No hubo Inquisición española
A raíz de los debates del congreso que se ha celebrado en Nueva York sobre la Inquisición española -otros hubo y otros habrá-, se reaviva la polémica entre los historiadores que continúan afirmando la diametral especifidad jurídica de la Inquisición romana en tierras hispánicas. Se continuará hablando por doquier de una oposición flagrante entre el proyecto inquisitorial romano y la práctica inquisitorial hispánica. Como si hubieran vivido en el ámbito de la geografía y de la historia dos inquisiciones: la de los papas y la de los reyes de España.
Como si Roma hubiese apuntalado en improvisado andamiaje juridico la tremenda institución, y como si la corona española hubiese modíficado de tal manera la construcción papal que nos encontráramos acá ante una institución nueva: la Inquisición española, inventada en tierras de reconquista para cazar judíos. Cuando con una basta, y hasta sobra, tendríamos así para resumir dos inquisiciones: la de la tiara y la de la corona. Insisto, porque muchos historiadores insisten, Pero que no insistan, y que comparen -al menos de pasada- no solamente los datos de archivo entre ellos, sino también y sobre todo los textos jurídicos, la literatura inquisitorial, las bulas y los breves en las diferentes épocas de aparición.Si jugamos únicamente al juego de los archivos, llegaremos a calcular con cuántos millares de crímenes exactamente cargó Roma a todo lo largo de la vida de laltiquisición romana. Más: sabremos a cuántas docenas asaron o estrangularon, mataron a cosquillas o a trompazos; sabremos quién es quién en el cotidiano ajetreo de la clerical faena; sabremos de familiares funámbulos, de inquisidores poetas y de notarios titiriteros. Menudo progreso. Como si no hubiera funámbulos, poetas y titiriteros al servicio de todos y cada uno de los sistemas de control y de represión que parió la historia desde que la engordaron los dioses, o en la Inquisición desde que la engordaron los papas. Por ese camino no vamos al meollo de lo inquisitorial ni al porqué del indefectible y universal desprecio que carga sobre él. Y es que ese juego de archivística pura no basta para el análisis.
Cabe meter mano hasta los codos en la basura de los textos jurídicos para sondear su densidad, y establecer luego la línea genealógica de las leyes en que.se respalda la práctica inquísitorial. Y si uno se mete con las sedimentaciones lindamente sobrepuestas de tanta podredumbre, descubre lo siguiente: No hay ruptura textual ni intencional de ninguna clase entre los textos jurídicos c ompilados en 1376 por el dominico Nicolau Eimeric y las instrucciones de Torquemada, fechadas en 1484. No la hay entre las compilaciones de Eimeric y el Malleus maleficarum, que amanece en 1486. No la hay, ni hay rastro de novedad jurídica, en el Repertorium del anónimo valenciano del año 1494. De manera que cuando A. Márquez indica que cabe leer las instrucciones de Torquemada, Deza, Manrique y Valdés, inquisidores generales en España, dentro de la tradición secular que Eimeric recuerda y compila para todos los tiempos y para todo el espacio católico, no está diciendo bobadas, sino que está dando en lo cierto. Más allá de Eimeric, glosan, adaptan y perfilan para España en España, para otras circunscripciones de la catolicidad en otras circunscripciones de la catolicidad.
La corona y la tiara
Y volvamos a lo nuestro. Tenemos, pues, homogeneidad jurídica transparente entre, al menos, 1376 (Eimeric) y 1561 (Valdés). No vayamos, para que se nos comprenda, ni más acá ni más allá. La Inquisición española, como dicen, aparece con Sixto IV, el papa, y Fernando V, el rey, en 1478 y 1482. Pues lo que apareció allá no fue, de ninguna manera, una Inquisición nueva que la corona opuso a la tiara, sino la convergencia transparente y ejemplar entre los intereses de la corona, el talento político del Trastamara y lo que, desde el día 1 del año primero de la Inquisición romana delegada, los papas deseaban para su amada bailarina: que los reyes la tomaran en serio, la protegieran, no pusieran obstáculo alguno a sus cabriolas.
¿Pretenderá el cuantitativismo turbarnos a base de archivo puro, alegando que con los Reyes Católicos cambió de repente la naturaleza de la institución porque cambió la naturaleza del combustible? Graciosos. No vamos a quemar cátaros donde no queda ni uno, ni luteranos cuando aún no existen. Vamos a quemar herejes y apóstatas, vengan de donde vinieren. La Inquisición es cosa de juristas y de teólogos: acarrea al auto el combustible, la fuerza centrípeta (y los empujones) del alguacilazgo enterado por los inquisidores de todo lo que, en cada momento de la historia, cabe bajo la acepción canóníca de hereje y de apóstata.
El montaje jurídico prevé todo lo previsible: por ello, todo El manual de los inquisidores, de Eimeric, perfuma todo el Repertorium anónimo valenciano, y todo el Malleus maleficarum forcejea la teología eimericiana para poder introducir en su noción de herejía el ir y venir de brujos y brujas. Los judíos no tuvieron en absoluto que aguardar a la Inquisición española para que los papas se ocuparan de ellos. Muy recientemente, Perarnau i Espelt ha exhumado un documento, capital a este propósito, de fin del siglo XIV, que, si la cosa no hubiese sido ya clara, la aclararía definitivamente.
Ni rastro queda ni puede quedar en la historia jurídica de un momento en que, soberanamente protegida en sus tierras por los reyes de España, la Inquisición romana, Roma, se haya desentendido de su filial hispánica. No hay desmentido ni romano ni hispánico de la situación jurídica de delegación.
Por eso cabe preguntar: ¿vale la pena, históricamente, salirse otra vez a la calle con aquel eslogan imbécil de España es diferente cuando de la Inquisición se trata? Pues, sí. Y no.
Al fuego
Sí. Aquí se quema más a menudo, por más largo tiempo y con mayor regocijo de propios y extraños, que en otras latituídes. Más seca es la leña y arde mejor. Aquí, los reyes de todas las dinastías, inclusive la actual, soplan con más donaire donde arde el auto. Aquí, los conversos pasan automáticamente a marranos y, por ende, al fuego. Aquí, brujos y brujas carecen de estatuto teológico; mejor para ellos y ellas. Aquí, la Iglesia castra con litúrgico esplendor las ciencias y las artes. Habrá mil peleas entre la corona y la tiara sobre mil temas, sabido es; pero habrá, mientras tanto, mil arreglos entre Ronía y su delegación jurídico-inquisitorial española. La corona sabe de memoria que necesita el beneplácito papal para sus asados y para variar los ingredientes del puchero de ignorancias y sandeces con que se le alimenta al pueblo; y el papa bendice con paternal solicitud, no faltaría más. De tal manera que si en toda esta asquerosa historia España es diferente es porque tiene el privilegio de ser, por siglos, la más romana de las múltiples regiones de la Inquisición romana.
Y no nos metamos ahora en las numerosas razones de la feliz coincidencia entre intereses monárquico-centralistas e intereses teológico-pontificios: habría para 10 columnas más. Quedémonos con lo esencial. La diferencia no está en la novedad, que no aparece por ninguna parte, sino en esta coincidencia y en esta diáfana continuidad.
Y no. Mal lo pasan allende también cuando el poder civil deja rienda suelta al poder inquisitorial. Para ilustrar el propósito, ¿hablaremos de Florencia o preferiremos hablar de Francia? ¿O quizá nos apetezca más un paseíto por las tierras germánicas que no optaron por, la reforma? Elijan y vean. ¿Cuándo, dónde rechazó Roma la providencial ayuda de un brazo secular para quemar, matar y embrutecer a docenas de millares? Roma acaba con sus estragos cuando uno va y la echa por la ventana. ¿Quién vio, y dónde, a Roma saludar con cortesía y salirse educadamente por la puerta?
La historia cuenta que lo mismo le pasa a la Inquisición. Se va cuando la echan. No antes. No hubo Inquisición española. Jamás. Hubo acá duración bochornosa de una práctica jurídica y de un embrutecimiento mental jurídicamente popular.
No hay que olvidar dos cositas al menos, porque tienen que ver con la Inquisición romana. Una: en la Península, la máxima apertura del pensamiento fue el erasmismo, que se queda bien cortito frente a lo que introdujo y posibilitó la Reforma. Y otra: aquí, el Siglo de Oro huele a santos y a conjuras, a confesionarios y a torturas, a cilicios ensangrentando las carnes y a almas en brama entre las piernas del divino esposo. Hasta la náusea.
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