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Reportaje:Crónicas de la 'rentrée'

El despido, señoría

El griterío es ensordecedor y sube.por las escaleras de Magistratura como la marea más negra. Un gordinflón dice, piafando, que el jefe le quiere echar para meter en su puesto a un sobrino que ha hecho la mili. Al lado (el ascenso es de cuatro en fondo), un capataz explica que "este año cerraron la fábrica por vacaciones, y ahora, al volver, los muy jodidos desaparecieron". Detrás le sigue un caballero que se abre paso agitando el periódico como una fusta. Su acompañante, casi a galope, le garantiza despido sin indemnización para tres, "y del resto ya hablaremos cuando le vean las orejas al lobo, don Matías, que poco daño espanta, pero mucho amansa". También sube una jovencita sin palabras: solloza distretamente.En el centro de estos ejercicios de alpinismo laboral, una anciana todavía pretende vender lotería. Y letrados, demandantes, demandados y público se, agolpan a las puertas de las salas de Justicia, donde miles de Sísifas parecen deseosos de no ser arrojados nuevamente a un destino absurdo.

En esta planta, un ujier sin uniforme anunciajuicio de la Ford España. Dos estudiantes le preguntan si sabe de qué va. "¡De qué va a ir, leche; parecéis bobos; de lo de siempre, algún despido!" Los estudiantes se dan la media vuelta en busca de otro caso algo menos visto.

La sala es pequeña y cursi. Tiene un estrado en forma de U, mesa para el juez y para los abogados y cuatro bancos para el público, que no acierta a comprender por qué razón, además de campanilla, el magistrado dispone de un teléfono de ejecutivo y por que el emblema de la Justicia fue profusamente bañado en purpurina de la más barata.

El letrado de la multinacional ese alto, enjuto y afable. Viste casi como el juez, aunque su toga no sea palmada. Y tiene sobre su pupite un enorme mamotreto, que el abogado del demandante, con barbas, sin ropón negro y escasos papeles, mira con horror. El demandante es joven. Toma asiento en el primer banco del público luego de saludar, tembloroso, por la mañana, con un "muy buenas tardes, señoría".

Todo gira alrededor de la productividad del obrero. La empresa le entregó la carta de despido en base a que su rendimiento era un 49% inferior a la de los compañeros. "Su conducta, que mereció anteriores y reiteradas sanciones, es negligente y culposa, señoría, y nosotros creemos que tenemos razón y el despido es procedente", concluye el letrado, aireando sus sedas.

El juez pide pruebas y no le faltan: vales firmados por el productor, cada día, con el resultado de su trabajo; cartas y avisos, tablas de rendimiento. El despedido quiere intervenir: "Señor magistrado, por favor, con su permiso, me gustaría explicarle...". Pero el juez reclama ahora las pruebas, únicamente las pruebas: cartas, documentos, lo que sea. Sólo aparecen unas cartas de protesta en respuesta a las amonestaciones, lo cual no es demasiado. Tampoco trajo testigos el demandante-despedido. "No tenemos ninguno por las circunstancias, pero lo son todos", dice el. ¡oven. abogado de las barbas.

La cosa va rápida y por la pendiente abajo. Que el demandante se ponga en pie. "¿Jura usted decir la*verdad?" Jura decirla y habla de su dificil oficio de mozo de almacén, del entorno,'un nudo en -el estómago, los nervios y el trabajo, que es lo que más quería. El juez se ímpacienta: "Bien, ya basta", le corta. El despedido se sienta, se levanta, vuelve a sentarse, como si alguien, desde un rincón de la sala, accionara un muelle.

"Demasiada tabarra"

Llegan los testigos de -la multinacional, con su mejor traje y la corbata perfectamente anudada. El organizador técnico advirtió que la productividad del mozo de almacén era muy baja. Una pena. "Yo se lo decía: aprieta, muchacho, aprieta". Pero el muchacho no apretó. El muchacho, que ahora tiembla, quiere hablar: "¿Me deja hablar y defenderme yo mismo?" El juez dice que no: "¿Para qué trajo a un letrado?". Y el letrad

baja la cabeza. A lo más que el juez accede es a que demandante y abogado se pongan codo con codo, a ver si juntos arreglan lo que, algo separados, están hundiendo.

El letrado de la multinacional aprieta el acelerador y logra, poco a poco, un perfecto acorralamiento dialéctico. Así se llega a las conclusiones de una y otra parte. "Yo aún necesito decir algo" añade el despedido, suplicando al juez. "Usted se calla o lo tiraré fuera, porque me está dando demasiada tabarra", es la respuesta. Y se calla. Firman todos y oyen al magistrado decir que "dentro de cuatro o cinco días sabrán la sentencia".

"Un desastre, no esperábamos que esto fuera así, no lo esperábamos", comenta el obrero, ya en la puerta, casi sin voz. El letrado de Ford le da una afectuosa palmada al hombro: "Vaya, chicos, mala suerte". Y entonces los chicos le miran como el discipulo mira al maestro, y uno (el letrado) dice: "Ni siquiera yo soy abogado, sólo soy su hermano".

Cerca, en el Instituto de Mediación, Arbitraje y Con cilíación (IMAC), los seña,lamientos se hacen cada quince minutos, y si como ahora, con la rentre, hay Más trabzjo, esos señalamientos se doblanen el misirno tiempo. Según José Chaques, secretario general de esta delegación territorial, el boom de los despidos es el motor de las demandas. "Para muchas empresas es más ventajoso despedir que ir a un expediente de crisis o a una regulación". Pocos se atreven, tal como están hoy las cosas, a demandar con reclamaciones salariales. "Con la'nueva ley de las 40 horas semanales", añade Chaques ' .se nos presenta en toda España una temporada conflictiva, porque se han de honiologar los horarios, y la autoridades laborales tienen que revisarlos". En otras palabras: "la movida de conflictos colectivos está a, la vuelta de la esquina".

En la antesala del director del IMAC, José Antonio Llabona, tres secretarias parecen jugar al solitario. Pero no son cartas de una baraja, sino centenares de demanclas cursadas en el día.

Parece que la carrera fuera contra reloj: "Con la bonificación del 40% que aporta. el Estado al Fondo de Garantía", dice este director de mediaciones, "un buen número de empresas con menos de 25 obreros optan por el despido improcedente, ya que prefieren pagar el 60% restante de la indemnización que fije el juez a tener que soportar en su nómina lo que creen que no pueden soportar más tiempo". Tal vez por eso más de la mitad de los actos de conciliación fracasan y son vistos en Magistratura con la lentitud media de diez meses hasta merecer el fallo. Y durante este tiempo "el obrero pasa la mano por la pared".

Papel, papel, papel

Según Emilio Monzó, de 42 años, activo letrado del IMAC, "la gente hace hoy diabluras por ambas partes para despedir pagando lo mínimo y para acogerse al paro, aunque no tengan derecho a él". Y este abogado de la sala segunda añade que "todo requiere un trabajo burocrático que al final nos inunda de papel, papel, papel".

No es fácil detectar la picaresca que abunda en los casos de despido con pacto previo entre las partes. "El negocio del 40% del fondo de garantía saben aprovecharlo los desaprensivos", dice este letrado.

Juan Fernández, de 47 años y más de 15 de obrero de la construcción en la misma empresa, apenas puede contener la rabia por la cabronada que me han hecho". Su caso, cuando lo relata a un grupo de damnificados, no es infrecuente: "No me han pagado la extraordinaria de julio, y ahora la empresa no comparece cuando se la ha citado, y dicen que el asunto ha de ir a Magístratura". Otro añade: "Pues a esperar tres años, tío, que ese es el negocio de tus jefes, porque el juez les hará pagar un recargo del 10%, y eso les conviene".

El público está tenso, pero parece resignado. Una mujer joven viene aquí "para darle moral a mi marido, que es un poco cobarde en estas cosas". El marido fue amenazado de despido por falta grave de puntualidad. "Pero eso es otro camelo", dice éste; "eso es el truco para tirarme a la calle porque quieren vender la planta baja del negocio".

Del fondo del pasillo sale un hombretón gritando: "¡Sinvergúenza, es un canalla y un sinvergüenza.'", pero otras personas que se cruzan cón él le conminan a callarse. Cuando este individuo está en el centro del vestíbulo abre los brazos, como si fuera a suplicarle algo al cielo, y desahoga un berrido enorme. Luego busca una silla y oculta su cabeza entre las manos. "¡Déjeme!", balbucea, "me han hundido".

En la calle, donde siempre se forman corros de gente humilde y desorientada, un muchacho de unos 15 años discute acaloradamente con un hombre maduro. El muchacho increpa a este hombre llamándole ignorante. Luego se aleja, y el hombre le sigue con la mirada: "¿Qué sucede, amigo?". Mi hijo era mi empleado", explica, como si la historia la hubiera aprendido de memoria para repetirla sin ningún fallo, "y he tenido que despedirle porque el negocio va mal, y entonces vengo aquí con él, que es menor, y yo le represento, ¿y saben qué me dicen? Pues que no tengo nada que reclamar, ni él ni yo, que no me consideran sociedad, ni empresa, ni nada. Así, por las buenas. Ni un duro podemos sacarles".

El hijo le regañaba por no haber sabido presentar bien su caso. "Y el chaval debe llevar razón", añade el hombre, "porque en estos tiempos no se puede ir con la verdad por delante a ningún sitio".

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