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Consumir y contemplar cine

Hay consumidores y hay contempladores de cine. Los primeros entran en una sala como rutina social, como opción frente a la taberna, o como bálsamo contra la soledad. Siguen indiscriminadamente el impulso de un rito de fascinación contemporánea, y suelen aceptar lo que les echan. Los segundos son también eso mismo, oficiantes de un rito que es una seña de identidad de nuestro tiempo, pero seleccionan lo que les echan y, ante la pantalla, responden con un movimiento de identificación o de rechazo. Los unos van, simplemente, al cine; los otros descubren los recovecos de su identidad en él. Los unos gastan y hasta pierden su tiempo en la dorada tiniebla; los otros lo ahorran y hasta lo intensifican.Define a los primeros el ya la he visto como casi única razón para no entrar a ver una película; define a los segundos ese mismo ya la he visto como razón suprema para volverla a ver. Ningún verdadero amante del cine ve una sola vez una película que ama. El primero la ve y la consume; el segundo la ve y se le queda intacta: el filme no se le consume sino que le genera más y más hambre.

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Pagar lo antiguo como nuevo

Ver un filme y olvidarlo está en la esencia del consumo del cine. Volver a ver una y otra vez un filme está en la esencia de su contemplación. De ahí la importancia de las llamadas reposiciones, que, tal como se efectuan, es una de las vergüenzas mayores de la exhibición cinematográfica en España.

Cuenta Scott Fitzgerald que descubría cuando su diaria dosis de ginebra le proporcionaba la sabiduría que buscaba en ella, a través de un extraño clic que sonaba, y que él materialemente oía, entre sus neuronas, a la enésima copa. La contemplación de cine tiene también cierto secreto ritmo del ceremonial del borracho. Al segundo, al tercero, al enésino trago, que es toda verdadera la visión de un filme, unos ojos saltan hacia dentro de sí mismos y, detrás de ellos, una garra alerta acaba de capturar el qué y por qué de una secuencia, de un acorde de esa sinfonía iluminada que es todo verdadero filme.

No hay manera en España de ver y volver a ver las obras de un arte en cuya naturaleza está el ser recordado, reconstruido e interpretado de tiempo en tiempo. Un cuarteto de Bethoveen carece de sentido oido una sola vez, pues esta genera automáticamente la necesidad de una nueva audición. ¿Y quien recuerda que el cine es, de entre todas las artes, la que provoca una mecánica interior más próxima a la música? Aprender a ver cine, que es mucho más difícil de lo que parece, exige continuas y sistemáticas revisiones de filmes, que llevan dentro la gramática profunda de esta forma contemporánea de entendimiento entre los hombres.

En cine, mas importante que verlo, es recordarlo. No olvidemos que el cine, desde un día de 1912, en el que Griffith descubrió el primer plano, es un movimiento interior, la captura de un sueño y, a veces, de una pesadilla del espíritu. Quien haya visto una sola vez Sed de mal de Welles, Solo los ángeles tienen alas de Hawks, La palabra de Dreyer o Octubre de Eisenstein, en rigor no ha visto nunca estas cristalizaciones inimitables de la imaginación contemporánea, o las ha visto solo fragmentariamente. La naturaleza de estas obras se descubre a lo largo de sucesivos procesos de identificación con sus duraciones.

Ver cine es volver a verlo. Por eso, y dada la actual política de reposiciones, en España no se ve realmente cine, o se ve solo fragmentariamente.

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