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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un juguete literario

El romance judeoespañol de Delgadina ( en algunas versiones, Adalina), perseguida por la pasión del rey, su padre (a veces, moro: "Rey moro tenía tres hijas..."), cuenta la tozuda resistencia de la doncella, su encierro, hambre y sed y su cesión final ("deisme un sorbito de agua -vos daré lo que demanda"), que nunca llega a cumplirse, porque la niña consiente demasiado tarde y muere antes de probar agua y padre. Horrible sutileza de los relatores judeocristianos, que dejan a los dos en el pecado de intenciones, bien condenados, y al auditorio en la seguridad de la no consumación del incesto.El viejo cuento ha inspirado a Fernando Fernán-Gómez un curioso juego literario, Del rey Ordás y su infamia. Es un texto de inteligente belleza, que a veces recuerda al lejano Giraudoux, otras al más próximo Nabokov, como en el monólogo apasionado del rey en la primera parte, que es un fragmento digno de antología. Lo extraordinariamente interesante de este texto es la capacidad del autor de introducir símultáneaínente la pasión y la burla, el humor cortante y el lírismo. Está, naturalmente, por encima del género simple de la parodia, mucho más allá del elemental juego del anacronismo -aunque aparezca- y de la aplicación de un molde medieval para esclarecer nuestra actualidad. El estar más allá de esas tosquedades habituales no es necesariamente una ventaja desde el punto de vista teatral; puede a veces hacer flotar el texto sobre el escenario, privarle de amarras; que es tanto como decir que puede dejar flotante al espectador, o desasido.

Del rey Ordás y su infamia

Director: Fernando Femán-Gómez. Intérpretes: José Luis Pellicena, Inma de Santik, Emma Cohen, José Pedro Carrión, Fernando Hilbeck, Eva Siva, Jorge Bosso, Helena Fernán Gómez, Fernando Ransanz, Enrique Menéndez, Juan Carlos Crespo, Juan Luis Ivorra. Escenografía y vestuario: Javier Artiñano. Estreno: Palacio del Progreso, 19 de agosto de 1983.

El esqueleto teatral de la obra es tenue. Hay un artificio de relaciones entre trovador-pueblo, que se convierte en intérprete de lo parrado-corte, en la que aparece el trovador-pueblo, que vuelve a reclamar la narración, que da un doble fondo al suceso, y hay predominantemente una simple sucesión de escenas, sin teatralidad. Parece como si deliberadamente el autor -que es también director- hubiese tratado de prescindir de recursos escénicos, de confiarlo todo a la manera en que se dice (está escrito). Esta renuncia no siempre ayuda al experimento. Se añora el libro, la lectura, bien que el verso esté perfectamente rnedido para la dicción y algunas riéplicas suenen con el debido latigazo.

Es indudable que, con justicia o sin ella, tal vez con arbitrariedad, no se puede ver y escuchar ahora una obra de Fernando Fernán-Gómez sin tener presente la anterior, Las bicicletas son para el verano, con la que, evidentemente, no tiene nada que ver, sino una buena resonancia, de estilo de autor; y, desde luego, una sucesión en el tiempo. Y una acumulación posible de espectadores que, vienen de la obra ante rior. Puede ocurrir, por tanto, que esta relación se establezca en la realidad, de una manera histórica. El problema está en que Las bicicletas... hicieron sentir a muchas personas algo muy importante: la sensación de la vigencia, de la validez, de la utilidad del teatro, de su carácter de imprescindible frente a otros medios. Como era una sensación perdida, la importancia de la obra fue grande. En Del rey Ordás... vuelve la perplejidad. El bello, el inteligente juguete es inútil. Como mero entretenimiento se queda corto; como producto literario excelente quizá pierda sus mejores valores.

No está, en línea general, mal interpretado. José Luis Pellicena dice muy bien sus palabras, compone sus actitudes; quizá con una brizna de distanciamiento que no vendría al caso. José Pedro Camon, en cambio, juega deliberadamente con el distanciamiento, que sí corresponde a su papel, lo nace sonoro y cálido cuando conviene, irónico en sus ocasiones, Emma Cohen hace una de sus mejores interpretaciones: coloca muy bien las réplicas cortantes, consigue la doblez de su personaje (el paso del amor a la razón de Estado); Fernando Hilbeck matiza el cinismo del médico judío con calidad. Inma de Santis tiene el desdichado papel de la casta y pura víctima, papeles de los cuales nunca se puede sacar gran cosa en un escenario.

El escenario de Javier Artiñano es escueto, limpio de líneas y nada más; son mejores sus figurines, ricos de colores y de forinas. En la dirección se advierte, sobre todo, el cuidado de Fernán-Gómez para que el texto se conserve y llegue, y para que el ritmo del verso tenga su sonoridad.

Hubo muchos aplausos; se multiplicaron al salir a saludar Fernando Fernán-Gómez -que pronunció unas palabras-, y pareció oírse alguna protesta aisIada.

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