La escritura invisible, la muerte dulce
Exit es el nombre reciente de la The Voluntary Euthanasia Society, fundada en 1935 y, por tanto, la más veterana y venerable de las cada vez más numerosas asociaciones que defienden "el derecho al suicidio, a la muerte con dignidad". Exit editó en 1981 un folleto titulado A guide to self deliverance, destinada a los miembros de la asociación con antigüedad de tres meses, mayores de veinticinco años, y con el compromiso formal de "no reproducir ni fotocopiar ningún extracto y no permitir su lectura a nadie fuera de la asociación. La guía inglesa de la muerte dulce alcanzó los 8.000 ejemplares, y en ella se exponen los siete motivos principales capaces de suscitar "una reflexión profunda con vistas a dar el paso emocional más serio en la vida del individuo". El folleto tiene un prólogo espléndido, de Arthur Koestler, en donde, entre otras cosas, afirma que es necesario acabar con la confusión entre el miedo a la muerte y el temor que inspira la agonía, el transcurso a la no existencia.La tesis de Koestler aborda la transición entre la vida y la muerte con una angustia que no conocen las demás especies animales. Y concluye: "La eutanasia, como la obstetricia, es la manera natural de superar un handicap biológico". No conozco todavía el contenido de la carta de despedida de Arthur Koestler antes de tomar racionalmente su decisión más emotiva (ignoro cuál de los siete motivos prevaleció), ni siquiera los periódicos de hoy especifican el método escogido por el escritor para vengarse dignamente del error biológico (en el folleto inglés se citan cuatro procedimientos, con sus respectivas variantes, pero a los "militantes de la muerte dulce" no nos está tolerado divulgarlo). Poco importan estas lagunas informativas. Desde que las radios de ayer emitieron los primeros flashes despistados, reconocí en este suicidio, aparentemente siniestro,, la vieja y elegante escritura invisible de Koestier.
No sólo era una manera de poner fin a una existencia más o menos penosa, ni siquiera un ajuste de cuentas con los dos cerebros arcaicos que en su cráneo luchaban por imponer criterios atávicos (solía repetir, de cocodrilo y caballo) al tercero, a su ya debilitada neocorteza de la razón y el intelecto, por la que tanto batalló. Ese suicidio era, además, algo que Arthur Koestler les debía a su aventurera biografía y a sus últimas teorías aventuradas, para redondearlas con una elegancia estilística y argumental que pocos se han permitido.Porque este hombre que luchó contra todas las injusticias del siglo hasta el umbral de la muerte; que arriesgo su vida por vagas utopías hebraicas, lejanas solidaridades antifascistas, viejas ideas filosóficas civilizadas y toda clase de opresiones generadas por el diabólico pacto biológico entre el cocodrilo y el caballo que se hospedan en el cráneo de la humanidad, llevaba un cuarto de siglo viviendo con intensidad envidiable la última aventura del siglo, la única posible en estos tiempos: la gran aventura de la ciencia.
No fue un científico de laboratorio, aunque sabía casi todo lo que se fraguaba en los laboratorios de la biología, la física, la cosmología y la neofisiología. Renunció a ser un filósofo de la ciencia, un epistemólogo puro, porque sintió la turbia revolución científico-tecnológica como si fuera otra de aquellas revoluciones políticas y utópicas por las que combatió en tantos frentes juveniles.
Sintió el impacto de la ciencia como la gran posibilidad del hombre moderno para corregir su lamentable destino esquizofisiológico, para diseñar un nuevo cerebro en el que prevalecieran las civilizadas razones del neocórtex sobre las estructuras antediluvianas del mesocéfalo. Y llevó su heterodoxa aventura científica hasta las últimas consecuencias. Como cuando se comprometió con la causa del Estado de Israel, o contra el franquismo, o contra al nazismo, o contra la pena de muerte.
Su hipótesis central queda inscrita con caracteres invisibles, que saltan a la vista en este suicidio, la última aventura que aún no había experimentado. Para Koestler la muerte era el símbolo central del error biológico del hombre, una deficiencia del metabolismo celular de los organismos complejos, no una ley básica de la Naturaleza. Contra la muerte irracional sólo cabe el suicidio racional. Lo escribió y lo cumplió. Y sin preocuparse de saber lo que pensarían los epistemólogos puros y los científicos de laboratorio de su teoría mortal
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