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Tribuna:
Tribuna
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De la libre opinión a la opinión libre

El drama humano -político, económico, social- actualmente vivido por la casi totalidad de países de Latinoamérica infunde en el observador atento a las realidades de aquel continente unos sentimientos mezclados de repulsa, impotencia y desánimo: la reiterada brutalidad de las dictaduras militares, la violación rutinaria de los derechos humanos, las dificultades y obstáculos con que tropiezan las sociedades civiles en protagonizar su propia historia-previstos ya por espíritus tan lúcidos como Bolívar y nuestro compatriota Blanco White- mantienen su vigencia al cabo de los años. Autocracias de diferentes colores, juntas represivas, gobiernos fantoches ejercen un dominio sin trabas sobre sus propios súbditos, condenándolos a la miseria material y moral, la humillación y el silencio. La lista interminable de crímenes y desapariciones de los Gobiernos militares de Argentina y Uruguay, las siniestras proezas de Ubú-Pinochet, las ejecuciones masivas -un verdadero genocidio- llevadas a cabo en las zonas rurales, en donde viven las desdichadas comunidades indias, por el iluminado presidente guatemalteco recientemente depuesto -asesinatos y matanzas realizados en nombre de la defensa de los valores occidentales y cristianos, con el beneplácito o complicidad tácitos de una Administración Reagan preocupada tan sólo, según parece, con las violaciones de derechos humanos ocurridas en tierras nicaragüenses- muestran a diario el abismo incolmable entre las aspiraciones populares a una mayor libertad, participación y justicia y las realidades impuestas por la inercia de la tradición autoritaria hispana y los intereses económicos del gran imperio del Norte.

JUAN GOYTISOLO

30 horas por la primera cadena, dentro de La víspera de nuestro tiempo.

La lucha paciente, hoy en auge, por imponer una alternativa civil, pluralista, democrática en los países del Cono Sur a los regímenes de espadones que todavía los amordazan, merece el sostén y solidaridad de los españoles que no han perdido la memoria de su prolongada cura de sueño durante varios decenios de orden franquista. Pero, mientras la alternativa dictadura-sociedad civil, planteada en términos inequívocos, brinda una salida real a las aspiraciones populares, vemos desenvolverse en otros ámbitos del continente una lucha implacable entre dos modelos de sociedad militarizada, en la que el pueblo, alistado a Ia fuerza en uno u otro bando, no desempeña sino su consabido papel de comparsa: los delirios maoístas de Sendero Luminoso, algunos elementos inquietantes del conflicto que actualmente se ventila en determinadas áreas de Centroamérica no son objeto de la atención que merecen por parte de muchos comentaristas, pese a su valor indicativo y sintomático. Junto a los crímenes, y aun carnicerías, de los Gobiernos sostenidos por Reagan hallamos otros que, aunque habitualmente escamoteados por la Prensa en español que llega a mis manos, deberían ser, no obstante, motivo de reflexión: los recientes ajustes de cuentas efectuados en la cúpula dirigente del Ejército Revolucionario del Pueblo salvadoreño -el mayor de los grupos guerrilleros integrados en el Frente Farabundo Martí-, atribuidos primero a la CIA y luego, oficialmente, a un desacuerdo ideológico entre los líderes de aquél -algo así, para que lector español me comprenda, como si "Pilar Brabo" (en realidad, Mélida Anaya Montes) hubiera sido ajusticiada con picas y cuchillos después de una discusión sobre la estrategia a seguir y para el bien de la causa, por un duro al que llamaremos "Josep Sarradell" (nombre real: Rogelio Brazzaglia), noticia que, al ser conocida por el muy tierno y sensible secretario general "Santiago Carrillo" (Salvador Cayetano Carpio, un veterano y curtido líder del PC salvadoreño) le habría conducido a la funesta decisión de suicidarse: un verdadero cuento de hadas para quien posea un conocimiento mínimo de los entresijos del problema-, son el triste recordatorio de que, en otros casos, la presunta lucha liberadora corre el riesgo de reducirse a la sustitución de una dictadura brutal y sangrienta con otra cuya jerga, supuestamente marxista, sirva tal vez de pantalla a proyectos de laboratorio social como los aplicados por Pol Pot a un silencioso pueblo de cobayas.

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En las libres opiniones publicadas en EL PAIS sobre Latinoamérica, son pocos, muy pocos, los autores que, más allá de su loable y digna condena de los regímenes militares sostenidos por Washington, se detienen a considerar la validez o conveniencia de las opciones de quienes los combaten armas en mano. Este silencio prudente sobre hechos, sin embargo, conocidos, no contribuye a reforzar la lucha de los pueblos contra el yugo de los ejércitos y oligarquías pronorteamericanos. Sólo la claridad y limpieza de las alternativas pueden despejar el camino de las naciones hispánicas hacia el progreso y la libertad. Reemplazar una autocracia con otra de diferente signo no constituye, a la larga, una mejora para los pueblos: cambian los líderes, cambian los emblemas, pero la masa sigue siendo el coro aprobador y resignado de Boris Godunov al servicio del jefe Plus Quam Perfecto.

La estrategia o cautela de alguos de mis compañeros de pluma les conducen a practicar un triste humanitarísmo selectivo respecto a los propios colegas desaparecidos, torturados, presos o perseguidos conforme al alineamiento político o tinte ideológico del Estado o grupo político que incurren en tales tropelías. En un bellísimo y conmovedor ensayo, todavía inédito, sobre sus compañeros asesinados por la Junta argentina, el poeta Juan Gelman, antiguo y camarada de armas de Haroldo Conti, Francisco Urondo y Rodolfo Was1h traza la terrible historia de su inmolación sucesiva en los años de la guerra sucia como un acto seminal de rebeldía contra el olvido y la muerte. Pero, mientras el recuerdo de Conti, Urondo y Walsh mantiene viva y ennoblece la causa por la que temeraria, abnegadamente lucharon, el asesinato de otro poeta ideológicamente afin a ellos, el salvadoreño Roque Dalton, permanece envuelto en la bruma de la autocensura, de la verdad turbadora y molesta que oportunistas y maniqueos silencian. Colaborador asiduo de la Casa de las Américas, refugiado en La Habana por espacio de muchos años, el poeta decidió regresar a su país e integrarse en las filas de la guerrilla. Son bastantes los mudos que conocen las circunstancias de su muerte brutal: puesto en minoría en una áspera disminución ideológica, fue ejecutado mientras dormía en un acto de expeditiva justicia, no sé si poética o revolucionaria, por este mismo grupo, cuyas hazañas refería antes. Aunque algunos de los que le trataron se permita ahora citar su nombre, se guardará mucho de evocar, al hacerlo, su final lamentable. El precedente sentado hace medio siglo por los testigos silenciosos de los crímenes y aberraciones del estalinismo conserva entre nosotros su horrible actualidad.

La misma ocultación de la verdad, el mismo ejercicio de mudez conveniente y rentable se aplica a las víctimas del régimen de Castro y las manifestaciones más vulgares y típicas de su configuración policial. No estoy hablando, claro está, de antiguos esbírros de Batista, sino de intelectuales y escritores que abrazaron la causa revolucionaria antes de entrar en dlsidencia civil con ella y ser atrapados en sus mallas finísimas: del poeta Jorge Valls, ex miembro del Directorio Revolucionario Estudiantil, preso desde mediados de los setenta, aunque no haya sido objeto de condena alguna; del embajador de Castro en Bruselas, Gustavo Arcos, culpable de tentativa de abandonar la isla en bote y acreedor, por ello, de una pena de ocho años de cárcel; del profesor marxista Ricardo Bofill, obligado a buscar refugio en la Embajada de Francia y sacado de ella por el número tres del régimen, con la promesa, aún no cumplida, de un salvoconducto al exterior. Pero, más revelador que todo ello, respecto al sistema de libertad vigilada bajo el que viven los escrito-

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De la libre opinión a la opinión libre

Viene de la página 9res y artistas, resulta el documento que tengo entre manos, las conclusiones provisionales del fiscal del Estado contra René Ariza, ganador del Premio de Teatro de la UNEAC en 1967 por su obra La vuelta a la manzana, juzgado el 3 de julio de 1974 por un tribunal en unos términos que, por su carácter paradigmático, me permitiré reproducir para los lectores de este diario: visto "que el acusado asegurado René Ariza Bardales, natural de La Habana, hijo de Ramón e Isabel ( ... ) desde hace algún tiempo viene" dedicándose a escribir cuentos cuyo contenido y enfoque se basan en el más amplio diversionismo ideológico y propaganda contrarrevolucionaria escrita. Que todo este material literario, carente de valor artístico (el subrayado es mío), escrito en contra de los intereses de nuestro pueblo, de nuestro primer ministro, comandante Fidel Castro Ruiz, mártires de nuestra patria y demás dirigentes nuestros, fue tratado de enviar al exterior de nuestro país para, mediante su divulgación, incitar contra el orden socialista y la solidaridad internacional"; teniendo en cuenta que estos hechos "son constitutivos de un delito contra la integridad y estabilidad de la nación", se solicita para el acusado la pena de "ocho años de reclusión". Tras la firma de los testigos de los actos incriminados figura la de los peritos responsables del dictamen sobre la carencia de valor artístico de los manuscritos: dos cultísimos tenientes de la policía.

Para quienes conservamos una memoria aún remota de lo acaecido en España al final de la guerra, el lenguaje del documento suena familiar a nuestros oídos. Basta con cambiar lo de "año del XV aniversario" por "tercer año triunfal", el "patria o muerte, venceremos" por "arriba España" para que un tufillo de déjà vu nos resucite recuerdos penosos de una época en que se invocaba también a los mártires de la patria, la integridad de la nación y su inamovible caudillo para acallar sin contemplaciones la menor veleidad de protesta de los intelectuales y escritores.

Pero no seamos injustamente severos con estos tenientes expertos en arte y literatura. Su vocación es quizá auténtica y, como ocurre a menudo en nuestros países, en donde el hecho de haber sido policía, censor o cosas peores no es óbice para el desenvolvimiento futuro de brillantes carreras, los rigurosos críticos del arte narrativo de Ariza, entrarán tal vez algún día, por méritos propios, en alguna irreal academia u obtendrán la fama y dinero de un prestigio o premio nacional o internacional de literatura. Por mucho que se diga, ésta no se ha hecho para idealistas incorregibles como los Conti, Walsh, Urondo, Dalton o René Ariza, sino para quienes, con labia, flexibilidad y paciencia saben cambiar de amo, doctrina e ideas para bien de sí rnismo y de quienes conciben la escritura como un trampolín de medro personal.

Si he sacado a relucir el caso del escritor sancionado lo he hecho porque ejemplifica una tradición inconfundiblemente hispana: docenas de sus paisanos, aquejados de lafunesta manía de escribir cuentos -o de la peligrosa novedad de discurrir, como se decía en el reinado de Fernando VII- han conocido, y probablemente conocen, la suerte de aquél sin que los habituales defeílisores de los derechos humanos en Latinoamérica hayan dicho palabra. La existencia de juntas militares asesinas y Gobiernos genocidas amparados por Washington no excusa el silencio cómplice ante lo que ocurre en las monarquías absolutas -a menudo familiares y hereditarias- del otro bando. Un mínimo sentido de la realidad del poder -cualquiera que sea su hoja de parra- debería llevar a los especialistas en la denuncia exclusiva de los abusos y atropellos de directa o indirecta responsabilidad norteamericana a la admisión sencilla y honesta de que, teniendo en cuenta las facultades muy limitadas que la Constitución votada libremente por el pueblo español confiere al monarca y las que, sin refrendo popular alguno, detentan los Ceacescu, Kim Il Sung o Fidel Castro, la omnímoda realeza del mando corresponde verdaderamente a los últimos. Llamemos al pan pan y al vino vino. Lo demás es fariseísmo, estrategia, arribismo y mendacidad.

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