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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La deriva argentina

LA IMPORTANCIA de la huelga general en la República Argentina es mayor aún de lo que revelan las noticias desde Buenos Aires, sujeta aún la ciudad al miedo y a la represión. Martín Prieto (Argentina: una nación en el diván del psicoanalista, EL PAIS, 27 de marzo) ha descrito afortunadamente la desafortunada realidad: una nación desfondada, con una bancarrota irreversible, inclinada hacia la URSS y hacia Cuba para vender a Estados Unidos un posible cambio de postura; una sociedad destrozada, desmoralizada y enfrentada con la falta de alternativas, tan característica en esta clase de regímenes que se ocupan, en primer lugar, de deshacer cualquier clase de sucesión posible.No es extraño que aparezca de nuevo el espectro de Perón, ya doblado o triplicado por los de su heredera y la camarilla circundante. Volver a la situación de hace siete años, en la que cayó la presidenta María Estela Martínez de Perón, que a su vez representaba el mito de regreso a la segunda vida del general (remedo desdichado de la primera y de la época de Eva Duarte), sólo puede tener lógica en un país en el que ha hecho presa la psicopatía freudiana. Para ello, Argentina tiene que olvidar que el primer Perón fue el protagonista de una demagogia fascistizante y que con ella se inició lo que parecía imposible para un país ganadero y triguero: la pobreza. Queda ahora la imagen de la creación de los primeros sindicatos, de un populismo demagógico, de un protagonismo de la imagen de los descamisados. Pero el peronismo, hoy, aparece menos pactante con la realidad militar que los partidos políticos tradicionales, los de la antigua democracia a la europea, que tratan de colaborar con la Junta en la entrega suave del poder.

Los días de huelga organizados por las dos centrales sindicales, divididas -los dos sectores de la CGT-, pueden sugerir un intento de apartar a la clase política de esta negociación, entregando a la Junta una nueva vía hacia el populismo: la de unos sindicatos, de raíz y corte peronista, que se suponen capaces de controlar la situación y de dirigir la economía. El movimiento del lunes y el martes atemoriza por eso a las clases dirigentes tradicionales y a los partidos políticos restauradores: temen que los militares se apoyen en estas masas -todavía divididas- para encontrar una fórmula que limitase o eliminase algunas de las enormes diferencias sociales actuales -despido libre, salarios bajos, precios ascendentes- y terminase por constituir un régimen por encima de la burguesía y de las oligarquías civiles, capaz de conectar más fácilmente con Cuba y con la URSS. Seguramente, Moscú, que no abandonó su apoyo al Gobierno de la Junta ni en los días de la peor represión y que ha mantenido en Buenos Aires una importante representación diplomática en número y calidad, está trabajando alguna de esas soluciones. Washington recogería así, una vez más, el fruto de sus errores en Latinoamérica, que consisten principalmente en la creencia de que la fuerza impide el progreso de las revoluciones. Sería una paradoja.

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