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Tribuna
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El juicio de Dios

Leyendo estos días las insoportablemente buenas crónicas de Martín Prieto, he recordado una historia argentina que me contaron hace algún tiempo. Es la historia de un torturador y de su víctima; de alguien que aplicaba sistemáticamente la picana, quemaba genitales de hombres y mujeres, tenía el olfato acostumbrado al tufo de la carne maltratada y, por las noches, solía dormir con placidez. Un día cayó en sus manos una mujer hermosa, una montonera; la montonera estaba casada con un jefe importante del movimiento guerrillero, alguien tan hermoso como ella, que se parecía a Alain Delon. Y ocurrió que, para el verdugo, dos pechos de mujer tuvieron de repente un nombre, ya no eran sólo cuerpo de derrota. El hombre, o lo que de él quedara, se enamoró de la mujer.Algún tiempo más tarde, el verdugo dirigió las operaciones que llevaron al marido guerrillero, cosido a, balazos, hasta el lugar en donde estaba retenida la mujer. Y allí, sobre una mesa, el montonero agonizante supo que no sólo se estaba muriendo: también la había perdido a ella.

Con el tiempo, el torturador y su víctima dejaron Argentina y se establecieron en una capital europea. Allí, él lleva una vida oscura, propia de quien, con las manos, sólo es capaz de destruir. Allí, él intenta amarla por las noches, pero su sexo es un pájaro muerto que pende para siempre de su memoria, y todo el deseo del mundo se le convierte en ceniza, abocado sobre el único cuerpo que no fue capaz de torturar. Entonces ella, no sé si con los ojos abiertos o cerrados, le acaricia el cabello y le dice, no llores, al fin y al cabo, tú qué otra cosa ibas a hacer.

He pensado mucho en esta historia en las últimas noches, desde que el gobierno argentino hizo pública su repugnante exculpación. Y carezco de parámetros para decidir cuánto me alucina y cuánto me conmueve. A veces pienso en el verdugo, a veces en la mujer, y trato de entenderles. Pero cuando pienso en los muertos, en los muertos sin nombre, sin tumba y sin recuerdo, deseo con toda mi alma que el juicio de Dios anide, eternamente, en el vientre de sus asesinos.

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