La 'guerra sucia'
EL ASESINATO en Bayona de Ramón Oñaederra, un refugiado vasco del que se presumían conexiones o simpatías con ETA Militar, confirma los temores, nacidos con el extraño secuestro de Segundo Marey y la detención de un ex legionario de apellido español, del comienzo de operaciones de guerra sucia en el País Vasco francés contra militantes o simpatizantes de las bandas terroristas. La expresión guerra sucia no es, en realidad, más que un hipócrita eufemismo para designar actividades criminales que se revisten de terminología militar con el inútil propósito de hacerse perdonar su infamia y de acogerse a la protección, supuestamente ennoblecedora, de los móviles políticos. Los patrocinadores de esta barbarie no hacen sino ocupar un lugar simétricamente opuesto al de los terroristas, que también tratan de presentar sus asesinatos como operaciones bélicas (no en vano ETA incorporó el término militar a sus siglas) y que se perdonan a sí mismos sus sanguinarias actuaciones con la coartada de los objetivos políticos. Unos y otros están unidos por su sucio culto a la violencia, a la venganza y al crimen. Unos y otros sustituyen las normas y los valores de una sociedad civilizada por la ley del Talión y los usos de la barbarie. Unos y otros representan simples variantes de un mismo fenómeno terrorista.La reciente experiencia argentina enseña que la aplicación de métodos criminales, amparados o realizados por sectores del aparato del Estado, para combatir la lucha subversiva no es perdonada por la sociedad que la sufre, ni siquiera en el supuesto de que el terrorismo estatal logre sus propósitos técnicos de eliminar a sus adversarios. Los asesinatos, desapariciones y torturas de la Triple A y de los servicios de las fuerzas armadas argentinas no sólo no fueron absueltos en nombre de los crímenes anteriormente perpetrados por los Montoneros y el ERP, sino que se fundieron con ellos en una misma suma de horror y brutalidad. La impresionante victoria electoral de Raúl Alfonsín ha sido, en gran parte, la consecuencia del despertar a la dignidad y a la ética de un pueblo que ha vinculado en la misma condena a los verdugos de uno y de otro signo.
Las lecciones de Argentina son plenamente válidas para España en todo lo que se refiere a la imperiosa necesidad de no conculcar las leyes y los valores del sistema democrático. Algunas gentes recién llegadas a los cargos públicos parecen, en ocasiones, afectadas por la enfermedad de la razón de Estado. Para estos arrogantes descubridores de las entrañas del Leviatán, los defensores de las garantías constitucionales y de los derechos humanos son tan sólo incordiantes profesionales, desconocedores de los arcanos de la vida pública, o ridículos puritanos. Pero la demagogia de las manos sucias, esa mala herencia de Sartre, nunca logrará desmentir que los demócratas pueden regatear con los intereses y transigir con las ideas, pero en ningún caso deben sacrificar los escasos principios sobre los que descansa la existencia civilizada.
La coalición Herri Batasuna ha denunciado al Gobierno de estar implicado en el asesinato de Ramón Oñaederra. El nacionalismo radical carece, sin, embargo, de la autoridad moral y política necesaria para que esa grave acusación sea, tomada, sin más, como buena. El Gobierno de Felipe González está obligado, en cualquier caso, a informar a la opinión pública sobre este grave asunto, a indagar las eventuales conexiones en nuestro territorio de esa fantasmal pandilla de asesinos autotitulada GAL y a utilizar los poderosos resortes del Estado en la persecución de los autores, cómplices y encubridores de los criminales.
El libro editado por EL PAIS sobre el asesinato del almirante Carrero -que hoy se pone a la venta con el título Golpe mortal- contiene, por desgracia, algunas inquietantes informaciones en torno al asesinato, precisamente hace cinco años, de José Miguel Beñarán, Argala, en aquel momento uno de los más importantes dirigentes de ETA Militar. Según testimonios nada sospechosos, Argala "fue eliminado por especialistas no ajenos a esferas policiales españolas". Un responsable del Ministerio del Interior comentó: "Convinimos que las policías se arreglaran entre ellas y que los asuntos como la muerte de Argala no deben ser de los responsables de esos departamentos (los ministerios del Interior francés y español); los políticos no deben saber estas cosas, porque los políticos somos indiscretos, y existen problemas de Estado que deben ser incontables". Considerado en perspectiva histórica, el asesinato de Argala fue no sólo un crimen, sitio también un error, ya que, "por su educación y su línea, hubiera sido un posible y efectivo negociador para conseguir la paz en el País Vasco". Tampoco ahora hace falta ser demasiado perspicaz para comprender que las operaciones de guerra sucia, además de su carácter intrínsecamente abominable, no harían sino arrojar material inflamable sobre la hoguera del País Vasco y propiciar acciones aún más desesperadas de las bandas terroristas en nuestro propio suelo.
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