pinturas negras de Goya y Las hilanderas, de Velázquez, calificada por el actual director como consulta de médicos, que poco han podido hacer, salvo declarar su estado de coma irreversible. Las técnicas de restauración aplicadas en su momento -hace muchos años y en muchas ocasiones- sobre tales pinturas, siguen siendo utilizadas en su mayor parte en la actualidad, lo que es incomprensible.

No se hacen informes del proceso seguido en la restauración, algo que ya exigía Pettenkofer -el gran investigador holandés- en el siglo XIX, y los procedimientos seguidos son en muchos casos simples ejemplos de barbarie. Sistemas abandonados hace un siglo han sido empleados, como el chasis para la gran tabla de Santa Bárbara, del maestro de Becerril, cuando el engatillado deslizante era ya usado en 1770. La Adoración, del maestro de Sisla, fue trasladada caprichosamente a lienzo y sufre una descomposición irreversible por encogimiento del soporte, y esto aún se sigue haciendo, por ejemplo, en el Instituto Nacional de Restauración, que lo ha empleado con todas sus consecuencias en la Visitación, del maestro del Portillo, hoy en Valladolid.

Nada menos que las tablas de Rubens sobre la Eucaristía, la Santa Catalina de Yáñez de la Almudena, la Sagrada familia del roble, de Rafael, o el San Jerónimo, de Marinus están engatilladas a contraveta de la madera, produciendo el novimiento estrangulatorio de los paneles, con lo que, más que una restauración parece la adición al cuadro de un mueble castellano.

Se sigue hoy recurriendo al barniz teñido para enmascarar defectos y deficiencias de los restauradores más afines a la dirección, llenando a extremos dañosos a la vista en el Descendimiento, de Machuca, o el auténtico embadurnamiento en la Visitación, del maestro Perea.

Párrafo aparte para la no lejana restauración de la Adoración de los pastores, de Peter Brueghel, que ha sido retocada con óleo en contra de todas las normas profesionales, se le cortaron trozos de la tela cuando "se debía haber respetado la totalidad de la pintura", según ha publicado recientemente el doctor Díaz Padrón, conservador de pintura flamenca del Prado. Una brutal y excesiva limpieza de la Trinidad, de El Greco, ha alterado la mejor tradición del museo en cuanto a restauración: las medias limpiezas que evitaban el barrido de veladuras; el deterioro, visible aún al más ingenuo visitante, de la figura central -un desnudo femenino- de una de las tablas de Boticcelli, son susceptibles de comprobarse a la primera ojeada. Y, sin embargo, el actual director ha declinado destinar a becas para restauración el dinero ofrecido por el Banco de España, pretendiendo paliar y ocultar la situación total con el triunfalismo de unas exposiciones temporales, que no resisten a crítica más serena, leve y objetiva. La exposición de bodegones que se exhibe en Madrid no presenta a 15 de los cuadros anunciados en el catálogo; añade otros llevados a última hora para cubrir huecos, y demuestra la poca o ninguna fiabilidad que merece el actual Prado a importantes museos -Saint Louis, de Misuri, ha negado una obra fundamental- o coleccionistas privados -la colección Osuna, por ejemplo-, o la incapacidad para encontrar los cuadros pertenecientes a la Real Academia de San Fernando, mal almacenados a causa de otras obras no menos eternas.

Pero hay cosas peores en esta última época de exposiciones, como es el hecho de haber celebrado la muestra de las adquisiciones realizadas en los últimos años sin la publicación del catálogo, lo que, además de representar un paso atrás en la tradición del museo, es simplemente inadmisible. Otras exposiciones son dignas de una sonrisa, como la exposición del Niño en el Prado, sin objeto ni sentido histórico-crítico, a la que ya un crítico de máximo prestigio desaconseja llevar a los niños.

Los restauradores están contratados por diversos sistemas, y criterios arbitrarios, al igual que los conservadores -de los que sólo uno lo es por oposición específica al puesto-, y los conserjes pertenecen a tan diferentes reglamentaciones laborales que el edificio principal y el Casón no pueden hacer coincidir sus horarios, continuado en el Prado y cerrado a mediodía en el Casón.

El remolino final se acelera con la política de adquisiciones, la interferencia de competencias entre el Patronato del Museo del Prado y el Patronato Nacional de Museos, la insuficiencia de presupuestos, la inercia de situaciones de privilegios sin más aval que el tiempo de la corruptela, la desaparición del Centro de Estudios del Museo del Prado nunca explicada, la falta de personal competente y las mutuas acusaciones o veladas guerrillas interiores que acaban de tener su cómico reflejo en la prohibición de vender obras de divulgación en las que figuren como autores investigadores del museo, y que ha tenido que extenderse a todos los museos porque prohibirla únicamente en el Prado era una declaración demasiado ostensible de lo personal de la medida.

No se trata, ante tan graves problemas, de buscar culpables, sino de encontrar soluciones. El fiscal del Estado concluyó su investigación descartando el delito penal, porque "no se han hallado responsabilidades penales, o los hechos son tan antiguos que, evidentemente, han prescrito".

La única salida del remolino en que se halla inmerso el Museo del Prado es la consideración global de todos sus problemas y una normativa clara que supera las posibilidades de sus funcionarios, de la Dirección General, del Patronato de Museos y, quizá, del Ministerio de Cultura, considerado aisladamente. El Gobierno tiene la palabra, los poderes y la necesidad. Basta con la decisión para salir del remolino. Ya se ha tocado fondo.

Juan Gómez Sombrier es crítico de arte.

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