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Tribuna
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Euskadi, mi amor

Cuanto mas voy envejeciendo más añoro mi país natal, y si algo espero ya es poder morir allí. Por eso cada vez paso más temporadas en Euskadi, aunque sin desvincularme de Madrid, porque, mientras impere el centralismo, convertirme en un escritor provinciano sería tanto como renunciar a mi vocación.Creo que la añoranza del propio país es algo que todo el mundo comparte, pero quizá más que otros los pueblos de nuestro litoral, que son, por otra parte, lo mejor de la Península, dicho sea con perdón de Madrid y sus alrededores, porque la mar tiene mucho de materna¡, tanto cuando murmura pausadamente en las playas, ciorno cuando rompe contra los acantilados levantándonos el ánimo. Además, respirar el mar es respirar casi físicamente la libertad y es ver el mundo tanto más abierto a nuevos horizontes cuanto más centrados estamos en nuestro propio lugar.

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Por otra parte, esta necesidad de acogernos a nuestro propio país se da en los vascos con una fuerza especial, porque Euskadi es un país eminentemente matriarcal. Todos nuestros viejos mitos giran en torno a una gran diosa madre de origen preindoeuropeo que unas veces llamamos Amalur (Madre-Tierra) y otras veces Mari, sin que este nombre, pese a la apariencia, tenga ninguna relación con el patronímico María, ya que es anterior. Y decir que los mitos pertenecen al pasado es ignorar la huella muchas veces inadvertida que dejan en nuestras costumbres. Así, por ejemplo, los vascos se despiden diciendo agur, lo que literalmente traducido no es adiós, sino adiosa.

Con los años, mi amor a Euskadi ha ido creciendo debido a circunstancias históricas que siempre es conveniente recordar. De joven, como para cursar estudios superiores tenía que vivir en Madrid -¡siempre el centralismo!-, más que un vasco yo era un veraneante que pasaba una temporada en aquel San Sebastián, "capital de verano", sede de los Reyes, y de aquella aristocracia y aquella alta burguesía que tanto le irritaban, y con razón, a Pío Baroja. Sólo después de perder la tercera guerra, la de 1936, después de las dos carlistas, empecé a tener conciencia de lo que significaba ser vasco. Y precisamente porque soy escritor empecé a recordar que, de niño, yo hablaba el euskera, en el colegio y en otros centros educativos, cuando me arrancaron la lengua. Cosa grave para un poeta, por estupenda que sea, y lo es ciertamente, la lengua castellana.

Se me dirá que esto sólo es un pequeño incidente de tipo personal, pero, en los años del franquismo, los agravios y persecuciones que sufrió Euskadi fueron tantos que su condición de pueblo humillado y ofendido ha pasado a ser constitutivo de su prop Ía personalidad.

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Sé que hoy día los vascos hemos perdido muchas simpatías, pero los verdaderos responsables de ciertos hechos, que soy el primero en lamentar, no somos nosotros, sino los viejos franquistas y los nuevos responsables que no parecen haber aprendido la lección y siguen ofendiéndonos.

Lo mejor para comprender estas cosas es pasar una temporada en Euskadi, pero,por favor, no en plan de veraneantes. Vayan allí y verán cómo en nuestras calles y en nuestras sociedades gastronómicas conviven los obreros y los empresarios, los pescadores y los tenderos, los artesanos y los comerciantes. Ya sé que esto no es un ejemplo de democracia, sino más bien de populismo, pero es una buena base y demuestra que, aunque no debidamente realizada, llevamos la democracia en la sangre.

Y ahora, déjenme que diga, como tantas veces oigo decir en las calles vascas, "¡Euskadi, pobre Euskadi!".

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