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Reportaje:

Bilbao o la desesperada necesidad de creer en un futuro mejor

La ría discurre plácida, en su serenidad de liquen. Como un reptil inofensivo. Tiene, no obstante, notas de alarma sobre el lomo: una muñeca de celuloide decapitada, un zapato, nadie sabe de quién, si de vivo o de muerto, flotando como un barquillo de papel. Sin embargo, el afán de salir de esta inmensa trampa enlodazada está dictándole a la gente del casco viejo de Bilbao, a esa gente que lo ha perdido todo, normas elementales para no perder el norte, que sorprenden a quien llega de fuera. Nadie te dice, en este barrio golpeado por la tragedia, que la reconstrucción es imposible. Hay en cada uno, viejos y jóvenes, la desesperada necesidad de creer en un futuro mejor. Y nadie te mira al fondo de los ojos, para no encontrarse con tu desesperanza de testigo.

MARUJA TORRES, Bilbao

ENVIADA ESPECIAL

Las siete calles tienen estos días un aspecto como para descorazonar al más animado. Donde antes todo era bullicio, ir de potes, encontrarse con los amigos, iniciar o concluir idilios, visitar tiendas macrobióticas -pues hay jovencillos del lugar que habían empezado a abrirse aquí su camino en la vida-, ahora no hay más que fango, escombros y trajín. Si llegas a esta zona castigada de Bilbao caminando por El Arenal, encontrarás, asomados al puente, a muchos curiosos que todavía miran la ría: con perplejidad, como si no creye ran que les haya podido hacer tan to daño. Más adelante, frente al Arriaga, teatro declarado patrimo nio nacional que se quiere convertir en escenario de actos populares, se amontonan los hierros retorcidos y algún que otro mueble de estilo, de bellísimo diseño, que ha sido arrastrado por las aguas. Luego coges la calle Ribera, de donde arrancan esas siete calles que acaban dando al casco viejo forma de paella, y el fango te cubre hasta las rodillas. Pasan grupos de voluntarios, casi todos ellos jóvenes, chicos y chicas. Te sorprenderá, viniendo de otra tierra, que un chaval de 15 años suelte burbujas de jabón al lado de tanto caos físico; pero forma parte de la reconstrucción.Estás a punto de salir en defensa de dos mozas a las que el conductor de un camionazo increpa con modales atrevidos; pero esta cotidianidad, hasta en el descaro, forma parte de la reconstrucción. Le dirías a ese viejo que a la puerta de su otrora magnífico comercio de bolsos limpia con una manguera una de las pocas maletas que le han quedado que con ese género no va a ir a ninguna parte; pero también forma parte de la reconstrucción.

Un asunto de solidaridad

Aunque te sorprende que el Bilbao no afectado por la ría siga llevando su vida habitual, que las terrazas de los bares sigan atestadas y que en los almacenes las mujeres acudan a las rebajas, es cierto que la solidaridad funciona. Está en esos muchachos, voluntarios, que en un puesto callejero de la Cruz Roja alternan el desescombro con el suministro de inyecciones antitetánicas a quienes están en primera línea y a quienes, caminando por el fango, se han visto sorprendidos por una malévola tachuela camuflada bajo el agua. Está en las gentes de Cruz Roja de Barcelona, de Valencia, de Toledo y de otros lugares de España que se han unido al trabajo; está en los soldados y en los guardias civiles; está en los bomberos de Barcelona, esos bomberos míticos con los que soñaba Joan Manuel Serrat cuando era pequeño y que siguen sin defraudar cuando otras muchas cosas se vuelven amargas.

La zona especialmente peligrosa, a la hora de recibir este tipo de disgustos, es la situada ante las ferreterías, poco antes de llegar al mercado. Del mercado viene el hedor, aunque el peligro de infección ha sido rápidamente neutralizado gracias a la cal viva arrojada en ingentes cantidades sobre los restos de víveres removidos por la riada.

Ves a zagales y zagalas, adivinas sus tejanos y sus camisas azul obrero, tan propias de la Semana Grande -cortada de cuajo, en su última edición, por la ira de los elementos-, y te das cuenta de que la consigna no pronunciada es la de trabajar: trabajar hasta que todo vuelva a estar como antes. "Esto se va a arreglar, porque no puede ser que el casco viejo desaparezca", dice una mujer de edad avanzada que tiene un establecimiento de degustación de café. "Es posible que los propietarios muy ancianos no se sientan con ánimos para volver a abrir sus comercios. Pero yo pienso dar la batalla, y le aseguro a usted que, en octubre, mi tienda vuelve a dar café". Esta señora confía en el seguro, en lo que vayan a darle después de haber rellenado convenientemente los papeles, si es que lo tenía todo en orden. A su lado, otra mujer, una amiga de Deusto, que viene cada pocos días a verla y a traerle agua, cabecea afirmativamente. "Y si quedan tiendas vacías, los jóvenes las ocuparán, que hay mucho paro, y si las alquilan a buen precio ellos vendrán a ponerlas en pie".

En la sede de la Asociación de Comerciantes del Casco Viejo, en esa plaza Nueva que ha sido escenario de festejos, mientras el parking subterráneo vomita aguas profundas, se reúnen los damnificados para conocer cuáles son las últimas novedades. Se reúnen cada día, y eso, sin duda, les levanta la moral. Hay en las oficinas dos hombres jóvenes, rondando la treintena, que trabajan en distintas compañías de seguros y están aquí, a título personal, como voluntarios para orientar a la gente en el laberinto del papeleo.

Se nos cae el alma

"Aquí, a veces, se te cae el alma a los pies, porque te vienen viejecitas que no tenían asegurado el negocio, con los ojos llenos de llanto y preguntándote qué va a ser de su vida. Y tú no tienes nada, absolutamente nada que decir". Según calculan a título absolutamente subjetivo, y sólo por lo que van viendo, únicamente un 10% de los comerciantes del casco viejo -mayormente restos de una pequeña burguesía nacionalista, descrita impecablemente- por Unamuno en su novela Paz en la guerra tenían asegurado su negocio al ciento por ciento. Ellos cobrarán el seguro en su casi la totalidad; quizás un 40% salgan a la mitad y el resto se va a quedarsin nada. Pero estos dos hombres, que pasan muchas horas a lo largo del día ayudando a los que llegan, enseñándoles a descifrar lenguajes farrogosos, prefieren entretenerse en lo cotidiano, en esa muchacha de cabellos rizados, que nerviosamente les muestra las fotos de cómo era su comercio antes de la catástrofe, o en ese anciano de camisa de seda, posiblemente propietario de una de las joyerías, que tal vez se sienta por primera vez codo con codo junto al chaval que hace un mes decidió abrir una tienda de fotografía en las siete calles.

Lo de las fotos es necesario para que los peritos, en su momento, decidan acerca de las indemnizaciones. Fotos de cómo quedaron las tiendas después de la riada. Por eso, en el casco viejo se te aparecen de repente gentes que podrían pasar por turistas japoneses, fotografiando locamente una fachada con la primera cámara que han podido encontrar: son los propietarios, a quienes quizá ayuda a mantener la moral ese distanciamiento que la máquina pone entre el drama y sus ojos.

Y la iglesia de San Antón. Una iglesia famosa en los tiempos antifranquistas por su párroco anciano y arengador. Ahora está desierta, sin bancos, casi sin imágenes. La ría entró a saquearla por uno de sus costados y se llevó por delante santos y dolorosas; una de ellas, a salvo, parece meditar, medio ladeada y cubierta de fango seco, a la puerta de la iglesia. Han sufrido grandes daños las iglesias del casco viejo bilbaíno. La de San Nicolás, quizá la que menos. La que más, la catedral de Santiago, a la que todavía no se puede acceder. Nadie piensa, no obstante, rezar en las iglesias en este momento. Si queda tiempo para eso, uno lo hace de corazón adentro.

"Volveremos a abrir, y muy pronto. ¡Por ovarios!" Lo dicen las chicas de Lamiak, el bar de mujeres de Bilbao. Y a lo mejor tienen razón, porque lamiak quiere decir las lamias, esas brujas que existían en Euskadi cerca de las fuentes y de los lugares húmedos, y que cuando eran de agua tenían medio cuerpo de pez, y cuando eran de tierra, los pies de pato. Alma de pez va a necesitar el casco viejo de Bilbao para salir de esta. Pero la voluntad de hacerlo está en esos hombres y mujeres de todas las edades que se afanan limpiando, utensilio a utensilio, la cacharrería que la riada no se ha llevado de su comercio; esa familia que, del primero al último, limpia relojes con un pañito, como si mañana mismo tuviese que venderlos. Lo que importa es no pensar en mañana. Trabajar como si el milagro fuera posible.

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