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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El camino de Washington

EL PRESIDENTE del Gobierno español emprende el camino de Washington, habitual en sus predecesores en todos los Gobiernos y, sobre todo, por los jefes de Gobierno europeos. En España, el viaje a la Casa Blanca es siempre un acontecimiento especial que, en este caso concreto, hasta requiere lo que podríamos llamar un marketing contratado a especialistas que, por esa curiosa inversión de valores de la situación española, se ha convertido en mayor tema de discusión y polémica que el verdadero fondo político de la visita. En Europa, las visitas al presidente de Estados Unidos menudean tanto que son habituales y disminuye su rango de acontecimiento. Querrá eso decir que la naturaleza de las alianzas es distinta, y que lo que en los otros aparece habitual, en nosotros no lo es. Al menos todavía.Son, en efecto, muy distintas nuestras formas de alianza. No hay más remedio que hablar, una vez más, de herencia, y es que el régimen de Franco fue tan excepcionalmente largo y anormal, tan definitivamente dañoso para el papel de España en el exterior, que sigue deformando toda actualidad. Estados Unidos mantiene sus alianzas europeas fruto de la victoria antinazi en la segunda guerra mundial. España, a partir del crédito de 1950 y de la institucionalización de acuerdos en 1953, pactó con Estados Unidos, pero como un país ajeno a la ideología vencedora, defensora de unas formas de libertad y democracia que han contribuido a crear en Occidente uno de los períodos de mayor bienestar, estabilidad política y paz que la historia recuerda. Sólo un motivo avaló la protección americana a la dictadura franquista, que resultaba odiosa a los ojos de la opinión pública de EE UU y que nunca fue tratada sino humillantemente por los Gobiernos occidentales: la guerra fría con la Unión Soviética. Para Franco la contrapartida era enorme: tenía así la oportunidad de legitimarse de alguna forma -o de creer que se legitimaba-, de sobrevivir por sí mismo frente a la oposición interior y al desdén exterior y de sostener la economía. El pago que el dictador tuvo que aportar no ftie menor: la relación de dependencia con respecto a Washington fue mucho mayor en todos los aspectos (militares, políticos y morales) que la de los otros países. Lo sigue siendo.

No va a borrar Felipe González en su viaje a Washington este largo fragmento de nuestra historia. Parte de la peculiaridad de relaciones sigue existiendo: España no está totalmente institucionalizada en Europa, no somos miembros del Mercado Común, contra nuestra voluntad, y en cierta medida contra ella también, somos miembros de pleno derecho de la OTAN. Felipe González lleva en su maleta, aparte del marketing, un principio de adhesión a la instalación de los misiles en otros países europeos, una ambigüedad creciente frente al movimiento pacifista, un paso atrás en la política socialista respecto a la OTAN y la compra de los aviones F-18A. No son éstas pequeñas pruebas del prooccidentalismo del Gobierno español, y la Casa Blanca puede sentirse más que satisfecha. El punto más espinoso del intercambio de puntos de vista podría ser el de Latinoamérica, tema en el que España difiere notablemente de Reagan y va más allá de las opiniones europeas, pero ya Felipe González ha advertido que no va como mediador (lo cual, por otra parte, sería considerablemente inútil). Las contrapartidas exigibles son evidentes. En el terreno económico, un apoyo a la peseta y sobre todo a nuestras aspiraciones frente a la CEE. En la política exterior y de defensa, garantías explícitas de que nuestra alianza con Washington servirá para algo en el contencioso con Marruecos sobre Ceuta y Melilla, y que también va a darse: un empujón a la reticente Thatcher en el tema de Gibraltar. Respecto a Ceuta y Melilla, la suposición de que si España no es obediente en el marco global de la estrategia ofensivodefensiva nuclear, Washington haría funcionar su alianza con Marruecos y apoyaría sus reivindicaciones, está más que extendida. En política interior, un nuevo e iñequívoco apoyo al sistema democrático está más que asegurado en ese marco global deseado por Washington, que de otro modo podría encogerse de hombros ante el aventurerismo golpista. Y hasta escucharle si le beneficiara.

La realidad objetiva es que, salidos de la peculiaridad franquista y admitidos como gratas visitas en la sociedad mundial, nuestras relaciones con los vecirtos no son buenas. Francia, Portugal o Marruecos, como países inmediatos, no nos son favorables. Y los mares de la pesca, tampoco. Parece que España sigue necesitando un apoyo especial de Estados Unidos para una supervivencia por lo menos suficiente, y que la democracia misma depende de la aceptación de sus premisas internacionales por parte de Reagan. Y, al mismo tiempo, tiene que dar pruebas de independencia bastante para formar parte del complejo europeo, para mantener la credibilidad en Latinoamérica y para que los votantes del 28 de octubre (y sus renovadores en las elecciones locales) sientan que van más allá de un simple mal menor. Oscuro dilema. La visita de Felipe González a Washington no puede ser suficiente para despejarlo, y quizá sirva, al. final, para no dejar de mantener equívocos. Una forma precaria de enfrentarse con la necesidad.

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