La coleguidad
Escribir un diccionario, aunque sea cheli, tiene el inconveniente de que habría que estar siempre reverdeciéndolo, pues nada tan fluible como el idioma, y sobre todo el idioma que apenas lo es: el cheli. De los distintos apelativos amistosos -tronco, tron, compa, tío, cuerpo-, el de más reciente fortuna entre la juventud ha sido colega, del que ya se ha obtenido la abstracción genérica: la coleguidad. También yo, cuando los Pegamoides, me saqué la pegamoidad. Apoteosis estiva de la coleguidad ha sido el concierto de Miguel Ríos en Madrid/Vallecas. La coleguidad no es sino la basca de los buenos y viejos tiempos, que están aquí mismo. Tanta variedad de apelativos generacionales, comunales, no hace sino revelarnos, claro, que la juventud de hoy, evitando el término camarada, de fuerte connotación política a derecha/izquierda, busca su identidad colectiva en el nombre totalizador, pues que la palabra hace a la cosa. El lenguaje nos diagnostica. Y nuestras mocedades van quemando señas de identidad, nombres, argots, porque no se identifican. Son, como Baudelaire, "los monarcas de un lluvioso país": el del paro. Herederos de un largo paréntesis histórico -mejor, ahistórico- que hasta tiene sus hagiógrafos fascicularios; nietos involuntarios del cuarentanismo; sobrinos pobres de una prosperity falsa; hijos del desempleo y elegidos del desencanto, necesitan una identidad colectiva mucho más que una identidad personal, pues que colectiva es la presión que les cerca, la opresión que se acerca, la depresión que nos cerca: paro, tedio, escasez, crisis económica, agnosticismo político.Me lo decía no hace mucho mi querido y admirado José María de Areilza: "Mira, Paco, habría que reencantar el mundo, la sociedad". Comprende, mi querido contramaestre e inverso maestro, que es fácil reencantar el mundo desde Jockey, donde almorzábamos, pero no tan fácil desde el Metro de Portazgo. Y José María Stampa, que ha borrado en popularidad, desde su estrado decimonónico, a todos los protagonistas policiacos de la tele: "Lo que no se puede, Paco, es dictaminar en la confusión". La coleguidad asiste distante, desde sus tragaperras -también trucados- a estos saraos del apparat, y no quiere hacerse soluble en el mundo adulto, claro (ni tampoco puede), y prolonga su adolescencia rockera sacralizando a Miguel Ríos, la mierda o la cárcel, generadora hoy, curiosamente, de los grandes modelos libertarios. Necesitan ignorar que hay una industria de la libertad, una multinacional de la marginación, una colonización, no auditada, del libre albedrío. Sólo cuando se apagan los focos y se enciende la noche, como un fanal de llama azul, ven la verdad rasa de su edad y el retorno apagado en un viaje metálico de vertiginosos hierros fríos. El ex presidente venezolano Carlos Andrés Pérez me lo dice en una cena: "Vos sabés, Umbral, que España y Latinoamérica pueden ser el futuro del mundo". Admiro estas amplias declaraciones, pero sospecho que a la coleguidad no la enardecen. Miguel Ríos cantaba en una esquina de la noche y María Dolores Pradera, dulceante/ desvariante, en la otra, para otras generaciones que tampoco tienen clara su identidad, aunque sean más consecuentes en su atuendo, y que han sustituido identidad por nostalgia, acogiéndose también, con desesperación de buen gusto, a una mujer de voz que se aleja y corazón muy rubio. Fetichizamos, unos y otros, porque no estamos contentos.
Y luego, la reconversión industrial. Oponerse a eso (saguntinos aparte) es lo que fue oponerse a los telares, querer quedarse en Las Hilanderas, de Velázquez. U oponerse a la máquina de coser del señor Singer, porque provocaba pedaleos indecorosos en la mujer. La coleguidad es el último nombre de toda una orfandad generacional.
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