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La diplomacia de las armas

Juan Luis Cebrián

Dos analistas norteamericanos, Gabriel Jackson y James Reston, en artículos publicados por este periódico (*), han hecho dramática referencia a los paralelismos que la actual situación internacional tiene respecto a la década precedente a la primera guerra mundial: bipolarización de la hegemonía, rearmamentismo, conflictos locales limitados por el miedo a una extensión generalizada de los mismos, aumento de la agresión verbal entre los bloques y disposición psicológica de las poblaciones al enfrentamiento. En ese ambiente, el asesinato de un príncipe en Sarajevo sirvió para desencadenar una guerra de proporciones hasta entonces desconocidas en la historia.La coincidencia del derribo de un avión comercial por cazas soviéticos con la firma de la declaración final de la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) valdría también para evocar la declaración conjunta angloalemana después de la Conferencia de Munich, en la que Hitler se comprometía a someter a consulta "cualquier otra cuestión que pueda afectar a nuestros dos países", 11 meses antes de que las tropas germanas invadieran Polonia. La diferencia estribaría en que aquella declaración desató un optimismo, injustificado pero real, entre las poblaciones europeas respecto a la eventualidad de una paz estable, mientras que el escepticismo cunde hoy en la opinión pública conocedora de la hermosa declaración del Acta de Madrid.

JUAN LUIS CEBRIÁN

M., Barcelona

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Mírese por donde se mire, no deja de ser sorprendente para cualquier mentalidad no perversa que los Estados participantes en la conferencia se comprometan solemnemente a "realizar nuevos esfuerzos para que la distensión constituya un proceso eficaz", lo mismo que a "intensificar la confianza y la seguridad" entre ellos y a "fomentar el desarme".

Pasa a la

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Mientras estas cosas firmaba, Gromiko advertía amenazador que las fronteras de la Unión Soviética son nada menos que sagradas, y que acciones similares a las del avión salvajemente derribado "tendrán la respuesta que merecen". Por su parte, Shultz anunciaba por enésima vez que la Alianza Atlántica desplegará los euromisiles antes de fin de año si en Ginebra no se llega a un acuerdo, para restaurar el equilibrio militar. Sería absurdo y contrario a la razón comparar responsabilidades en este caso entre Moscú y Washington o tratar de disimular el horrendo asesinato de los pasajeros y tripulación del Boeing mediante apelaciones a la soberanía de los Estados y la seguridad de sus fronteras. Pero por eso mismo, el mundo se ha podido quedar bastante sorprendido de la objetiva debilidad de la reacción occidental frente a un hecho tan vandálico, debilidad encubierta de acusaciones verbales, y del cinismo internacional que supone firmar un acuerdo de cooperación entre los ecos de los insultos mutuos.

Hay algo peor todavía que el abandono del diálogo frente a la amenaza de la fuerza, y es la destrucción del diálogo mismo, su conversión en una farsa increíble e indigna de la confianza de los interlocutores y de los pueblos por ellos representados. Algo de eso es lo que hemos podido ver esta semana pasada en Madrid, independientemente de los aspectos positivos de la conferencia, que ayer mismo señalábamos en una opinión editorial. Podemos suponer muchas razones por las que se ha hecho un esfuerzo para clausurar la CSCE y no se han tomado sanciones más severas contra la URSS después de un hecho tan grave como el sucedido en el mar del Japón. Entre ellas, no es de despreciar la disposición de las dos grandes potencias a discutir en Ginebra, por sí mismas y sin más interferencias, ese siniestro equilibrio militar, tan frágil que ya es obvio puede desmoronarse con estrépito en cualquier momento.

Luego están la incapacidad de la OTAN -tan veloz en solidarizarse con Londres en el caso de la guerra de las Malvinas- para llegar a un acuerdo sobre las medidas a tomar, la conducción del problema hacia los estrechos límites de la Organización Internacional de Aviación Civil, cuando el suceso desborda con creces el campo de actuación de ese organismo, y el silencio que se cierne no sólo sobre los aspectos concretos de la agresión al aeroplano, sino sobre las actividades de los Gobiernos y de los ejércitos de algunos países, en nombre de la seguridad internacional y de la defensa de su soberanía, con desprecio de los derechos que repetidas veces se comprometen a salvaguardar en documentos públicos. Diez días después de la tragedia no existe una sola explicación fiable de los motivos del desvío del avión de su ruta, ni una sola sombra de prueba mínimamente convincente de las acusaciones soviéticas de que realizaba espionaje -independientemente de que, aunque así hubiera sido, seguiría resultando inmoral y desproporcionada la respuesta a esa violación del espacio aéreo-. Pero hemos conocido, en cambio, o al menos refrescado nuestro conocimiento, sobre gran cantidad de prácticas miserables en las relaciones internacionales. Así, el reconocimiento de que existen en la península de Kamchatka, frente a las costas japonesas y no lejos del continente americano, instalaciones militares soviéticas cuya protección les lleva a sacrificar impunemente las vidas de casi 300 personas. Japón tiene derecho a sentirse preocupado. También se ha puesto de relieve que aviones espías americanos operan con frecuencia en la zona, y sus sistemas de escucha son tan sofisticados que hemos podido oír las cintas con las conversaciones entre los pilotos que derribaron el jumbo. Este solo hecho basta para dudar de la necesidad del espionaje occidental de utilizar aparatos comerciales en vez de satélites u otro tipo de sistemas en sus prácticas de información. Sin embargo, los soviéticos pueden no creerlo así, ya que ellos mismos han empleado en ocasiones su aviación comercial para esos fines. Según Jacques Isnard, en Le Monde, los reactores de Aeroflot realizan escuchas electrónicas de las instalaciones de la fuerza estratégica francesa aprovechando sus aterrizajes en el aeropuerto de París. Y el mismo autor pone de relieve que en numerosos países, del más variado signo político, es frecuente la colaboración de los pilotos comerciales -muchos de ellos formados en academias militares- con los servicios de inteligencia, lo mismo para transportar personas de incógnito o mensajes de los agentes que para realizar fotografías de instalaciones militares. Por lo demás, el espeluznante suceso ha reavivado la evidencia de que las autoridades castrenses de países que presumen de haber sometido el poder militar al civil -sea éste emanado de elecciones democráticas o proceda de las dictaduras que se apellidan revolucionarias- se benefician progresiva y peligrosamente de la carrera armamentista, aumentando de forma incontrolada su capacidad de decisión. De ese hecho emana la denunciada militarización de las relaciones internacionales.

Los efectos perniciosos añadidos del derribamiento del avión coreano son bastante previsibles. Reagan va a tener menores dificultades -si es que va a tener alguna- en sus peticiones de más dinero para el rearme en todos los frentes, con consecuencias inmediatas en el mantenimiento del déficit público americano y de los altos tipos de interés en los Estados Unidos, causa relevante de la crisis económica internacional. Y no es fácil mostrarse esperanzado cara a las conversaciones de Ginebra. Hoy más que nunca puede suponerse que el despliegue de los euromisiles es ya un hecho decidido, y que, en el mejor de los casos, de la negociación sólo podría salir una limitación del número de cohetes y no un verdadero proceso de desarme ni de distensión, como el acta final de la Conferencia de Madrid celebra. Al mismo tiempo, crecerá el clima de maniqueísmo ideológico al que tan aficionados se muestran los dirigentes de Moscú y Washington, y aumentará la presión psicológica sobre las poblaciones, progresivamente conducidas a un clima de enfrentamiento.

Quienes asistimos a este proceso como eventuales víctimas tenemos derecho a la perplejidad y a la irritación. Sea fruto de un error inconfesado o de la arrogancia militarista de la URSS, la matanza del jumbo coreano es sobre todo consecuencia del actual sistema de relaciones internacionales y del proceso, para nada casual, de tensión y de amenazas que viene padeciendo el mundo y al que de forma teórica -¿quizá podríamos decir también retórica?- intenta poner freno el Acta de Madrid. Es preciso ser optimista todavía sobre las características de la naturaleza humana y aceptar la tesis de que la paz está en la voluntad de la mayoría de quienes rigen a los pueblos. Pero la historia de los hombres se reduce demasiadas veces al empleo de la fuerza y, aunque parezca un despropósito en plena era nuclear, algunos de ellos se comportan como si efectivamente quisieran la guerra.

* El significado del derribo del 'jumbo', Gabriel Jackson, EL PAIS, 9 de septiembre. Las políticas del miedo, James Reston, EL PAIS, 11 de septiembre.

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